sábado, 4 de octubre de 2008

Doña Rosa


Doña Rosa era una ascensorista de un viejo edificio de juzgados en Bogotá que usualmente estaba congestionado de visitantes quienes asustados, perdidos, molestos, afanados o simplemente apáticos, esperaban atiborrarse en uno de los viejos ascensores. Cuando se abría la puerta, la multitud que salía empujaba a la que quería entrar, armando un caos que se repetía en casi todos los pisos; además del calor y los olores concentrados en el elevador. A pesar de esto doña Rosa cuidaba su máquina como si fuera la más fina y valiosa. Cada mañana, ella brillaba las partes metálicas y la aseaba lo mejor posible. De todas maneras andaba sonriente y entusiasta, saludaba y despedía al abrir las puertas, disfrutaba sorprendiendo a sus viajeros frecuentes al recordar sus nombres, hacía bromas para que la gente sonriera y respondía de buena gana a toda clase de preguntas. Aparte de eso vendía papel oficial, sellos de correo y en sus pocos ratos libres le encantaba tejer ropa para bebés. Un día alguien le preguntó cómo podía permanecer tan contenta en esa clase de trabajo incómodo, rutinario y mal pagado. A lo que ella contestó: - Muchas personas creen que yo actúo así por la gente, pero en realidad lo hago por mí. Cuando trato bien a mis pasajeros me siento satisfecha, si los ayudo, la mayoría me trata bien y me aprecia. Sé que mi ascensor es viejo y mal mantenido -continuó-, pero cuando lo limpio y lo brillo, me estoy cuidando a mí misma, porque aunque no es mío, vivo en él muchas horas de mi vida y si lo trato bien, me va a servir mejor. ¿Y todos los otros ascensoristas piensan así? -le preguntaron - No, -respondió-, algunos de mis compañeros piensan que su tiempo de trabajo no les pertenece a ellos. Dicen que es el tiempo de la empresa. Parecen ausentes, es como si murieran a las ocho de la mañana y resucitaran a las seis de la tarde. Suponen que trabajando de mala gana van a maltratar al jefe o a otros, cuando en realidad es el tiempo de su vida, algo que nunca van a recuperar.

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