Por: Asdrúbal Aguiar - correoaustral@ gmail.com - Todos a uno sugieren una trama que pasa por la frontera y anuda con el lavado de dólares. El temor a la cárcel le recorre el espinazo a Hugo Chávez. Debe ser que es consciente de que quien a hierro mata no puede morir a sombrerazos y que, desde cuando decidiera emprender su camino hacia la toma del poder, su alma se vistió de color sangre desde la cabeza -de allí su gorra de paracaidista- hasta que empujó a los suyos a que se mancharan las manos de sangre, por cuenta de él. Al rompe me llegan tres fechas: el 27 de febrero de 1989, el 4 de febrero de 1992, y el 11 de abril de 2002, momento de la Masacre de Miraflores. Algunos analistas lúcidos, como Carlos Blanco, dicen bien sobre la trampa lingüística que envuelve la repetida denuncia presidencial de intentos de magnicidio en su contra, para, al hilo con el debate sobre el asunto, procurarse el señalamiento de sus instigadores- que nunca descubre la policía- o inducir la estigmatizació n de aquéllos que más le han confrontado desde las arenas opositoras y así desarraigarlos del corazón del pueblo venezolano. El tema, es verdad, está gastado y ya causa hilaridad, que no fuese porque tras del mismo también opera una suerte de desviación psicológica en la presunta víctima, que la torna cada día que pasa socialmente peligrosa. En 1998 comenzó el aludido con su cantaleta al respecto. Siendo candidato denunció una conjura que fraguaban sus compañeros de armas, quienes -a su juicio- querían verlo muerto antes de las elecciones. Pero era el mismo Gobierno quien lo cuidaba, a pedido de él. Y cuando, a quien esto escribe, se le ocurrió hacerlo público, Chávez irritado -descubierto en su fantasía- le devolvió al Gobierno los escoltas que se ocupaban de sus espaldas. Pero el tema, repito, manoseado como táctica de lucha, toma, ahora sí, ribetes preocupantes. La razón de ser de Chávez y el demonio al que sirve con pasión desde hace una década no es otra que él mismo, al creerse y haber asumido ser la encarnación viva del pueblo. Creyó encarnar a Bolívar cuando apenas comenzaba esta historia de tragedias, pero, esta vez, no es el Padre de la Patria quien ocupa la silla vacía que mantiene Chávez a su lado y en la que mora un espíritu que velaría cotidianamente por su suerte. De modo que, cuando se sirve a sí mismo y usa en su provecho de los recursos del Estado, es un convencido, a pie juntillas, de que le sirve al propio pueblo y en beneficio de éste procede al beneficiarse él, a su vez, del Gobierno. Observemos que el argumento para no acudir a la Cumbre de El Salvador no dice, meramente, sobre la posibilidad de un magnicidio. Va más allá. "Hay momentos en la vida de los pueblos -declara el personaje desde Maracaibo- en los cuales la vida o la muerte de un ser humano incide o puede incidir poderosamente en el destino, en el rumbo de una sociedad. Yo sé que mi vida es la vida del pueblo y la muerte es la muerte del pueblo", concluye. Así las cosas, se explica bien la rabieta presidencial contra Rafael Poleo, por anatematizar. Sugerir que aquél terminará como Mussolini o el mismo Robespierre, padre de otra revolución, equivale tanto como a decir que Chávez se suicidará. Poleo, pues, provoca con su discurso una disociación violenta en el discurso mental de la víctima presunta, sacándolo de sus cabales. Lo cierto, empero, es que en los momentos de vuelta en sí, de lo que sí es consciente el presidente Chávez es del destino fatal que le anuncia Rosales. De modo que, para frenarlo en seco, en el mismo sitio desde donde dice ser el pueblo encarnado -a la manera de un Mesías- afirma tajante "yo estoy decidido a meter preso a Manuel Rosales". De modo que, superado el desvarío de su condición y por no tener Venezuela -quizás lo olvida Chávez- tradición arraigada de magnicidios -cosa distinta es que tenga, figuradamente, espíritu cainita en el quehacer político - la realidad de éstos nunca llegará. Pero sabe bien éste que la certidumbre de la cárcel está a la vuelta de la esquina. Basta con trazar una línea imaginaria o hacer de los hilos una madeja, hasta el punto de que vayan arrastrando y juntando las cuentas que ha dejado en su tránsito gubernamental este hijo de Barinas, para entender el porqué de su susto e irascibilidad extremos. Allí están, mostrando interconexiones sutiles que de cristalizar serían igualmente desdorosas para la vida venezolana, varios casos emblemáticos: el 11 de abril, Anderson, Del Nogal, Raúl Reyes, Jorge 40, Antonini. Todos a uno hablan de una estructura delictiva multinacional que usó como excusa a los pobres y a la revolución. Todos a uno sugieren una trama que pasa por la frontera y anuda con el lavado de dólares, como los que llegaran hasta el puerto de Buenos Aires. Todos evocan la triste experiencia de General Noriega.
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