La anciana campesina caminaba lentamente cargando con dificultad un atado de leña para alimentar una hoguera en al que cocinaba. Un joven juez que en su tiempo libre paseaba por el campo se encontró con ella y conmovido por la edad y la condiciones en las que vivía la humilde mujer, decidió buscar la manera de ayudarla. El rancho de la anciana era un pedazo de techo caído sobre una pared, formando un espacio triangular dentro del cual ella vivía. La señora hablaba en forma alegre y determinada, le contó al juez que comía de lo que crecía en la granja, que tenía algunas gallinas y una vaca que le producían lo indispensable. No había tonos de queja ni de carencia en la conversación de la anciana, todo lo contrario, sus palabras estaban plenas de gratitud y esperanza. Después de haber conversado un buen rato, el juez le preguntó a la campesina: -Disculpe señora, ¿hay alguna forma en la que la pueda ayudar? ¿Tal vez ropa, o medicinas? Si en algo puedo colaborarle solo dígame y con gusto haré lo que pueda. La anciana guardó silencio por un momento, y finalmente respondió: -Muchas gracias, en realidad no necesito nada para mí, pero sí para el viejito. -¿El viejito?-, preguntó el juez. -Sí -continuó la señora-, está muy enfermo, está adentro en la casa, ya no se puede ni parar, tiene muchos dolores, me toca hacerle todo porque el pobre no puede ni moverse. -¿Y qué tiene su esposo?- replicó el juez, sorprendido. -No es mi esposo -respondió la anciana-, es un viejito que encontré desamparado y ¿Cómo lo iba a dejar solito? Por eso desde hace como dos años que lo estoy cuidando.
Nadie es tan pobre que no pueda dar
Nadie es tan rico que no necesite recibir
Esta historia la cuenta el mismo juez quien conoció a la anciana en 1997 en Ubate, provincia cercana a Bogotá.
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