viernes, 24 de octubre de 2008


Por: Vinicio Guerrero - mendezvinguerrero@hotmail.com - De cierto os digo, que “dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que esta mujer ha hecho, en memoria suya - (Marcos 14:9) - Siempre me ha fascinado María de Magdala. Quise escribir sobre ella debido a la admiración que siento por esta mujer. Presento mil disculpas que por cuestión de espacio, solo me permitiré esbozar la primera de sus grandezas. Su nombre e historia han dejado huellas. Por su espléndida hermosura, su cabellera famosa, sus riquezas y… sus escándalos. Casada con un doctor de la Ley, hubo de sufrir sus celos rabiosos, la encerraba en casa cuando se ausentaba. Altiva e impetuosa, sacudió todo yugo; se rebeló contra esta tiranía y se fugó con un oficial de las tropas del César, estableciéndose en Magdala. Siete espíritus inmundos habían entrado en ella, quien les abrió su corazón y sus sentidos. La dominaban, la tiranizaban; sólo vivía para ellos; para la envidia, el rencor y el placer; llenando así las cercanías del Lago con sus desórdenes. María, en la soledad de las horas vacías que siguen siempre a las horas de placer, debió considerar la tristeza de su vida de pecado. El ocaso de la belleza, la vanidad de un cuerpo que terminaría pasto de los gusanos, la miseria de los paños de seda, de las joyas, de los ungüentos. En esta soledad interior llegaron hasta ella los primeros ecos de la buena nueva. Allí, sin duda, oyó hablar del profeta que prometía la felicidad al que sufre y es despreciado y blanco de ultrajes y de insultos. Las luces alegres del sermón de la Montana y de las parábolas del Lago que decían: "Bienaventurados los limpios de corazón... Llamad y se os abrirá; buscad y encontraréis. ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le daría una piedra?" Estas palabras despertaron en ella una energía sobrenatural, se sintió libre, fuerte, capaz de vivir siempre en humildad de corazón, de regenerarse. Y, buscó a Jesús, el único que no la había de rechazar. Entre las tradiciones hebreas el lavado de los pies y besar la mejilla a los invitados formaba parte de los deberes de la hospitalidad. Cierto día Simón -un representante del fariseísmo-, preparó un banquete, invitando a sus amigos, entre ellos a Jesús, a quien estimaba secretamente, más el orgullo farisaico le impedía cumplir ese sagrado deber. ¡De repente! una mujer aparece en la puerta, se acerca al Señor y se arrodilla delante de Él. Tímida y audaz, indiferente a la lluvia de miradas que la acribillan, pero con un gesto de infinito respeto, rompe el frasco de alabastro que lleva apretado contra el pecho, y derrama los perfumes sobre los pies de Jesús. Todos los comensales se llenan de admiración y toda la casa se llena del olor del perfume. Con amor y delicadeza, rocía los pies portadores de la paz; hasta que la ola de ternura que le aprieta el corazón, rompe en llanto. La congoja le impide hablar, pero llora; llora en silencio, manifestando, como puede, su humildad, su gratitud, su arrepentimiento. Los pies del Nazareno están humedecidos de llanto y de nardo; la pobre mujer no sabe cómo enjugarlos; pero tiene su cabellera fina y suave. Lentamente, amorosamente, las va pasando por los pies virginales de Jesús, y los cubre de besos. Le buscó con un amor impetuoso, con una voluntad resuelta de romper con su pasado. Y llega transformada, iluminada por la gracia, purificada por la llama de la caridad. Había pecado mucho, y por eso amaba mucho al que la llamó, la salvó, la convirtió, y la perdonó. Sus lágrimas, sus perfumes, su silencio y sus besos, no son más que la expresión humilde de su amor agradecido. Todo había cambiado en ella. Afectuosamente, Imperfecto.

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