martes, 4 de agosto de 2009

¡Hasta el cogote!


Por: Pedro Lastra - Tiene el mayor imperio mediático jamás construido en Venezuela. Tantas emisoras y canales de televisión como jamás empresario o político alguno. Le acompaña una verborrea digna de un campeonato interplanetario de deslenguados. Ha hablado como jamás nunca antes un dirigente político venezolano o mundial. Superó a Hitler, a Stalin, a Fidel Castro, a Mao, a Pinochet y a Sadam Hussein en la hegemonía del éter. Ha pasado infinito más tiempo frente a las cámaras que frente a sus ministros, en su despacho, ocupándose de un país que le importa un pepino, ocupado como ha estado por esculpirse la marmóea estatua al caudillo desconocido del siglo XXI, volando en su alfombra mágica de ochenta millones de dólares de un confín al otro del planeta. Repartiendo maletines con millones y millones de dólares para comprar adeptos. Ha tenido todos los medios del país avasallados a sus pies. Contó desde el 4 de febrero de 1992 con la entrega impúdica y descarada de Alfredo Peña, de Venevisión y los Cisneros, del gremio de comunicadores en masa, desde Kiko y Ana María, hasta la Poleo, Mingo, Napoleón Bravo, Laura Sánchez y un larguísimo etcétera de fablistanes, que lo endiosaron hasta alfombrarle de rosas rojas el camino a Miraflores. Nunca político alguno tuvo más, mejores y más devotos comunicadores dispuestos a respaldarlo con una pasión rayana en la babosería. Dispuso de editoriales, reportajes, portadas, cadenas televisivas y el consentimiento de todas las emisoras, todos los canales, todos los medios impresos del país durante todos los años necesarios para asentar un gobierno absolutista y montar la mayor concentración de Poder jamás conocido en América Latina, con la excepción de la Cuba castrista. Surfeó sobre la cresta de la ola de exitosas telenovelas escritas en su honor que arrasaron con el rating. Fue el disfraz más codiciado de los niños de las barriadas populares en todos los carnavales de la aldeana miseria nacional. Ha sido el rey de las ondas hertzianas, el campeón de los tubos catódicos, el monarca de la palabra impresa y la imagen fotográfica. Ha disfrutado de portadas en los periódicos y magazines más populares del planeta. Ha sido declarado el hombre del año por los capos mundiales de la comunicación. Le han sido dedicadas tantas caricaturas como a Clinton o a George Bush, a Fidel Castro o a Ceaocescu. Superó en popularidad a Bin Laden y a Sadam Hussein, al Ché Guevara y a Michael Jackson, a Salvador Allende y a Juan Domingo Perón. Un fenómeno. Durante los primeros años de su gobierno no necesitaba encadenarse: camarógrafos y reporteros lo seguían dondequiera se presentara, asediado por un enjambre de micrófonos, por una multitud de periodistas, por locutores, operadores, camarógrafos y reporteros. Fue el hombre más popular que ha conocido el país en doscientos años de historia. Guardando las debidas distancias, tanto o más de lo que es Obama hoy por hoy en los Estados Unidos. ¿Entonces? Lo inevitable. Se hundió en su inmundicia, en su prepotencia, en su telúrica incapacidad de gobierno, en su ignorancia homérica, en sus pies de barro. Detrás del Golem de don Luis Miquilena no había más que un vendaval de palabras, una catarata de adjetivos, una diarrea de pre conceptos y lugares comunes. Suficientes para seducir al planeta, pero absolutamente ineficientes para construir un modesto hospital o una pequeña carretera. Un pobre teniente coronel animado por una ambición digna de Macbeth, si Macbeth hubiera nacido en Sabaneta y se hubiera sentido animado por un pobre país en decadencia. Respaldado por la fortuna de los mercenarios y un océano de petróleo, por una camarilla de espalderos ignaros, brutales, zafios y analfabetas y por un establecimiento político sumido en profunda catalepsia. En la circunstancia, a los medios no les quedó más remedio que optar por dos caminos: o resignarse a la mediocridad de su gobierno y a los monstruosos desafueros de su corruptocracia, guardando silencio ante cientos de miles de crímenes escandalosos, o a respetar la propia dignidad del oficio periodístico y dar cuenta del abismo que se iba abriendo entre el bocón de Miraflores y el sentimiento popular. Vino el divorcio. Cisneros optó por el bajísimo perfil. Croes miró de soslayo. Granier sacó la espada. Peña salió huyendo. Se murieron algunos y algunas, otros desaparecieron, los de más allá se eclipsaron, un buen montón saltó la talanquera y los más tuvieron que cumplir con la obligación de contar la verdadera, lamentable, patética y triste historia del desalmado de Sabaneta. Se murió el amor, se acabó la seducción y la venda de la palabrería cayó de los ojos de propietarios de radios, directores de medios, comentaristas de televisión y columnistas de opinión. Un terremoto de 9 grados en la escala de Richter. Chávez comenzó a irse en mierda. Y está, naturalmente, cagado hasta el cogote. Teme por los americanos en Colombia, por los trabajadores de Guayana, por las mujeres de Maracaibo, por los estudiantes de Falcón, por los gobernadores y alcaldes de la oposición, por Antonio Ledezma, por Ledezma Antonio y otra vez por Antonio Ledezma. Le siguen los fantasmas de Puente Llaguno y los espíritus de ciento cincuenta mil asesinados, como a Macbeth. Sufre de insomnio. Fuma como chino en velorio. Pide brebajes de emergencia que lo saquen del foso a los paleros de Fidel Castro. Reclama sahumerios, huesitos de Bolívar, sacrificios y mortajas. Le teme a su sombra. Ha alcanzado el terrorífico estadio de la soledad de los mandatarios condenados a muerte. No cree en Diosdado, sabe de las intrigas y las traiciones de José Vicente, desprecia a Barreto y a Pedro Carreño, mira en torno suyo y no ve sitio donde posar su espada que no sea la imagen de la muerte. Quevedo. Por eso, cuando ve multiplicada la imagen de su desastre en cientos de radioemisoras y miles de programas, cuando sabe que la pobre infeliz llamada Helena Salcedo y la más infortunada aún llamada Maripili Hernández nada pueden contra el descomunal poder del volcán que multiplica sus erupciones, acallar la silenciosa algarabía de ciento cincuenta mil cadáveres debidos a su infinita y estúpida maldad no se le ocurre nada mejor que quebrar los espejos, cerrar los micrófonos, chorearse las señales. Cree, el pobre hombre, que secuestrando doscientos cuarenta emisoras apaga los volcanes y que golpeando a sus propietarios acalla la voz de los trabajadores en huelga. Está cagado. Hasta el cogote. Cuidado con él, que herido de muerte por sus propias incurias, comenzará a dar manotazos de ahogado y patadas de náufrago. Le espera el cadalso. Y lo sabe. Que llame a su abuelita. Le hará falta.

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