Por: Alberto Rodríguez Barrera - Si bien “el porteñazo” del 2 de junio de 1962 dejó la trágica muerte de 100 venezolanos, seguía la tarea de construir una Venezuela enmarcada dentro de una Constitución y de unas leyes que ofrecieran asideros y fórmulas para erradicar del país el peligro de una conspiración que atentara contra las bases mismas de la nacionalidad. El extremismo pretendía sustituir nuestras libres instituciones por un régimen totalitario que aboliera la propiedad privada, que hiciera de las Fuerzas Armadas algo diferente a una organización regular y que convirtiera nuestra independencia como nación en un satélite comunista que buscaba impedir que pensáramos como hombres libres y nos transformara en autómatas, de forma antivenezolana y extranjerizante. En la Presidencia de la República no se perdían los hilos del pasado que definían nuestra trama histórica, había conciencia de que las obras de los hombres, unas u otras, quedaban como testimonio del esfuerzo común de los venezolanos por la construcción de la patria, que no es “artificial creación humana” sino producto de la historia en la sucesiva labor de generaciones ligadas por un común destino. Rómulo Betancourt resumía su visión histórica de la siguiente manera*: Demarcaciones administrativas del último cuarto del siglo 18 fueron eliminadas y de la unión de las mismas surgió una entidad política más amplia: la Capitanía General de Venezuela. Tenía la nueva entidad provincial una viril tradición, cuyas más firmes expresiones estaban unidas a los recuerdos de las rebeliones de Andresote y de Juan Francisco de León. Después surgían las rebeliones de Chirinos y Pirela, la conspiración de Gual y España, la de 1808 y las expediciones de Miranda. Finalmente, a partir del 19 de abril de 1810, las gentes de esta tierra configuraron los rasgos definitivos de la patria, herencia común, esfuerzo de todos. La conciencia nacional no les llegó a nuestros antepasados como regalo divino. La conformaron lentamente en el estudio, en la meditación, en la contrastación de las condiciones de la vida colonial. De ahí las agrias polémicas que se sostuvieron en aquellos días aurorales con el propósito de darle a la patria que nacía una filosofía política. Frente a los ideólogos, deslumbrados con las teorías políticas de los enciclopedistas o de sus voceros en la Asamblea Nacional francesa, la obra macerada, menos espectacular, de cuantos más realistas buscaban para las nuevas instituciones, las instituciones democráticas, fórmulas duraderas que aseguraran su permanencia. Bolívar, en Cartagena, señaló los defectos de esta etapa inicial y los problemas que suscitaría a lo largo del tiempo. El fracaso institucional de 1812 abrió el abismo sangriento de la guerra magna. El país se convirtió en campamento. Multitudes se trasladaban de una región a otra por las exigencias de las operaciones militares. Los campos estaban desolados. El comercio estaba paralizado. Al final de la guerra, Venezuela solamente poseía la gloria de las campañas increíbles y los laureles conquistados por sus hijos en Boyacá, Bomboná, Pichincha, Junín, Ayacucho, el Alto Perú. Después de la victoria, cuando llegó la hora del hacer, nos quedamos en las polémicas infructuosas. El hombre venezolano quería entregarse a la búsqueda de sí mismo. Los soldados intentaron colgar las viejas espadas gloriosas. Buscaban todos afanosamente darle un sentido institucional a la vida republicana que se iniciaba. Se engallaron, no obstante, las pasiones. Tras los ambiciosos surgieron los gritos airados de las montoneras. Los ideólogos trasnochados, los hombres de armas ambiciosos, pretendieron desconocer el imperio de la ley, los resultados comiciales. Fue, entonces, la hora de Vargas. Vino, luego, la de Monagas. Alrededor de esos polos ha girado fatídicamente nuestra historia, envuelta en las tremendas dificultades de esa desarticulació n estructural que ha presidido el desarrollo de nuestra economía desde los días coloniales. Tal dislocación fue el motor que condujo al dramático período de la guerra federal y envileció las llamaradas de las subsecuentes contiendas civiles. Carecíamos de tradición cívica legal y todo lo fiamos en aquella época a la fortuna de los caudillos y a las ruinosas empresas de las contiendas intestinas. Advino, entonces, un lento proceso de sedimentación popular que va de 1908 a 1936. Nuestro pueblo fue analizando, a veces subconscientemente, su propio discurrir. Tendencias políticas, filosóficas y económicas nuevas penetraron todos los sectores sociales. Esto conllevó a una reestructuració n de las fuerzas sociales y a nuevos programas políticos que contemplasen la realidad nacional. En primer lugar, surgió el hecho incontrastable de que sin excluir a ningún venezolano, todos éramos arquitectos en la tarea de construir la patria a la medida de nuestras fuerzas dentro de un sistema de derecho. En segundo lugar, se llegó a la conclusión de que solamente dentro de una organización democrática podíamos afianzar las bases de nuestro desarrollo nacional. Empatábamos así nuestro propósito con el ideal de los creadores de la nacionalidad. Ya la Primera República se había enfrentado con gentes que, como Coto Paúl, no aceptaban limitaciones al desarrollo de las tareas que exigía la hora. Si el anhelo popular no toleraba los pausados procesos que preconizaban los sociólogos de laboratorio, tampoco podía ser aceptado el apresuramiento como norma. El sistema democrático exige, como ningún otro, la educación popular y ésta no se alcanza sino mediante la metódica y penosa aplicación de programas cabalmente estructurados. La democracia es, en lo esencial, un asunto pedagógico; un lento proceso educativo que permite a las mayorías intervenir directamente en la vida colectiva. Es el proceso que facilita la transformació n del hombre en un miembro socialmente útil a la comunidad. Para lograr este anhelo y alcanzar esta meta, debemos darle al sistema democrático aquellas condiciones que no pudieron arbitrar los Padres de la Patria en la solemne hora de 1811: firmeza y seguridad institucionales. La lucidez del Libertador condensó en una frase lapidaria esta fórmula: “Sin estabilidad todo principio político se corrompe y termina por destruirse”. La gente que vive frente al último minuto, olvidada totalmente de la historia, no analiza la tremenda responsabilidad que se adquiere al pretender saltar etapas. Para lograr la estabilidad apetecida por todos los venezolanos debemos pensar en las condiciones básicas que aseguran la permanencia democrática: solidaridad y justo equilibrio social. Para asegurar la estabilidad es requisito indispensable al sistema democrático fortaleza y energía. Para algunos, democracia es agobierno, régimen inerte e inerme, cruzado de brazos, esperando como hecho inexorable que arrase con ella el hombre providencial o la montonera ahora disfrazada de grupos totalitarios. En realidad, lo fundamental es la firmeza institucional. La solidez del proceso democrático está en esa armonía institucional que garantiza a los ciudadanos libertad política y eficacia administrativa, fundamentos de la estabilidad, porque estas condiciones contribuyen a robustecer la estructura toda del gobierno popular. Ya el Libertador, en forma axiomática, formuló lo esencial de esta concepción: “El mayor vicio de un gobierno es la debilidad”. Al repasar nuestra historia sentimos una íntima satisfacción, decía Rómulo, porque en medio de los innumerables inconvenientes por los que se atravesaban en 1962, los venezolanos podían observar un cambio fundamental en nuestro proceso histórico. Un cambio decisivo. Frente a los fugaces ensayos del pasado surgía ante nosotros el hecho de que por primera vez un hombre elevado por el voto popular al ejercicio de la más alta magistratura de la República presidía durante cuatro años sucesivos la fecha inicial de nuestra declaración de independencia y soberanía. Esto era ya un índice en nuestro discurrir. Sin temores de ningún género, todos podíamos ahora enfrentarnos a las dificultades e interrogantes que ofrecía nuestro porvenir. La firmeza institucional de la República permitía ahora augurar mejores horas para todos los venezolanos, las cuales advendrían en la medida en que mantuviémos una tónica de quehacer cotidiano, en la actividad pública y en la privada; “y una actitud de vigilia y alerta para preservar y defender el estilo de vida libre y democrático que nos hemos dado, en ejercicio de propio y soberano albedrío”.
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