Por: Felipe Cantos - Escritor - mb10308@telenet. be - Tengo como norma evitar escribir textos, o emitir opiniones sobre asuntos o temas de los que apenas tenga conocimiento. Creo, por respeto a uno mismo, que es mejor dejar el espacio a quienes puedan aportar, por sus conocimientos y experiencias, un máximo de claridad. Ello, pese a que en ocasiones, aunque de manera indirecta, pueda disponer de los mínimos parámetros que permiten juzgar una situación de manera razonable, para obtener una conclusión muy cercana a la realidad vivida por los denunciantes de una injusticia. Durante mucho tiempo, tanto como para terminar conociendo bien el “talante” que destilan los actuales líderes populistas de unas izquierdas iberoamericanas, conscientemente perdidos en sus locas miserias, incluida la propia España, he preferido mantenerme como mero espectador de cualquier otro punto de atención que no fuera esta última. Pero he de confesar que cada vez me resulta más difícil abstraerme, ni tan siquiera por la facilidad que permite la distancia, de determinadas situaciones que requieren una permanente denuncia. Hace algunos meses, más concretamente en septiembre del año 2007, motivado por la implantación en España de la asignatura ¿académica? Educación para la ciudadanía, redacté un texto, publicado en este mismo espacio, con la pretensión de denunciar la aberrante asignatura; a la vez que, enterado del aterrador proyecto del ínclito Chávez, en Venezuela, que pretendía, ignoro si lo ha conseguido, mantener bajo la tutela del estado a todos los jóvenes menores de 20 años. Mi intención, naturalmente, fue llamar la atención de la opinión pública, en la medida de mis posibilidades. Creo que esa fue una de las escasas ocasiones en que me acerqué a un asunto alejado de lo que habitualmente soy capaz de analizar. Doctores tiene la iglesia, decía el clásico. Sin embargo, de nuevo, motivado por excesos de políticos que, sin que nadie se lo demande, salvo sus incondicionales en el medrar a costa del ciudadano, pretenden “salvar nuestro futuro”, me siento en la obligación de esgrimir mi pluma con el único objetivo de ponerme al lado de esa Venezuela, que tanto me recuerda a mi querida isla de La Palma – en ella nació una de mis hijas – que lucha por normalizar una situación política que el Comandante Chávez, con sus desquiciados sueños de grandeza, ha desvirtuado de manera inmoral. Entre sus últimas pretensiones, la de cambiar las reglas del juego para mantenerse de por vida en el poder, rayan en la locura. Nadie está legitimado, aún menos nuestro ínclito personaje – baste recordar su historial de dictadura y violencia - para ambicionar semejante aberración. Ni tan siquiera en el caso de que exista una desorientada mayoría que lo demandara. En democracia la alternancia es primordial. Como decía Lord Acton: El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los “grandes” hombres son casi siempre malas personas. El entrecomillado es mío. De manera que si “nuestro comandante” tuviera un mínimo de dignidad, que por sus actos lo dudo, debería ser el primero en replantearse seriamente su continuidad. Aunque soy consciente de que eso es lo mismo que pedirle peras al olmo. Históricamente son demasiados los actos que provocan una total desconfianza sobre este personaje, difícil de superar. Aunque en una amplia escala de sus valores, basta citar algunos de las últimos, como lamentable ejemplo de lo que no debería ser jamás un dirigente político: mirar hacia otro lado cuando se están produciendo ataques a las sinagogas judías, mientras presume de su sólida alianza con Irán; ordenar la inmediata expulsión del territorio venezolano, del eurodiputado español Luis Herrero, en una clara confirmación de un talante dictatorial que no tolera opinión contraria alguna, o conseguir con toda clase de artimañas el beneplácito de una mayoría minoritaria para perpetuarse en el poder. Ello, ilustra de manera perfecta el comportamiento de este personaje, mitad de opereta mitad de terror, pero tremendamente peligroso para Venezuela, y no menos para el resto del mundo. Sé que será difícil, pero desde la humildad de estas solidarias líneas animo a todos los venezolanos de bien, que traten de no bajar la guardia, aceptando los hechos como consumados. Es tópico, si. Pero la esperanza es lo último que se debe perder. O mejor, quizás, no perderla jamás. De otro modo, la vida tendría poco sentido.
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