Por: Tomás Cuesta - Es muy posible que, en otras circunstancias, la manifestación de ayer contra la sanguinaria anomalía que martiriza a Cuba desde hace cincuenta años hubiese resultado más nutrida en términos contables. No era preciso, sin embargo. En la Puerta del Sol se concentró la libertad que ni sabe de números ni se recrea en cálculos. La libertad de los que no se rinden, de los que no se amoldan, de los que no se callan. De aquellos que no tragan con un destino impuesto a través del terror y los tiros de gracia y exigen escribir el porvenir sin tener que tragarse las palabras. La libertad, en fin, en cuerpo y alma. Que no nos vengan, pues, con cuentos y con cuentas quienes, en aras de un interés espurio, ejercen de usureros de la democracia. Quienes no dicen ni mu el día en que las víctimas se echan a la calle pero se dan el pico, muá, con el tirano. En todo caso, a los mudos de rigor -de rigor mortis, claro- no se les esperaba y nadie les echó en falta. Si acaso faltó el señor Rajoy, que, al parecer, ha decidido estar a la que falta. Bien es verdad que ayer hizo un tiempo de perros y que la meteorología, tan veleta y tan atrabiliaria, esta vez iba a pachas con Pérez Rubalcaba. A cambio, la nevisca nos compensó con la presencia de las Damas de Blanco. Medio siglo después de aquella nochevieja de Valpurgis que abismó en las tinieblas al pueblo cubano, sería muy ingenuo sostener que se derrite el plomo, que el horizonte se despeja, que se vislumbra el alba. Muy ingenuo o muy falsario. Mientras Castro agoniza en su cubil con una parsimonia despiadada, el castrismo, por contra, se consolida paso a paso. Esa siniestra enfermedad moral que ha sembrado la isla de zombis y cadáveres nunca ha estado tan cerca de perpetuarse. El perro morirá cuando llegue su hora, pero su desaparición no contendrá la rabia. Raúl es un experto matarife, un sicario obediente, un deshecho de tienta en los anales de la infamia. Es un pigmeo criminal, un actor secundario diluido en la gigantesca dimensión del drama. Raúl es sólo un ítem en el siniestro testamento de su hermano. Pero el auténtico heredero de Fidel, el encargado de culminar la pesadilla que comenzó hace cinco décadas y aún sigue desvelándonos, es, sin duda alguna, Chávez. Hugo Chávez. En «El poder y el delirio», un libro luminoso que acaba de publicar Enrique Krauze, se describe con absoluta precisión el mecanismo a través del cual el Lenin caribeño terminará reencarnándose en una versión bolivariana del padrecito Stalin. El precio del apaño no es ningún secreto -100.000 barriles de petróleo mensuales- y la contrapartida también es meridiana: investir al caudillo petrolero de una aureola de legitimidad histórica que sólo La Revolución puede otorgarle. El socialismo del siglo XXI que el autócrata electo pretende construir a golpe de agitación en crudo, ideología al portador y propaganda refinada, ya ha empezado a dar frutos en Bolivia, en Ecuador, en Nicaragua. Que continúe progresando está subordinado al capricho de Putin y a la determinación de Obama. De cómo cada cual mueva sus fichas y de hasta dónde estén dispuestos a implicarse dependerá el futuro de las sociedades libres en un subcontinente cosido a puñaladas. «Chávez -advierte Jorge Quiroga a Krauze- es un genio del mal que se disfraza de payaso. Con un estilo deliberadamente burdo, rocambolesco y, valga la expresión, «cantinfleado» , se ha hecho el depositario de las reservas mitológicas que confluyen en la revolución cubana. El programa de cooperación bilateral que han establecido Caracas y La Habana es cuatro veces superior al que mantienen los israelíes con los norteamericanos. ¿Qué gana el caudillo petrolero? En el plano simbólico, todo. En el material, nada». Traslademos la suculenta reflexión al ámbito de España y la pregunta del millón queda en el aire: ¿Qué gana Zapatero cantinfleando con Raúl y exonerando a Chávez? ¿Qué beneficio saca halagando a los bárbaros? La civilización estaba en Sol, hacía frío, el cielo celebraba a las Damas de Blanco.
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