domingo, 1 de febrero de 2009

Calesita


Por: Eugenio Montoro - montoroe@yahoo.es - La vida es un enorme río que nos lleva. Nacemos sin que nadie nos pregunte si queremos hacerlo. Crecemos y vivimos en unos espacios sociales establecidos, bastante estructurados y luego morimos. Llevamos repitiendo esto por miles de años y aunque hay cambios de forma, la troica del nace, vive y muere es implacable. Nuestro primer período de vida se dedica a recibir información. Normalmente a absorber creencias y modales de nuestro entorno y también, si es el caso, a recibir educación escolar lo que implica un horario, materias y tareas, que se repetirá durante todo el tiempo en que estemos “estudiando”. El siguiente período, si bien nunca se dejamos de aprender, tiene su énfasis en el hacer. Conseguimos un trabajo o montamos un negocio, nos casamos o nos arrejuntamos, tenemos un hijo, un carro, una moto, empezamos a ver como hacemos para tener una vivienda y, así, en diferentes escalas y posibilidades, vamos construyendo. Cada paso significa el cumplimiento de un orden o una obligación y de pronto tenemos juntos el pago del carro, el apartamento, la luz, el colegio, el regalo para el cumpleaños de mamá y una lista de deberes que cumplir y un dinero que no alcanza. Nuestro último período puede ser un chiste. Aquél viejo judío muriendo en su cama pregunta ¿Sara donde estás?. Aquí estoy esposo mío. ¿David donde estás?. Aquí estoy padre mío. Y entonces ¿quién coño está cuidando el negocio?. Muchos terminan así su vida llevados por la tormenta del hacer. Pero por otro lado existe una marcada coincidencia entre los pensadores cuando llegan a edades avanzadas. Muchos de ellos hasta nos han dejado sus escritos y todos poseen el mismo aroma. Todos hubiesen preferido vivir con menos rigidez y con menos estructuras. Jorge Luís Borges escribió, a sus 85 años, una sencilla página que conmovió a todos. Algunos trozos decían así: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores, no trataría de ser tan perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad”. “Comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios”. “Daría más vueltas en calesita (el carrusel de caballitos), contemplaría más amaneceres y jugaría con más niños”. Pareciera que los humanos descubrimos con el paso del tiempo que deberíamos haber vivido con más soltura y alegría. No sería entonces de extrañar que como colectivo lo busquemos también. Hay ejemplos visibles. En las relaciones padre hijo de hace un siglo dominaba el temor. Hoy se fundan en la amistad. Las antiguas relaciones de pareja eran de dependencia. Hoy son de acuerdo. Nos gusta el rompimiento de esquemas y, aunque al principio da miedo, luego se establecen como algo mejor. Los “hippies” son un buen ejemplo. Unos locos melenudos come flor hicieron cambiar la rigidez social de su tiempo y hasta la soltura en nuestro actual vestir es su mérito. Hace muy pocos años los negros eran despreciados en Estados Unidos y hoy uno es el Presidente. Evolucionar hacia lo abierto y lo flexible son claros Nortes. El actual régimen que gobierna Venezuela va a contrapelo con estas tendencias. Mucho le gusta la centralización y el control lo que es sinónimo de rancia rigidez y la flexibilidad ya quedó perfectamente demostrada y asfixiada en una enorme nube de “gas del bueno”. Pero nadie puede detener la presión de la evolución social. Chávez es solo una inútil y pequeña represa que no tiene otro camino que la fractura.

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