martes, 7 de octubre de 2008

Pañales revolucionarios


Por: Eugenio Montoro - montoroe@yahoo.es - En la Edad Media no existía tal cosa como sicólogos y psiquiatras. Al que le daba por portarse raro, salir desnudo a la calle, comerse los mocos o cualquier otra extravagancia se le acusaba de estar poseído por el demonio y era quemado en la plaza. Así las cosas, es posible que esa época sea en la que hemos gozado de mejor salud mental colectiva pues loco que salía loco que desaparecía. Pero como todo cambia, resulta que un pocotón de tipos sin oficio empezaron a investigar sobre la mente, sobre como funciona, sobre sus desvaríos y sobre como corregir las vainas raras del comportamiento y las angustias. En la cúspide de estos vagos apareció un tal Freud que inventó que cada quién tiene un inconsciente y que cuando uno se vuelve loco no es uno sino el otro bicho el culpable. Por ello la hoguera fué cambiada por una poltrona para conversar con el oculto inconsciente y averiguar que le pasa. De acuerdo a estas teorías, cada quién desarrolla una mente infantil que es modulada por su entorno de padres o figuras de autoridad. De la fusión de estos dos, el infante y el padre, aparece en la mayoría de los casos la personalidad del adulto. Los adultos se reconocen fácilmente por su capacidad de aceptar las dificultades de la vida, buscar soluciones a los problemas entendiendo a la otra parte y por su poca necesidad de reconocimiento externo. Por el contrario, una de las enfermedades mentales típicas resulta cuando la persona no fué capaz (usualmente por algún trauma temprano, sea abandono, maltrato, violación, etc.) de evolucionar hacia la personalidad adulta y se paralizó, por miedo, en las facetas que ya conocía: la infantil y la del padre. Esa persona podrá tener muchos años, pero su personalidad seguirá reproduciendo las actuaciones infantiles, cambiantes entre la extrema alegría y la extrema tristeza, con marcada necesidad de aprobación exterior y con la imitación del padre que regaña a los “niños” que le rodean si se portan mal. El presidente Chávez encaja perfecto en una personalidad que no evolucionó al adulto, sino que se quedó en los extremos del infante y del padre. Esto no quiere decir que sea loco ni bruto, solo explica el porqué actúa como lo hace. Si alguien tiene la paciencia de escuchar alguna larga intervención de Chávez, le serán claras varias facetas. La más evidente es su gran sensibilidad a la crítica. “Por allá andan diciendo……”. “Los golpista de Globovisión me acusan de…….”. Esta reacción de galletita de soda frente a las críticas es propia de los niños. El otro repetido asunto, también de infantes, es que en “la película” hay buenos y malos. Los buenos son los que me acarician, me alaban, me dicen lo listísimo que soy y los malos son los que me dicen cosas feas. La personalidad no resuelta de Chávez, reproduce los correazos que recibió de chamo. Sus gritonas amenazas contra quien sea, son la imitación de ese padre que sigue aplastando al adulto que, tristemente, ya nunca podrá ser. Frente a un trastornado con poder vale la pregunta de que hacer. La respuesta es fácil. Hay que actuar como adultos. Si él grita, se le contesta serenamente. Si él amenaza, se le razona. Si él sigue con lo de revolucionarios y escuálidos, se le contesta que Venezuela es una. Si él usa palabras groseras, se le ignora. Es triste llegar a la conclusión de que nuestro país está gobernado por un niño, casi de pañales. No sería de extrañar que si se ve amenazado en las elecciones de Noviembre reafirme su intolerancia infantil e invente una pataleta para suspenderlas. Ojalá y lo haga. Nos ahorraría cuatro años.

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