miércoles, 13 de mayo de 2009

La indiferencia


De: Ramiro Calle - "Las zonas oscuras de tu mente" - Así como el desprendimiento saludable, el desasimiento sano y el verdadero desapego son signos de equilibrio mental y emocional, la indiferencia es un error básico de la mente y conduce a la insensibilidad, la anestesia afectiva, la frialdad emocional y el insano despego psíquico. Nada tiene que ver esta indiferencia con ese no-hacer diferencia de los grandes místicos debido a su enriquecedor sentido de unidad que les conduce a conciliar los opuestos y a ver el aliento supremo en todas las criaturas y circunstancias. La indiferencia, en el sentido en el que utilizamos coloquialmente este término, es una actitud de insensibilidad y puede, intensificada, conducir a la alienación de uno mismo y la paralización de las más hermosas potencias de crecimiento interior y autorrealización. La indiferencia endurece psicológicamente, impide la identificación con las cuitas ajenas, frustra las potencialidades de afecto y compasión, acoraza el yo e invita al aislacionismo interior, por mucho que la persona en lo exterior resulte muy sociable o incluso simpática. Hay buen número de personas que impregnan sus relaciones de empatía y encanto y, empero, son totalmente indiferentes en sus sentimientos hacia los demás. La indiferencia es a menudo una actitud neurótica, auto-defensiva, que atrinchera el yo de la persona por miedo a ser menospreciado, desconsiderado, herido, puesto en tela de juicio o ignorado. Unas veces la indiferencia va asociada a una actitud de prepotencia o arrogancia, pero muchas otras es de modestia y humildad. Esta indiferencia puede orientarse hacia las situaciones de cualquier tipo, las personas o incluso uno mismo y puede conducir al cinismo. Hay quienes sólo son indiferentes en la apariencia y se sirven de esa máscara para ocultar, precisamente, su labilidad psíquica; otros han incorporado esa actitud a su personalidad y la han asumido de tal modo que frustra sus sentimientos de identificación con los demás y los torna insensibles y fríos, ajenos a las necesidades de sus semejantes. También el que se obsesiona demasiado por su ego, sobre todo el ególatra, se torna indiferente a lo demás y los demás, al fijar toda su atención (libido, dirían los psicoanalistas más ortodoxos) en su propio yo.Unas veces la indiferencia sirve como «escudo» psíquico y otras para compensar las resquebrajaduras emocionales; cuando esta actitud o modo de ser prevalece, la persona tiene muchas dificultades en la relación humana, aunque también, a la inversa, podría decirse que al tener muchas dificultades en la relación humana opta neuróticamente por la indiferencia, lo que irá en grave detrimento de su desarrollo interior, ya que para crecer y que nuestras potencialidades fluyan armónica y naturalmente se requiere sensibilidad, que es la quintaesencia del aprendizaje vital y del buen desenvolvimiento de nuestras potencialidades más elevadas, si bien nunca hay que confundir la sensibilidad con la sensiblería, la pusilanimidad o la susceptibilidad. Muchas veces la indiferencia sólo es una máscara tras la cual se oculta una persona muy sensible pero que se autodefiende por miedo al dolor o porque no ha visto satisfecha su necesidad de cariño o por muchas causas que la inducen, sea consciente o inconscientemente, a recurrir a esa autodefensa, como otras personas recurren a la de la autoidealización o el perfeccionismo o el afán de demostrar su valía o cualquier otra, en suma, «solución» patológica. En la senda del desarrollo personal, es necesario desenmascarar estas autodefensas y «soluciones» patológicas para que puedan desplegarse las mejores potencialidades anímicas, que de otro modo quedan inhibidas o reprimidas e impiden el proceso de maduración.Esta autodefensa que es la indiferencia se acrisola ya en la adolescencia, en muchos niños que recurrieron a la misma para su supervivencia psíquica, fuera por unas insanas relaciones con las figuras parentales o por su exceso de vulnerabilidad en la escuela y en el trato con sus compañeros o por otras muchas causas a veces no fáciles de hallar. Para ir superando este error básico que es la indiferencia, la persona tiene que abrirse e irse desplegando, aun a riesgo de sufrir, pero asumiendo todo ello como un saludable ejercicio para lograr su plenitud y no seguir mutilando sus mejores energías anímicas y afectivas. A la falta de preferencia o interés, lo que está localizado en la punta del látigo del desprecio, se le llama indiferencia. Es lo que se experimenta en el grado cero de la emoción, es decir, cuando los sentimientos están más fríos que calientes. Los cínicos, que mienten con desfachatez, los arrogantes y los soberbios que estiman su sí mismo en demasía, son indiferentes porque están fuera del escenario, porque parece no importarles nada. No estar implicado afectivamente con algo es un arma poderosa para manipular a los otros, al medio y al interior propio. La indiferencia es un lujo afectivo porque el indiferente no sufre con el sufrimiento de los demás. Y así como no sufre tampoco ríe, se sorprende, grita, llora o patalea. El indiferente no hace lo que todos los demás sí y por eso puede tachársele de aburrido o pedante. Los indiferentes nunca faltan en todas partes porque la indiferencia flota en el ambiente. Es como el aire que uno respira. Mientras todos se preocupan demasiado por sí mismos nadie se preocupa por los otros. La indiferencia permite la pobreza, el abuso, la violencia y la frialdad, por algo las calles se han llenado de basura, mendigos, vagabundos, prostitutas, asaltantes y corruptos. Como permite el empobrecimiento del espíritu, termina por enfriar todo aquello que encuentra a su paso. Es la guerra fría a la que todos juegan quizá sin darse cuenta. Cuando se quiere ser frío, se opta por ser indiferente. Sin embargo, hay dos tipos de indiferencia, la real y la simulada, pero al igual que todas las emociones lleva una suerte de gestualidad que la deja fluir por todo el cuerpo, después de todo cuando uno se muestra indiferente lo hace completito y no por partes. Es decir, toda emoción siempre lleva dentro una suerte de actuación, una estilización individual que sólo le pertenece a quien la porta. Y esa estilización va a todas partes con sus portadores, es como una sombra que no se ve, pero que está pegada a los diferentes modos de ser de cada uno.La indiferencia real, la que no se actúa, la que es más natural que artificial, no necesita de mucha estilización porque simplemente brota, como los suspiros o los recuerdos. La simulada, salta con cierta intención de hacer como si nada pasara, niega la vida porque hace como si en la vida no hubiera pasado nada. Es una suerte de venganza endulzada con la perversión de hacer sentir al otro que no se siente. Sin importar la forma en que se presente, al negar la vida, la indiferencia mata, tortura, aniquila, pero no a quien la porta sino a quienes se les aplica. Necesita de los demás para poder despreciarlos. Al ser un escudo protector para el gladiador que la posee, también puede servirle de lanza para herir a los demás. Por ello a los indiferentes se les trata de manera distinta porque no están en comunión con los otros. La indiferencia es un modo muy particular de negar la comunión de los demás con el desprecio. A los indiferentes se les permiten las caras largas y endurecidas. Parece que nada les divierte y una forma de incorporarlos a la comunidad a la cual niegan es tratarlos bien. Los indiferentes son los aguafiestas de las reuniones porque siempre tienden a negar lo bonito de la comunión y lo hacen pasar como algo trivial y superfluo. Sin importancia pues.No obstante la indiferencia es casi una condición generalizada. En un mundo en el que todos se enamoran cada vez más de su sí mismo, la posibilidad de vivir juntos se desvanece porque en la indiferencia el otro desaparece, con todo y sus emociones. Y no vale nada. Pero como el otro desaparece, el indiferente también se desintegra porque al negar la sociedad a la que pertenece se niega a sí mismo y entonces no le queda nada más que un mundo idealizado o mistificado que lo aleja de la realidad en la que vive. Los indiferentes viven en un mundo que han creado para sí porque sólo importan ellos, nadie más. La indiferencia generalizada permite toda clase de abusos desde el incremento de los precios de la leche hasta la violencia sexual. Y a esta sociedad le hace falta implicarse más con su realidad para poder modificarla. Desgraciadamente la indiferencia ha triunfado en un mundo en donde la falta de compromiso es una posición más cómoda. Mientras el compromiso exige responsabilidad, la indiferencia sólo requiere del cinismo, la soberbia y la arrogancia para olvidarse que el mundo está roto o a punto de romperse.

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