Por: Asdrubal Aguiar - Con buena pertinencia, mi amigo el historiador Elías Pino Iturrieta discurre en su último artículo sobre la realidad política y social que nos acompaña (El Universal, 16 de mayo de 2009), preguntándose acerca de los límites de la locura como de los límites del aguante de quienes soportan a los locos, pacientemente, presas incluso de la más pasmosa indiferencia. En igual orden, en días pasados me explican en cuanto al divorcio que hay en el país entre la política y su círculo “vicioso” y el círculo “virtuoso” de quienes medran esperando su bienestar económico. El ámbito de lo político, cada día más, muestra como el inquilino de Miraflores se dispara en sus afanes de irredento populista y a la par adopta medidas de represión selectiva e in crescendo, ante las cuales media una reacción tímida en la población. Y en el espacio cotidiano, del quehacer social y económico, el propio mandamás provoca controles, limita el oxígeno de las divisas, reduce la competencia entre los actores comerciales, pero no deja –por la misma falta de competencia– de nutrir los bolsillos a los pocos que sostienen la menguante actividad productiva nacional, obligándolos a la servidumbre y al silencio. De modo que, la relación entre la economía y la política, que en tiempos de normalidad recíprocamente se alimentan y fortalecen y que al hacer crisis la una, por efecto reflejo, la otra se contamina y cede dando lugar a los cambios de ciclo propios de la historia universal, ésta vez no hacen sinergia en el caso venezolano. De allí, entonces, que la locura de la agenda política gubernamental no encuentre contención, y que el desbordamiento de las angustias en los planos social y económico, cuando lo hay, en nada afecta la dinámica expansiva de la primera y su arbitrariedad. De modo que, en cuanto al límite posible que puede tener la ausencia de pudor de nuestro mandón o la aceleración de su “imperio personal” –así lo llama Elías– y, con vistas al límite opuesto que, según lo dicho, nunca encontrará éste, incluso de ceder en sus límites la capacidad de aguante en quienes por lo pronto y “por ahora” lo toleran, podría añadírsele otra idea capaz de unir la realidad del citado personaje con la de la gente que lo sufre y soporta. La idea es en verdad una pregunta: ¿Somos los venezolanos demócratas o, mejor, no somos acaso –hablo de una mayoría– iguales en espíritu a quien nos desgobierna? Porque si la respuesta a lo último es afirmativa, cabe concluir que éste no tiene límites en su despropósito porque como país somos un despropósito y éste hace parte del mismo ser nacional; que en función del mismo despropósito es capaz de retraer y desdibujar sus fronteras para la tolerancia. Estamos próximos al bicentenario de nuestra Independencia. Nuestra historia, vista en retrospectiva y más allá de los amagos democratizadores que ella ofrece durante los siglos XIX y XX, sólo puede hablar de democracia y de república de partidos entre 1959 y 1999, admitiendo que el sistema de partidos hace implosión en 1989. De modo que, en la suma nos quedan tres o cuatro décadas de conocimiento y de vivencia acerca de ese modo de existir y de convivir que cuaja desde los tiempos más remotos, en la Grecia antigua; que busca espacios durante las Repúblicas medievales italianas y que encuentra semilla buena con la Ilustración y las grandes revoluciones americana, francesa y gaditana. No obstante lo cual es apenas, luego de 1945, cuando, concluida la Segunda Gran Guerra, hacen sentido pleno para el Occidente las ideas de libertad, de respeto a la ley, y de garantía universal a los derechos humanos. Los estándares de esa experiencia –si breve para los venezolanos- han sido codificados paulatinamente y por vía de una acumulación decantada de las ideas y de la praxis política por el Derecho americano. La vigente Carta Democrática Interamericana es apenas la síntesis de un largo trayecto, construido sobre el puente que separa a la libertad de las dictaduras que hemos conocido repetidamente, pero sirve de base para que nos examinemos –sobretodo quienes, desde la oposición, aprecian que la sobrecarga autoritaria no ha llegado aún- en lo que somos y en los que nos falta para decirnos un país de demócratas. La democracia es respeto a los derechos humanos. No caben en ella los presos políticos, los miles de homicidios de cada año, ni juicios como el realizado en contra de los Comisarios Simonovis, Vivas y Forero. La democracia es acceso al poder y su ejercicio conforme al Estado de Derecho. No admite los gobiernos de facto, como el instalado en el Distrito Capital de la metrópolis caraqueña y tampoco el dictado de leyes, como la que hace posible la presencia en Caracas de una gendarme no electa por el pueblo y nombrada a dedo. La democracia son elecciones libres y justas. Nadie puede ser inhabilitado para votar o ser votado, salvo mediante sentencia judicial, y a los elegidos –como Antonio Ledezma o los gobernadores Vivas, Capriles, Salas, Pérez y Morell- se les respeta, por respeto a la soberanía popular; y el poder electoral, en democracia, informa y no oculta resultados, como lo hizo el CNE durante el referendo de la reforma constitucional. La democracia son partidos plurales. No es el régimen de un “partido único” financiado por el Estado, cuyos funcionarios son a la vez dirigentes del “único partido” mientras los otros partidos mueren de mengua o se castiga a quien intenta financiarlos. La democracia es separación de poderes. En ella la Justicia sirve al gobierno ni el parlamento lo aplaude como “focas”, sin controlarlo, y sin negarse a investigar los hechos de corrupción presunta de los Cabellos o los Rangel, o los Ramírez o los Chávez, y paremos de contar. La transparencia es democracia. Las estadísticas y actuaciones gubernativas estan abiertas al conocimiento público. En ella todos tienen derecho a saber porqué quebró nuestra industria petrolera y a que manos, venezolanas o extranjeras, o cubanas, ññegan los ingentes dineros producidos por el petróleo durante la última década. En ella no hay corrupción. La probidad es regla en democracia. Por ende, el Ministerio Público no puede negarse a investigar el Caso Antonini o perseguir a los pistoleros de la Masacre de Miraflores. Democracia es rendición de cuentas por los funcionarios, cuyos bienes y haberes los desconoce el país porque el Contralor de la República así lo prohíbe. Es, sobretodo, libertad de expresión y de prensa, por ser ésta su columna vertebral, léase el modo de vivir en el que todos dicen lo que le plazca sin temor a retaliaciones, como las ejecutadas contra RCTV y Globovisión. En democracia, en fin, la autoridad civil somete a los militares, y el Presidente se empeña en ser ciudadano y no viste ni se comporta como soldado. Aún así hay quienes se dicen “ni-nis” e indiferentes y creen que la democracia aún no ha llegado a su término, porque hay elecciones, así el derecho a la participación, clave y núcleo real de su vigencia, haya mudado, y sea Hugo Chávez Frías quien a diario nos participe sin consultarnos y sin permitirnos opinar en contra de lo que decide en soledad. Nada más.
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