lunes, 17 de noviembre de 2008

La desintegración que nos amenaza


Por: Antonio Sánchez García - sanchez2000@cantv.net.ve - Estamos al borde de la desintegración. Desquiciados material y moralmente. Y nada ni nadie nos garantiza una pacífica y consensuada transición hacia el futuro. Todas las premisas necesarias para considerar que un régimen es fascista se han cumplido a cabalidad bajo el que impera en Venezuela desde 1999. Un gobierno autocrático y caudillesco, soportado por un partido militarizado; unas masas aclamadoras seducidas y postradas ante el caudillo todopoderoso, con el que mantienen una relación sin intermediaciones al que además de venerar reafirman con bravuconadas plebiscitarias; una concentración absoluta de todos los poderes del Estado - particularmente el de la justicia, hoy nauseabunda y vergonzante - , copados por la obsecuencia y la complicidad, vaciados de todo contenido real y puestos bajo el capricho de un autócrata autoproclamado Dios; la absoluta inmoralidad de un gobierno sin otra ley que la barbarie; una oposición criminalizada, escarnecida, humillada y perseguida y un proyecto de entronización totalitaria, personalista y vitalicia. Será tan subdesarrollado cuanto se quiera, pero de que el régimen chavista cumple los requisitos para ser considerado un régimen fascista con todas las de la ley debiera estar fuera de toda duda. Dos elementos deben ser destacados en esta caracterizació n: la conversión de la política en una guerra total amigo-enemigo, de acuerdo a la clásica caracterización de Carl Schmitt, el jurista del nacionalsocialismo, por una parte; y la pretensión de copar, uniformar y convertir todas las áreas de la actividad humana, desde el arte y la cultura hasta el deporte y la recreación en religiones parciales al servicio de la única religión dominante, la adoración del Estado y el sacrosanto respeto y obediencia a su vicario perpetuo, Hugo Chávez. Así, el fascismo cotidiano de la revolución bolivariana se ve consumido por la esquizofrenia y la doble moral. Parafraseando la lamentable afirmación debida a Fidel Castro, bien podría decirse que dentro del chavismo, todo. Fuera del chavismo, nada. Norma de conducta que hace legítimo el crimen si sirve al caudillo o se cumple en el marco del desarrollo de sus actividades de toda índole. Bajo este máximo precepto moral, asesinar, robar, distraer o malversar recursos, meter las manos en las arcas públicas, perseguir ciudadanos, inhabilitar políticamente al enemigo, pudrir en la cárcel sin juicio precio a quienes molestan al Poder y puedan servir de escarmiento, expulsar del país a quienes se considere indeseables al sistema, en fin: cometer cualquier crimen y violar todos los preceptos constitucionales es bueno y legítimo si se hace en nombre, a favor o bajo el amparo del régimen. Correlativamente: denunciar esa obscena moralidad criminal constituye el máximo delito y la peor infracción que puede ser cometido por la ciudadanía emancipada contra el Poder Total. De allí la crisis estructural del sistema y la imposibilidad de su permanencia en el tiempo. Como todos los fascismos, el venezolano está condenado a muerte. Una muerte cuya naturaleza pacífica o violenta no depende de los demócratas sino del caudillo. Será él quien la escoja. La de Mussolini o la de Augusto Pinochet, la de Fulgencio Batista o la de Anastasio Somoza, la de Pérez Jiménez o la de Chapita Trujillo. No será el azar: será su propia decisión la que configure el destino final de su régimen. Ya es hora de que lo vaya sabiendo. Siempre he creído posible que este régimen de iniquidades, estupros y corruptelas - el peor y más nefasto gobierno de nuestra historia moderna - bien podría hacer mutis sin mayores estertores ni violencias. Aunque no pacífica ni electoralmente. En medio de una gran conmoción, es cierto, pero sin que la sangre llegue al río. Como sucediera con todas las grandes crisis venezolanas del pasado siglo. Gómez sucede a Castro sin disparar un tiro. Ni depositar un voto. Tampoco corre sangre el 18 de octubre de 1945 ni tiene lugar un proceso electoral. La salida de Rómulo Gallegos, producto de un golpe militar, tampoco fue cruenta. Ni la de Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958. Los muertos del 11 de abril no los puso la oposición: los puso el gobierno. Sospecho que bajo la directa inspiración y consejo de Fidel Castro, quien desde entonces detentara las riendas del Poder en nuestro país. A partir del 18 de octubre de 1945, en todas esas crisis, en todos esos cruciales cambios de orientación de la historia nacional, ha habido dos grandes protagonistas: las fuerzas armadas y el pueblo. El poder armado y el poder ciudadano. La víctima propiciatoria ha sido siempre un poder político decadente, carente de base de sustentación, huérfano de legitimidad real, es decir, de auténtico respaldo ciudadano. A la cabeza del cual, como en 1945 y en 1958, se agotaba un liderazgo fatigado e incapacitado para acometer las reformas estructurales puestas a la orden del día por el desarrollo de nuestra sociedad. Chávez emerge en medio de la última de nuestras graves crisis estructurales: es su producto al mismo tiempo que su factor desencadenante. Aparece ante un régimen decadente y deslegitimado, cuyo hundimiento propicia. Se aprovecha de las condiciones, montado en la ola de un descontento generalizado, esgrimiendo un elemental programa de saneamiento nacional y la regeneración del cuadro político y gerencial del país. A poco andar pervierte el sentido de su aparición y pretende convertirla en el punto de partida de un proyecto mesiánico, autocrático y totalitario, agudizando aún más la crisis estructural del sistema. Ha sido el enterrador del viejo sistema de dominación pero no ha sido capaz de darle nacimiento al nuevo cuadro político nacional. Está a punto de ser vomitado por las mismas fuerzas que invocara, prisionero de la traición a sus propuestas originarias. Dejando al país en el más absoluto estado de indefensión. De modo que el proceso electoral que enfrentamos, y los que le sucederán de allí en adelante, se enmarcan en un cuadro macro político de extrema inestabilidad, a la sombra de un gobierno deslegitimado nacional e internacionalmente, sacudido por el desastre económico de su gestión, la desintegració n de su alianza partidista, la crisis económica y social producto del derrumbe de la productividad nacional y la brutal caída de los precios petroleros, así como por la pérdida de conexión afectiva del devaluado caudillo con los sectores populares, traicionados en sus aspiraciones de prosperidad y decencia. Es un cuadro de extrema gravedad. Estamos al borde de la desintegració n. Desquiciados material y moralmente. Y nada ni nadie nos garantiza una pacífica y consensuada transición hacia el futuro. Así todos aspiremos a salir de esta pesadilla sin mayores quebrantos. Es un largo viaje en medio de la noche. Nada indica que este 23 de noviembre transcurrirá normal, pacífica y ordenadamente. Y que el proceso electoral culminará sin trastornos, como debiera ser el caso. El presidente de la república se ha encargado de embochinchar el proceso para ver si continúa pescando en río revuelto. Ha abusado descaradamente de todos sus poderes para imponer sus candidatos y para perseguir, inhabilitar, amedrentar y acorralar a la oposición democrática. Llegando al colmo de prometer guerra, sacar sus tanques y utilizar sus fuerzas de choque en caso de ser derrotado. Dada la opacidad de los mecanismos electorales - por usar un término en extremo metafórico - y la decisión arbitraria del régimen por impedir el triunfo opositor e imponer su voluntad a macha martillo, es innegable que los resultados no reflejarán la auténtica voluntad popular y que sólo una masiva participación electoral, una extrema vigilancia ciudadana y un triunfo inobjetable por una amplia e indiscutible diferencia a favor de los candidatos opositores garantizarán la victoria opositora. En un cuadro cerrado, el régimen no dudará en manipular los resultados y torcer la voluntad popular. En Venezuela, a todas luces y sin que nadie pueda tener la capacidad de desmentirlo, la oposición no gana por un voto. O arrasa o es aplastada sin misericordia. A vista y paciencia de quienes deberían tener la obligación de velar por el estricto respeto a la soberanía popular. De allí el griterío armado por el teniente coronel, que amenaza con el sangrero si no se acatan los resultados que él de por buenos. De allí la imperiosa necesidad de movilizar a nuestra gente tanto como nos sea posible para hacer realidad los anhelos por reparación y justicia que nos invaden. Y de mantener la vigilancia sobre todas las fases del proceso. Votar y vigilar, esas dos son las tareas fundamentales. Y estar dispuestos a exigir el respeto a la decisión soberana, esa es nuestra obligación democrática. El régimen navega a la deriva y pierde su capacidad de maniobra. La revolución está muerta, si es que alguna vez estuvo viva. Sólo le sobrevive una desesperada ambición de poder. Es un cascarón vacío que se aproxima al naufragio. Tener conciencia de ello es vital. Unirnos para prepararnos hacia las tareas que nos demandará el futuro, un imperativo categórico.

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