jueves, 11 de septiembre de 2008

El legado


Por: Germán Carrera Damas - Escuela de Historia UCV - Link permanente al articulo - Había sucedido. Sólo que ahora nos costaba mucho mirar hacia delante, y sobre todo hacerlo sin que el intento se viese contrariado por la presencia de una realidad que se revelaba, más y más, como una perversa combinación de estados de ánimo. Se barajaban en esa combinación la determinación de reanudar la marcha interrumpida, y una casi irrefrenable ira hecha del visible contraste entre los pasados logros convertidos en restos y el insoslayable peso de las esperanzas frustradas. Bastaba recorrer el fundo, descuidado y malogrado, para que tal combinación amenazase desbordarse, abriéndose cauces de desaliento. Pero tales eventuales desbordamientos debíamos asumirlos como llamadas de atención para despertar, estimular y dirigir determinadamente las reservas de confianza en el propio esfuerzo, y en nuestra probada capacidad de creación. Mucho significaba, para estos efectos, el haber mantenido vivo el recuerdo de la obra de conformación de la nacionalidad republicana democrática, realizada durante el pasado medio siglo. Sin embargo, no era posible atenuar, ni menos subestimar, el alcance y la proyección de los efectos del reciente pasado. Las cercas del fundo, descuidadas o deliberadamente levantadas, eran traspasadas impunemente por depredadores, cuyas incursiones criminales, impunes y hasta auspiciadas por los mismos que debían reprimirlas e impedirlas, mantenían en constante desasosiego a los pacíficos habitantes del desguarnecido fundo. Los caminos abandonados y los puentes desplomados; las extensas zonas devastadas por la conjunción de los desastres naturales y la incuria gubernativa; las instalaciones industriales y galpones desiertos, saqueados y ruinosos; los sembrados invadidos y los rebaños diezmados; las escuelitas destartaladas; los dispensarios abandonados; el teléfono y el correo puestos al servicio de la incomunicación; todo sumaba en un cuadro desolador que, sin embargo, disimulaba los más profundos y duraderos estragos causados por los dislates del capataz imprudentemente designado, confabulado con sus mayordomos y peones irresponsables, que habían hecho suya la obra de los legítimos propietarios del fundo, quienes habían sido sorprendidos felonamente en sus aspiraciones de un futuro mejor. La lucha contra los efectos de tales estragos, más temibles porque amenazaban con ser prolongados, se libraba en el ámbito de la conciencia individual y colectiva. Tenía que ver con la capacidad de identificarlos y de situarlos en una perspectiva de comprensión y de superación, despejándolos de una tupida atmósfera hecha de ramplonería, ridiculez desbocada y substitución del respeto, mutuo y ajeno; y por la palabra y el gesto zafio, cuando no soez. Para lo primero, era requisito ubicar los agentes nefastos en su condición transitoria y circunstancial. Tal ocurría con la actitud ante el trabajo productivo y el manejo inteligente y prudente de los recursos, tanto individuales como colectivos. Para lo segundo, era necesario restablecer valores morales y dimensiones éticas cuya vigencia había sido desacreditada de propósito, palabra y acción, ahogándola en una desenfrenada y ostentosa corrupción, y en un insultante despotismo. Había llegado la hora de reagrupar fuerzas para restaurar, reordenar e impulsar la vida de quienes nunca habíamos perdido la confianza en el futuro promisorio del fundo; ni siquiera cuando una porción de sus legítimos dueños incurrieron en la ilusión de confiar en un capataz jactancioso y felonamente prometedor. Para esos fines era necesario que comenzáramos por rescatar los vestigios de la lógica que, por vapuleada y escarnecida, parecía haberse ausentado del fundo, espantada ante la entronización de su afrentoso adversario la ilogicidad. Estábamos persuadidos de que habría de ser dura, pero no irrealizable, la tarea de rescatar la luz de la palabra, despojándola de la mentira; y de recuperar la credibilidad de los llamados a orientar y dirigir. En suma, de lavarle le cara a la República para que pudiese mirarse, confiada, en el espejo de la opinión pública libremente expresada. Comprendíamos los sobrevivientes de aquel naufragio en tierra, que el rescate de la lógica debía comenzar por hacer un puntilloso balance del legado in solidum que así recibíamos. Esto suponía comenzar por listar lo que de ese legado podía ser aprovechable, de alguna manera, para restaurar el fundo; y hacer de ello plataforma del renacer procurado; y con ello poder saldar las deudas contraídas con la genuina voluntad nacional, restableciéndole su capacidad de decisión; con el derecho al bienestar social, asfixiado por la dilapidación y la ineficiencia en el uso de los recursos públicos; y con el ejercicio de la soberanía popular, substrayéndola de sórdidos nexos y oscura subordinación. No fue empeño escaso ni productivo. En vano procuramos identificar lo que en el legado podía haber de tangible, y de precisamente determinable, que pudiese servir a tales efectos. Incurrimos en la ingenuidad de esperar que algo de lo cuantiosamente producido por el fundo pudiese haber sobrevivido al dispendio, la corrupción, la improvisación y los maliciosos destinos. Persuadidos de que era inútil proseguir en tal esfuerzo, los legítimos propietarios del fundo nos aventuramos a indagar sobre lo que de intangible hubiese en el indeseable legado, que pudiese servir a la recuperación del fundo; y sólo esto hallamos: la actuación de quienes habían manejado el fundo a su antojo lo único que había conseguido, y que nuestra lucidez valorase como útil, era haber contribuido, a contra voluntad, a despejar de algunos mitos y falsas creencias el pensamiento colectivo de los habitantes del fundo. Valido de su precario pasado militar, el capataz que hizo también las veces de mayordomo y hasta de dueño absoluto del fundo, no sólo practicó un insultante despreció por quienes no participábamos de ese pasado, fuésemos o no civiles. Proclamando a sus seguidores hacedores del orden, en todas sus expresiones, al confundir perversamente el orden con la subordinación y la incondicional obediencia, hizo de estos oscuros y resentidos seguidores simple prolongación de un omnímodo poder cargado del más eruptivo desorden. Una a una, instituciones y corporaciones que habían sido concebidas como deliberantes y autónomas, se hundieron en un pantano hecho de amedrentamiento, logrerismo y lucro personal. Las que no se inclinaron ante el despotismo fueron agredidas mediante la artería verbal y seudo jurídica de rábulas agavillados. Sólo alcanzaron a sobrevivir las que asumieron un alto costo ético, e hicieron gran despliegue de firmeza democrática. Vaciados aún de la más elemental capacidad autonómica, los cimientos institucionales del fundo se habían disuelto en la desconfianza, y hasta el desprecio, de quienes debíamos tenerlas por garantes de nuestros derechos. Ya no será posible que recaigamos en la candidez de suponerles a los militares aptitudes y voluntad de preservar el orden. Por el contrario, se han consagrado como destructores del orden social. Valido también de su precario pasado militar, el capataz que hizo las veces de mayordomo y hasta de dueño absoluto del fundo, predicó la segunda parte del mito militar. Practicando un insultante despreció por quienes no participábamos de ese mito, fuesen o no civiles, proclamó y recomendó, a quienes compartían su escuálido pasado militar, como agentes de la eficiencia, en todos los órdenes; y los distribuyó ubicándolos a la cabeza de todas las actividades del fundo. Con arrogancia y prepotencia delegadas, subordinados militares y civiles de servil vocación, proclamaron normas de orden y eficiencia, es decir el mito completo. Sólo que sus preceptos se tradujeron en autoritarismo gubernativo e irresponsabilidad administrativa, cultivados como nepotismo, favoritismo y corrupción, y amparados en la impunidad política y en la no rendición responsable de cuentas. Ha quedado así libre nuestra conciencia de sobrevivientes, del mito que asociaba lo militar con el orden y la eficiencia, al revelarse y exhibirse el mito como mera cobertura del más crudo monopolio del desorden y el desbarajuste gubernativo y administrativo. Pero había ocurrido que el capataz que hizo también las veces de mayordomo y hasta de dueño absoluto del fundo, había envuelto su falaz mensaje de orden y eficiencia en un papel de colores por el que habíamos dado seculares pruebas de gusto los desprevenidos pobladores del fundo. Ese papel, utilizado para el ocultamiento de lo real, era desempeñado por una creencia históricamente generada, que había sido convertida de un culto del pueblo en un culto para el pueblo. Visto como el que independizó el fundo, demarcándolo históricamente; y por ello erigido en símbolo de los más altos valores socializados, al ser puesto al servicio de las depredadoras acciones del capataz, los mayordomos y los serviles, poco a poco se fue haciendo claro que el mito heroico, socialmente consentido y políticamente manipulado, se convertía en una grotesca y descarada coartada, utilizada para distraer la opinión mientras se atropellaba los valores por los que se proclamaba que había luchado el objeto del culto así rendido. El hastío y la decepción, así cultivados de manera atropellante, habían liberado la conciencia pública del más peligroso de los mitos, puesto que por casi dos siglos le había servido de transmisor al virus del militarismo, bien sea intencionalmente inoculado por los gobiernos autocráticos, bien sea inadvertidamente invocado por los gobiernos democráticos. Hecha estas comprobaciones, se nos planteó el hacerlas confluir con los signos favorables a la recuperación del fundo, que se advertía en los restos que habían sobrevivido al ensañamiento destructivo, con los valores que no solamente habíamos preservado y defendido en los tiempos aciagos, sino celosamente cultivado íntimamente y activado de manera reiterada. Al correlacionar lo involuntariamente legado por los usurpadores de la soberanía popular, con lo voluntariamente preservado por quienes nos mantuvimos fieles a esa soberanía, quedó claramente restablecida la confianza histórica en la democracia, entendida y practicada como laboriosa procura del orden libremente consentido, y de la eficiencia responsablemente controlada; ambos dentro del respeto del ejercicio de la soberanía popular como principio legitimador de la convivencia de los habitantes de una república que había sido abusivamente tratada como un fundo, del que se había apropiado dolosamente una gavilla de militares y civiles serviles que tan sólo habían logrado demostrar que les calzaba el haberse revelado como hombres nuevos con hambres viejas.

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