lunes, 1 de septiembre de 2008

El precio del silencio


Por: Danilo Arbilla - Hace unos días, con el título de ''El precio del silencio'', se hizo público un estudio e investigación sobre diferentes formas de presión gubernamental contra la prensa y los periodistas, particularmente sobre ''la utilización abusiva de la publicidad oficial'' con el propósito de ``asegurar coberturas periodísticas favorables y desalentar los enfoques críticos''. Lo que se hace con este trabajo, dicho en términos menos elegantes, es denunciar el uso de dineros públicos para atacar la libertad de prensa y coartar el derecho a la información de los ciudadanos. Se trata de dos graves delitos --corrupción y violación de un derecho humano básico-- cometidos por quienes detentan el poder, como lo prueban con sus propios actos. El informe fue elaborado por la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) de Argentina y recoge investigaciones realizadas por organizaciones civiles en el país citado y en Chile, Colombia, Costa Rica, Honduras, Perú y Uruguay. Sin dudas El precio del silencio constituye un importante aporte en la lucha contra una vieja y terrible práctica de censura gubernamental, denunciada hace por lo menos tres décadas, particularmente por la Sociedad Interamericana de Prensa. Fue una prédica y tarea que no siempre fue entendida. Más de una vez gobiernos, sindicatos y muchos expertos y académicos de la comunicación coincidieron en sus críticas y al unísono proclamaban que ''lo que se estaba haciendo era buscar publicidad para las empresas''. Llevó tiempo hacer ver que se trataba de una forma tan sutil como mortífera de ataque a la libertad de expresión. Felizmente hoy el tema de la publicidad oficial, sumado al del libre acceso a la información pública y al reclamo de derogación de leyes de desacato (insulto), son objetivos prioritarios que se han universalizado en la defensa de esa primera y estratégica libertad de los ciudadanos. Si uno analiza esos temas, parece ridículo que tenga que hacerse una ley para que los funcionarios y las instituciones de una democracia cumplan con su obligación de actuar con total transparencia y de dar cuenta a sus mandantes lo que hacen en su condición de representantes transitorios. Peor aún que esos funcionarios, que ponen vallas al acceso a la información, es que se voten leyes escudos con protecciones superlativas para no estar expuestos al pertinente escrutinio público. Así son las cosas; y aún las hay peores, por ejemplo, que la libertad de expresión es el derecho menos protegido, el más desamparado. Esa libertad se sitúa junto con el derecho a la vida y el derecho al honor al tope de los derechos y libertades del hombre. Estos dos últimos están protegidos ampliamente por leyes y en los códigos y están claramente tipificados los delitos que puedan cometerse en su contra y las penas son siempre severas. En casos, con la carátula de defensa del honor, se amparan actos y conductas más que deshonrosas y muy poco honorables. Con la libertad de expresión no pasa nada de eso. Quienes atentan contra ella no sufren ninguna consecuencia. No se considera ni como un agravante para el caso de periodistas asesinados. Ni qué hablar, entonces, de juzgar a quienes proponen leyes contra esa libertad y el derecho a la información y los que desde el poder atentan contra esos derechos a través de la publicidad oficial y de diversas vías más. Hay hasta quienes recurren a las propia justicia, en prácticas nada éticas, para acallar denuncias y provocar la autocensura y los magistrados en el mejor de los casos archivan las demandas, pero jamás castigan esos intentos de ataque a la libertad de expresión. No se tiene en cuenta ni aún en los episodios más groseros. ¿Alguien conoce casos de dictadores o tiranos acusados y sancionados por cerrar diarios, implantar la censura previa, repartir dineros públicos a periodistas y medios amigos? Se les castiga por robar, matar, torturar y está bien, pero se olvida que lo primero que hicieron fue decretar la censura y prohibir la libre circulación de noticias y que, después de eso, robaron, torturaron y mataron. Sólo por ese hecho, que nadie puede negar, de que los gobernantes corruptos y los tiranos y dictadores tienen como primer objetivo aniquilar la libertad de expresión, habría que insistir fuertemente por la sanción de leyes que castiguen a quienes atentan o meramente amenazan ese derecho. Por ese mismo motivo los gobernantes y legisladores deberían dar rápidamente los pasos necesarios en ese sentido. Es lo mejor que pueden hacer para fortalecer nuestras debilitadas democracias y ya de paso para no ser confundidos.

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