Por: Gloria Cepeda Vargas - En la Caracas de mi corazón no aparece por ninguna parte el teniente coronel Hugo Chávez Frías. La mía fue una ciudad amable, con árboles mecidos por el viento de las tardes callejeras de agosto. Una urbe medio loca y medio melancólica, volando en los arpegios sentimentales de la Billo's y bailando al son que le tocaba Renato Capriles, o embozada en una chaqueta desteñida que goteaba sobre los patines de la madrugada, cuando el 'pacheco' decembrino traía algo parecido a la felicidad. Era una ciudad llena de hombres adorables y rincones imprevistos. En los cafetines al aire libre de Sabana Grande hervían, como en una torre de Babel, todos los idiomas del mundo. Para entonces los 'adecos' y los 'copeyanos' eran los amos en esa vidriera de oropeles y tesoros que nadie supo evaluar. Carlos Andrés Pérez primero y Jaime Lusinchi después, celebérrimos 'adecos' curtidos en todos los amaños, asistían vestidos de gala a los conciertos de la Sinfónica y a los cocteles de la Casa Amarilla, mientras el pueblo ingenuo y desprevenido viajaba cada año a Miami y se divertía hasta el amanecer en las tascas de la avenida Solano. Más adelante pasaríamos los domingos en las instalaciones del Teresa Carreño, con sus librerías gigantescas y sus restaurantes de comida internacional y recorriendo los salones de la Galería de Arte Nacional o del Museo de Arte Contemporáneo, concebido y parido con vitalidad no superada por la judío-venezolana Sofía Ímber. Era una ciudad despilfarradora y noble. El mundo entero encontró cobijo en su delirio petrolero o en los caminos abiertos por el poderoso complejo siderúrgico del Orinoco; una constelación de poetas, venidos de los Andes, del llano, de Cumaná, de Valencia, se fundía en la vieja casona, situada de Miseria a Velásquez, sede de la Asociación de Escritores de Venezuela, que Caupolicán Ovalles, cofundador del Techo de la Ballena, descuartizó en mala hora, para dar paso al hoy disminuido Círculo de Escritores. Como todos los escritores de esa época, conocí el Palacio de Miraflores cuando el llanero Luis Herrera Campins era presidente de la República. Hombre culto y demócrata, nos invitaba con frecuencia a los saraos del palacio presidencial. Fue el único jefe de estado que en la "Venezuela saudita" requirió nuestra presencia en ese recinto donde se daba cita la corte de hipócritas, lambones, funcionarios en ejercicio o en trance de aspiración y, por supuesto, los humildes o engreídos miembros de la Casa del Escritor. Ha corrido mucha agua bajo los puentes. Del antiguo país algodonero, cafetero y ganadero, mal gobernado desde antes de Cipriano Castro y hoy monoproductor petrolero de alto turmequé, queda un señor gordo, vocinglero y autócrata, cuyo único mérito reside en la decisión con que ha cantado las verdades a los amos del Norte. Los 'adecos' y los 'copeyanos' se esfumaron o surten pataleos de ahogado, como Antonio Ledesma, el actual alcalde de Caracas, arrinconado contra la pared por el talante cuartelario del presidente de la República Bolivariana de Venezuela, teniente coronel Hugo Chávez Frías.
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