domingo, 8 de junio de 2008
Los Estados Unidos y el laberinto de nuestra soledad
Por: Antonio Sánchez García - A Aníbal Romero - Recuerdo la preocupación de los medios políticos e intelectuales de las democracias occidentales al día siguiente de la caída del Muro de Berlín y el estrepitoso desplome de la Unión Soviética. Por primera vez desde los tiempos del Imperio Romano, el mundo se veía bajo la hegemonía de una sola nación y huérfana de una confrontación entre dos o más grandes potencias, capaces de encontrar los equilibrios necesarios en esa sabia combinación de elementos que regulara las relaciones internacionales desde tiempos remotos: la persuasión del terror, el equilibrio de las armas o la conveniencia de la convivencia pacífica. Particularmente luego de una realidad que todavía marcaba las conciencias a sangre y fuego: el horror ante una conflagración nuclear que tuviera al mundo al borde del cataclismo durante el casi medio siglo de Guerra Fría. Washington ante el imperativo político militar de mantener en solitario el orden mundial: esa era la interrogante que preocupara a los analistas a partir de los años 90. Fue Ronald Reagan, un presidente que nadie tomaba en serio cuando brincara de los estudios de Hollywood a la gobernación de California, quien terminó por desbancar a la Unión Soviética en un juego de altísimo riesgo: la guerra espacial. Cuenta el entonces jefe de la inteligencia norteamericana Vernon Walters que en una reunión crucial celebrada en la Casa Blanca entre el presidente Reagan y el alto mando destrancó el supuesto empate de fuerzas convencionales que sus asesores le asignaban a las dos grandes potencias con una pregunta de primer grado: si estamos empatados en fuerzas bélicas, ¿cuál es la ventaja americana que los rusos no pueden enfrentar? Ante el silencio de quienes no tenían la respuesta, la adelantó con una sonrisa en los labios: “dinero”, dice Walters que exclamó el presidente. Fue allí que decidió forzar la apuesta y elevar el desafío invirtiendo masivamente en la más sofisticada de las armas de destrucción: la guerra espacial. La URSS no tuvo respuesta. Se hundió en su propio gigantismo con pies de barro y sufrió la más patética de las implosiones. Se acabó la Guerra Fría y desapareció el comunismo como peligro real. Recuerdo haber discutido el tema con el canciller de Felipe González, Francisco Fernández Ordóñez, de paso en Caracas poco tiempo después, a comienzos de los años 90. Ya la OTAN estaba consciente de que los Estados Unidos estaban ante la imperiosa necesidad de convertirse en la gran policía mundial sin la cual no es posible la estabilidad política del planeta y que la única barrera objetiva, subjetiva y real contra los nuevos peligros que amenazarían la Paz Mundial serían los Estados Unidos de Norteamérica. Con gran perspicacia – era un político culto y experimentado – nos anticipó los graves conflictos étnico y nacionalistas que se desatarían como resultado de la desintegració n de la Unión Soviética y el nuevo peligro que amenazaba a Europa: el integrismo islámico. Sus sombríos pronósticos se han venido cumpliendo con aterradora exactitud. No había que ser un avisado especialista en la historia de las relaciones internacionales para concluir, como lo hiciera Fernández Ordóñez, que las únicas dos garantías de estabilidad mundial serían los Estados Unidos y una Europa unida. Con una salvedad de enorme trascendencia, que quienes hemos sido militantes de la izquierda – la radical o la borbónica, la vieja o la nueva izquierda, que para el caso da lo mismo – hemos pretendido ocultar, desconocer e incluso despreciar: quien ha jugado la carta crucial en defensa de la libertad y el progreso en el mundo, desde la Primera Guerra Mundial, han sido los Estados Unidos. La única nación del orbe con grandeza y conciencia nacional como para jugarse su existencia – derramando su sangre en campos de batalla aparentemente ajenos – por la defensa de los regímenes democráticos amenazados por los totalitarismos. Sin la existencia de Estados Unidos, el mundo sería hoy pasto del totalitarismo nazi y del totalitarismo marxista. Quién asumió los mayores costos de los aliados para librar una guerra en otro continente, y en la que su propio territorio no estaba en juego, fueron los Estados Unidos. Dirigió entonces la alianza que venció al Eje y derrotó luego a la Unión Soviética , cuando se convirtiera en el gran imperio socialista, los dos grandes enemigos de la libertad del siglo XX. Y hoy impide la expansión del terrorismo desde sus siniestros santuarios. Aún al precio de la incomprensión de gran parte de su propia ciudadanía. Y la apatía o la catalepsia de una Europa adormecida. Pertenezco a una generación que ha odiado a los Estados Unidos. No sólo por proveniencia social y militancia política. Sin importar color partidista ni clase social, basta con ser un latinoamericano para llevar en la sangre el gen del anti norteamericanismo. Con más que sobradas razones. No se borra de una plumada la prepotencia imperial con que los Estados Unidos han tratado a su patio trasero. Aunque la culpa y la responsabilidad debiera ser compartida. Estamos ante una relación recíproca de fuerzas vivas, así parezcan antagónicas. No se puede culpar a una de las partes del conflicto y obviar olímpicamente el resto. La primera y más grave responsabilidad por nuestros desastres es de nuestra muy particular incumbencia. No es el producto de la acción de los Estados Unidos. Cómodamente instalados en nuestra cojera atávica, nos la hemos pasado culpando al empedrado. Las culpas por nuestra inoperancia, nuestra incultura, nuestra carencia de espíritu emprendedor, nuestra violencia congénita y nuestro estatismo populista y demagógico no tienen nada que ver con los Estados Unidos. Ni tampoco el caudillismo, el militarismo y el populismo que nos caracterizan. Son lacras de nuestra propia idiosincrasia. Antes que de sobra, pecamos de una visceral carencia de espíritu e influencia anglosajona. Particularmente en lo que atañe a nuestro carencia de sentido de responsabilidad individual frente a nuestros problemas colectivos y a la falta de conciencia ciudadana activa. Todo lo esperamos del Estado. Nada de la libre iniciativa. Ni siquiera de las instituciones que hemos contribuido a forjar. Así nos ha ido: de mal en peor. Ya lo dijo Carlos Rangel en su obra premonitoria, Del buen salvaje al buen revolucionario: “...lo más certero, veraz y general que se pueda decir sobre Latinoamérica es que hasta hoy ha sido un fracaso”. La culpa por ese gigantesco fracaso es nuestra. De más nadie. Volvemos a vivir la prueba fehaciente de nuestra incompetencia. Jamás se subrayará suficientemente el monstruoso, el gigantesco y el criminal despilfarro que ha hecho de los mayores ingresos monetarios de nuestra historia el clásico gobierno autocrático, demagógico y populista latinoamericano, precisamente el del teniente coronel Hugo Chávez, durante estos delirantes diez años de desgobierno. Jamás se grabará suficientemente en nuestra conciencia que en ese mismo lapso y con ingresos comparativamente menores, la Alemania devastada y destruida por la Segunda Guerra Mundial construyó las bases materiales de la más próspera de las sociedades europeas. Y una de las primeras potencias industriales del mundo contemporáneo. Es el dramático contraste entre el realismo y la mitomanía. Entre la razón y el delirio. Entre la objetividad del trabajo y el esfuerzo colectivos de individuos emancipados, de una parte, y la seducción irracional de caudillos irredentos sobre masas indigentes, de la otra. El hiato aparentemente irreparable entre el orden, el desarrollo y la productividad y la anarquía, la indisciplina y la irresponsabilidad jamás han encontrado mejor retrato que en el de este polvoriento caudillo salido de las tinieblas de nuestro más sórdido pasado. Es el abismo que separa a la América Latina folklórica y novelesca, de los Estados Unidos, primera potencia mundial. Resulta ridículo, vergonzoso y humillante que en el colmo de la estulticia un ágrafo y osado teniente coronel pretenda contrarrestar su zarrapastra ideológica y su desmesura cuaternaria, al mando de unas mesnadas del subdesarrollo, con la maquinaria productiva más avasalladora del planeta. Y más trágico aún es que su discurso irracional y su práctica delirante encuentren eco en amplias capas de la población de la región. Prueba más que suficiente del lamentable estado de indigencia material y espiritual que sufrimos. En el continente, sólo aquellos países que han comprendido la necesidad de deslastrarse de mitomanías y delirios han logrado saltar a la modernidad. Aún al precio de pasar por dolorosos y muy traumáticos períodos de su historia reciente, como es el caso del Brasil, de Chile y del Perú. Países hace nada gobernados por dictaduras y hoy democracias ejemplares, prósperas y modernas. Los tres bajo gobiernos socialdemócratas. Es el caso admirable de Colombia, que aún sufriendo los trágicos embates de una guerra insensata y fratricida, avanza hacia la modernidad bajo un conductor ejemplar. Venezuela vuelve a ser el manchón, el mal ejemplo, la vergüenza de la región. Extraviándose en el laberinto de su soledad. Exportando mitomanías y delirios amparada en malbaratados ingresos petroleros. Es el suyo un proyecto sin destino. Una violenta recaida en los peores atavismos del siglo XIX. Sustentado en el retraso espiritual de su población, en la crisis profunda de sus liderazgos y en la regresión financiada por el petróleo. No hace más que pervertir el curso de la historia y entorpecer el amanecer hacia la modernidad. Es el imperativo que debemos mantener en alto los demócratas venezolanos, superando diferencias y mezquindades: salir de este gobierno cuanto antes y echar a andar una rectificación profunda e irrevocable de nuestros desatinos.
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