Por: Juan Pablo Vitali - A veces las palabras, se tornan engañosas, porque puede no ser fácil, encontrar el verdadero nombre de las cosas.A veces debemos recurrir a antiguos nombres, o inventar nuevos, para ciertas situaciones que no responden a las pautas culturales dominantes.Izquierda y derecha, conservador y progresista, liberal y socialista, reaccionario y revolucionario, son términos que devienen vacíos fuera de un contexto. Y el marco cultural en el que se utilizan es el del mundo moderno, el del pensamiento moderno. Ellos mismos son conceptos modernos, que responden a la dialéctica que el hombre moderno parece necesitar. Una dialéctica de caminos señalados e influidos por la oscilación del pensamiento, en torno a un movimiento que impide encontrar y permanecer en una sólida verdad. A veces no nos damos cuenta, cuánto estamos influidos por esa forma de pensar. Elegimos palabras pensando en su opuesto, siempre dentro de los moldes modernos, enmarcados por una cultura que deja fuera ciertas cosas, cierta forma de pensar, admitiendo solamente lo que considera razonable. Dentro de ese contexto, se puede ser todas las cosas que se quiera en función de la dialéctica, pero no se puede elegir una o varias palabras, para enunciar lo que se considera incorrecto. Ocurre eso cuando juntamos dos conceptos que han sido determinados para ejercer entre si la dialéctica considerada correcta. Así es que está muy, pero muy mal, decir revolución conservadora, nacionalsocialismo, nacionalsindicalismo o nacional revolucionario, porque no se puede manejar unido, lo que está para manejar fácilmente y por separado, según la lógica de la dialéctica, que de ese modo, no podrá producir su síntesis, sino que tendrá que atenerse a una unidad no dialéctica. Ser revolucionario para conservar algo, es incomprensible para el pensamiento moderno. Ser nacionalista y socialista, sería un contrasentido, igual que un nacionalismo sindicalista, o ser nacional y revolucionario, para la forma de pensar impuesta por la lógica de la modernidad. Menos aún se pueden crear palabras nuevas, porque la originalidad marca un cierto grado de libertad espiritual inadmisible.Así, tradicionalismo, fascismo, falangismo, legionarismo, se convierten en conceptos tan originales como pecaminosos, no porque sean sinónimos entre sí, que de hecho no lo son, sino porque sus diferencias se plantean en un plano que el pensamiento dominante considera incorrecto. Apartarse de las normas dialécticas modernas, implica remitir a otra cultura, que por muy antigua, o por muy avanzada, resulta indefectiblemente antimoderna. Nombrar algo con un nombre verdadero, es conocer su esencia y poseerlo. Es darle a la realidad otro contexto, y transformarla hasta convertirla en otra. Sacralizar lo desacralizado, organizar lo desorganizado, unir lo desunido, elevar lo degradado, restaurar lo destruido, enaltecer lo envilecido, recordar lo olvidado, espiritualizar lo materializado, todo eso puede ocurrir, cuando los conceptos dejan de ser patrimonio del pensamiento dominante, y comienzan a ser patrimonio de otra realidad, que trasciende ese pensamiento, porque pertenece a un orden superior. Toda guerra es esencialmente una guerra semántica. Quien posee los contenidos posee el pensamiento, y quien posee el pensamiento posee a la persona. En el fondo el tema es sencillo. Pensamos con palabras, con un idioma que elabora conceptos vivos en un contexto de relaciones que se denomina cultura, aunque a veces esté tan degradado que debiéramos denominarlo de otro modo. Por eso los niveles de ruptura en la ambigüedad dialéctica de los conceptos, están en su desplazamiento por fuera de la furia dialéctica, del racionalismo tiránico iluminista, en el final de los falsos enfrentamientos dialécticos, entre todos aquellos que en definitiva buscan un bien, sin caer en la falsedad de los enfrentamientos propuestos. Porque muchos de los que predican otra cosa, son permeables al pensamiento moderno, que los somete mediante los conceptos con los que formaron su pensamiento. Pensamientos de hombre moderno, a la medida de la falsedad dialéctica. El hombre nuevo que debemos formar, es en realidad el más viejo del mundo, el que no deambulaba por las tesis y antítesis para someterse luego a la síntesis del poder manipulador, sino que enfrentaba la realidad desde su propio ser integral, sin ningún otro complejo que la realidad misma. Una realidad completa, material y espiritual, sin más fe en la materia que la merecida por la materia, manteniendo la conciencia de algo obvio: que es mucho más probable la permanencia del espíritu del hombre, que la de su materia, siempre tan frágil, siempre tan susceptible a adjudicarse a sí misma una omnipotencia del todo ridícula, mientras la muerte sea parte insuperable de la naturaleza del hombre.
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