Por: Antonio Cova Maduro - antave38@yahoo.com - Corren los primeros días de septiembre de 1996 y las últimas horas de vacaciones en la Isla de Margarita me han revelado un cansancio anormal. Es hora de volver a consultar al cardiólogo, pienso. Esto que me pasa no es normal, y por suerte mi cuerpo siempre me ha avisado cuando las cosas no van bien. La "Prueba de esfuerzo", el examen estándar para detectar cómo andan el corazón y sus ramales, termina siendo lo que los cardiólogos llaman "positivo" y que para los efectos del paciente es un "desastre". Esa inesperada constatación de que las cosas por allá adentro no andan bien, impone la realización de un cateterismo. Se produce algo que va a ser constante en mí: debo encarar -y aceptar- la peor opción que siempre concluye en la mejor solución. Los resultados del cateterismo son inequívocos: hay que operar sin vacilación y con la mayor rapidez. A ella sigue una convalecencia complicada de la cual he disfrutado del mejor recuerdo: la lectura de más de seis mil páginas que hacía tiempo esperaban por mí. Poco a poco volvió la normalidad y, sobre todo, la pérdida del miedo. Después de todo, si como me enfatizó el cirujano ("no tenga miedo, profesor, que esos by passes están muy bien agarrados y no corren el riesgo de que se despeguen"), la cosa había quedado bien, ese departamento, el cardiológico, había superado la prueba y quedaba bajo control. Con el tiempo serían otros departamentos de esa máquina maravillosa que es el asombroso cuerpo humano los que me darían dolores de cabeza. Pero del corazón, de ese yo estaba blindado. Hasta que sucedió, para mí, lo inesperado: si los originales se habían llenado, ¿qué podía garantizar que los sustitutos no repetirían la hazaña? Después de todo, la solución del by pass coronario es totalmente mecánica: si se llenaron de grasa dañina los originales, ¿qué podría preservar a los reemplazos del mismo implacable proceso? Desde finales de abril de este año se inició un proceso de exámenes clínicos que rápido condujeron a una inexorable conclusión: lo que se sabía que podía pasar, pasó. Se había vencido el tiempo de gracia que me concedió la Providencia divina y las coronarias quinceañeras se tupieron. Nunca olvidaré cómo a la conclusión del cateterismo, con toda la aprehensión posible aguardé los veinte minutos que la junta médica discutió los innegables datos que les brindaba la tecnología contemporánea. Y esos datos con gélida seguridad impusieron la decisión: la angioplastia, en mi caso, sería un pañito caliente de corta duración. ¡Había que "reintervenir"! No pude evitar, en la conversación que mantuve con el mismo cirujano de 15 años atrás, decirle, "si alguien me hubiera dicho que quince años después, estaríamos frente a frente, para proceder a lo mismo, sin vacilar le hubiera respondido: 'tú estás loco'". Al parecer, es más común de lo que uno imagina el que muchos "baypaseados", con el paso de los años deban someterse a otra intervención, para lograr lo mismo. Esto es lo que hay, como dirían los pavos, por lo menos hasta que la misma ciencia que ha hecho posible la solución "mecánica" al tapado de las coronarias, en unos cuantos años cancele esa agotada solución, y proceda a brindarnos una nueva. En esta situación no deja de asombrarme hasta dónde ha llegado la ciencia en el combate cotidiano por extender la vida; en la medida de lo posible, una que valga la pena vivir. Pero quizás más perplejidad me causa el verme inmerso en ese proceso. En efecto, como quizás nunca antes -de seguro, nunca con tanta fuerza como ahora- los humanos tenemos la posibilidad de vernos como parte integral de ese proceso. Ni yo ni nadie podemos negar que somos hijos de un tiempo... y también la medicina que nos atañe. Por ello, nuestras posibilidades siempre estarán limitadas por lo que el "estado" de los conocimientos científicos -y sus aplicaciones- pautan... y permiten. También es verdad que nunca como ahora recibimos tanta información acerca de lo que viene, de lo que en pocos años la ciencia hará posible. Ese conocimiento, sin embargo, no puede garantizarnos que cualquiera de nosotros logre beneficiarse de él. De nuevo, somos hijos de un tiempo y de las posibilidades que él brinda. Jamás fui tan dolorosamente consciente de ello como cuando me enteré que el primer by pass coronario había sido realizado en 1964, dos piches, 2 años después de que mi padre pudiese beneficiarse de tan gran innovación. Viejo -con tristeza pensé- si hubieras esperado dos años nada más. Ahora es el turno de tu hijo.
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