jueves, 13 de noviembre de 2008

Del áspero vivir


Por: Ramón Farré - Tengo un amigo que, ante el culto que rendimos al dinero -que jamás alcanzaremos-, cree necesaria la divulgación de una doctrina trascendente, alternativa, que, dirigida al común -casi todos nosotros-, alimentara piadosamente la esperanza de lograr una felicidad compensatoria de nuestras penalidades, más allá de este valle de lágrimas. Más allá de esta vida y de esta muerte. Muy preocupado por la frágil condición del hombre, propone él subvencionar a curas y muslimes, si llegara el caso. Subvencionar a predicadores machacones que nos inculcaran la certeza segura de una reparación post mortem, un bálsamo que ayudara a sobrellevar la existencia apechugando resignadamente con la condición derivada de nuestro malhadado nacimiento. Mi amigo es berroqueño y apenas deja resquicio por el que colar, siquiera con disimulo, algún reparo. Y no es que me escandalicen de por sí las subvenciones, no. De ese prejuicio, de ese espanto, nos han curado nuestras autoridades volviéndolas costumbre para comprar opinión o contratar jornaleros. La Xunta, a través de la Consellería de Cultura, por ejemplo, dedica ingentes cantidades de dinero público -que una ministra advirtió, no era de nadie- a subvencionar la edición de libros que nadie leerá. Muchos, de dudoso valor, se regalan a las bibliotecas escolares para instruir a nuestros jóvenes en el conocimiento de una de las lenguas nuestras y para ilustrarlos en los secretos de nuestra cultura. Una cultura concebida así en el aire, como las perseidas. Una cultura también unidireccional, de arriba abajo. Basura académica -dijo de esos libros un atrevido crítico independiente- que, pese a tan rumbosa prodigalidad, se almacena por millones en los oscuros e impenetrables sótanos del poder. Además, la subvención, popularizada por la práctica política, es una aspiración cada vez más temprana. En los centros de enseñanza donde los gobiernos han decidido estabularlos, hemos escuchado demasiadas veces a nuestros perezosos adolescentes proclamar su impaciente deseo de convertirse en pensionistas cuanto antes. Y hasta supimos que Manuel Chaves, al frente del Gobierno de Andalucía, consideraba seriamente la posibilidad de hacer realidad ese anhelo antes de que la alegre muchachada abandonara los institutos. No, no me asustan pues las subvenciones. Son otras las objeciones que yo opondría a la propuesta de mi amigo. De un modo u otro, predicadores de distinta ralea han sido favorecidos a lo largo de la historia, y en contra de su menestral acomodo, de su pernicioso ejemplo, contamos con valiosos testimonios. Hace siglos que Erasmo fustigó la disociación entre su discurso y su conducta, entre la doctrina que predicaban y el comportamiento que observaban, su disolución moral, en definitiva. Para salvarla, el sabio humanista aconsejó que cada uno fuera sacerdote de sí mismo. Por si pareciera poco, es sobradamente conocido que el clero -como estamento, como grupo- ha desempeñado siempre una función retardataria y conservadora cuando no reaccionaria. Lejos del evangelio y de los débiles, en peligro de perder sus privilegios, derivó indefectiblemente hacia el fundamentalismo que le llevó a imponer la palabra suya como incontestable y más verdadera. Y a matar incluso para que así fuera. No obstante es de ley reconocer -en la base- raros pero grandiosos modelos de generosa entrega al prójimo. El de la madre Teresa y el de Cuco Ruiz de Cortázar, por citar tan sólo dos, son resplandecientes. El caso es que hoy no está lejos solamente el dinero que, en cambio, sirviera para financiar la ley de dependencia. Está lejos también -casi tanto- la revolución. Los líderes (¿) que a ella habían de conducirnos se han apoltronado. Ya no quiere Pepe Blanco cortar cabezas de reyes y reinas metepatas. No quiere echar abajo la institución tal vez porque, en su imparable ascenso hacia las estrellas, él aspira a ser rey -o reina- cualquier día. Sin Pepe, sin su revolucionario impulso, estamos -sobre pobres y laicos- más huérfanos y más desamparados. Es cierto. Y aún así, frente al áspero vivir de inconsecuentes predicadores apocalípticos que pueblan, atrozmente todavía, nuestra memoria infantil, muchos preferimos, si no lo fuera, soñar una vida gozosa. Algunos de tantos propondrían por eso la inmediata subvención de las hetarias, como un servicio colectivo. Pero quien manda, tan atento a lo moderno, no se atreverá en esto a ir por delante de la demanda. Podría sucederle lo que a aquel padre de nuestro socialismo, quien para legalizar la prostitución propuso darles cartilla de la Seguridad Social, y ante la que le vino encima hubo de acabar aclarando que con su propuesta no pretendía otra cosa en realidad que descongestionar las Urgencias. "No querrían los bienpensantes que en la salud privadamente las buscaren exponerse, en la enfermedad, a un saludo público que los comprometiera", desdíjose sagaz el industrioso prócer, espejo del hombre público que estaba por llegar. No faltarían, tampoco, quienes reivindicaran el Chinchón -dulce, por favor- como un derecho histórico. Y finalmente, otros, de entre los que pudieran elegir, pensarían que a vivir mejor ayuda el arte, que ayuda la literatura. La literatura, más pobre hoy, y más sola, sin Ramiro Fonte ni Rei Ballesteros. La literatura, que, en el fondo de la caja de Pandora y en el último momento, retuvo felizmente la esperanza. La esperanza para seguir soñando. Los sueños para seguir viviendo.

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