Por: Manuel Barreto Hernaíz - En la antigua Grecia y en la antigua Roma se comienza por esbozar el concepto de Estado que da lugar al que en nuestros días tenemos y que comienza a asentarse a partir del siglo XVII. Se hace necesario recordar que el Estado es la unidad de un pueblo en su territorio y está integrado por varios órganos consagrados a objetivos capitales de la vida humana. Cada órgano constituye por sí solo un cuerpo con funciones precisas y modos particulares de cumplirlas. El Estado es un concepto político que se refiere a una forma de organización social soberana, formada por un conjunto de instituciones, que tiene el poder de regular la vida sobre un territorio determinado; en tanto que al gobierno se le confía la administració n del interés común, pero de ninguna manera la autoridad para avasallar a los demás órganos del Estado y menos someter a sus ciudadanos, considerando que en una democracia los principales principios doctrinarios que un gobernante debe observar son claros y precisos: la alternancia en el ejercicio del poder; la separación y balance de poderes, que hagan cumplir la ley equitativamente para todos; la libertad de información y culto; y la Ley o el Derecho como voluntad del Estado, a partir de un Poder Legislativo representativo. El Presidente -cual Leviathán tropical- y sus acólitos dan la espalda a los principios fundamentales de la democracia, sustentando un pretendido Estado monolítico, que inconmensurablement e por la senda del despotismo. Invocando permanentemente a la razón de ser del Estado, estos apologistas del "nuevo orden absolutista" , suelen confundir la acción y competencias de gobierno con las del Estado. Este régimen dedicó bastante tiempo -de acuerdo a las apreciaciones bien documentadas del recordado Alberto Garrido- a discutir cómo tomar el poder y casi ninguno a cómo administrarlo de manera democrática. También desarrollaron múltiples ideas sobre el reparto de las riquezas pero casi ninguna sobre cómo crearlas. El Presidente y sus secuaces acogieron, en los principios de tan nefasta década, los procedimientos democráticos para luego desvirtuar la propia democracia, centralizando absurdamente el poder, anulando el sistema de pesos y contrapesos que caracteriza un régimen democrático, puesto que nada queda fuera del alcance irrestricto de su voluntad arbitraria, ni siquiera la vida particular del ciudadano. En fin, se destruye la democracia utilizando sus propios mecanismos: leyes, sentencias, decretos, mayorías legislativas, convenios internacionales. La frase "L'Etat, c'est moi" -que aún se debate si es de Luis XIV o en qué contexto la acuñó- resume en pocas palabras la esencia del absolutismo: un régimen político en el que una persona, ejerce el poder con carácter absoluto, sin límites jurídicos ni de ninguna otra naturaleza. La Historia ha demostrado que cuando impera la confusión entre Estado, gobierno y gobernante, quienes ejercen el poder adoptan posturas dictatoriales, en tanto que el ciudadano se convierte en un ser desdichado, dependiente y sometido por un centralismo obsesivo, por un repugnante culto a la personalidad y por un nefasto regreso al pasado.¿Será que en tan desbocada carrera hacia la reedición de este ensayo de absolutismo tan posmoderno, lleguemos a escuchar en las sempiternas peroratas dominicales otra histórica frase -esta vez en boca de Luis XV bisnieto de Luis IV-: "Après moi le Déluge?... (Después de mí, el diluvio)
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