domingo, 22 de marzo de 2009

Franchute


Por: Eugenio Montoro - Era un pueblo pequeño que había crecido, como casi todos, a la orilla de un río. Su gente se dedicaba a la siembra, a las vacas, al tejido, a la alfarería lo que les permitía tener las cosas esenciales. Crearon un sistema para solventar. Los tres mayores del pueblo se reunían cada tarde y analizaban los problemas. Si Aurelio acusaba a Ildefonso de no haberle pagado la venta de un novillo, los viejos decidían que Ildefonso debía pagar, adicionalmente al novillo, una pena elegible entre una oveja o un saco de tomates. Un día aparecieron unos tipos de hablar incomprensible. Llevaban un traductor quien aclaró que eran unos franceses que habían visto la posibilidad de establecer unos cultivos de plátano a las orillas del río. Propusieron comprar o alquilar los terrenos, emplear como trabajadores a gente del pueblo y pagar un impuesto, según manda Dios, para el beneficio de todos. Los tres viejos convocaron a los cabeza de familia del pueblo para tomar una decisión tan importante. Todos estuvieron de acuerdo. Bienvenidos los franceses. En poco tiempo el pueblo se vio asaltado por un número impensable de cambios. Máquinas de mover la tierra, técnicos franceses, casas de febril construcción, calles, comercios, generadores de electricidad, tuberías para agua, hospitales y, por supuesto, con el progreso llegó la diversión convertida en restaurantes, cines, bares y prostíbulos. En poco tiempo las plantaciones parecían un océano verde. Centenares de camiones repetían a diario su rutina de carga de los racimos al mismo ritmo que crecía el pueblo. En dos años se construyó un Liceo y luego una Universidad con las Facultades de Agronomía y Veterinaria. La prosperidad del pueblo se había convertido en noticia y quizás por ello, enviados por otros, aparecieron unos nuevos predicadores. Su mensaje era sencillo. Las cosas debían ser del pueblo y no de empresas explotadoras. No podían dejarse las decisiones a cargo de tres ancianos y era hora que los habitantes del pueblo tomasen el control de su propio destino. Decenas de jóvenes se entusiasmaron y en poco se hicieron revueltas para sacar a todos los franceses que, a la sazón, se rebautizaron con el despectivo de “franchutes”. Los nuevos predicadores ayudaron a cambiar todo y vinieron a ser también el nuevo gobierno. Las plantaciones se dividieron en pequeñas parcelas y las máquinas, camiones, hospitales y todo aquello que no se podía dividir, pasaron a ser propiedad comunal. Los pobladores celebraron por varios días haber acabado con la explotación de los franceses. Algunos meses después empezaron a disminuir las ventas de plátanos y eran pocos los camiones que venían a recogerlos. Hubo algunos altercados entre los nuevos parceleros que dejaban de recibir ingresos. Un triste día empezaron a salir en las hojas de las plantas unos redondeles extraños que se propagaban rápido. Decidieron consultar a los antiguos franceses sobre algún tratamiento. Les ofrecieron un insecticida, pero los parceleros no se ponían de acuerdo sobre como pagarlo. Perdidas las siembras la gente empezó a emigrar. Los que quedaron no tuvieron que hacer mucho esfuerzo para desalojar a los predicadores y sus bonitas pero idiotas ideas. Algunos años después llegaron otros tipos de hablar raro. ¿De donde vienen?, preguntó uno de los viejos. Dicen que de Rumania. ¿Y donde queda eso? Dijo otro viejo. No importa, dijo el tercero. Rápido, busca como se dice bienvenidos en rumano. Busca, busca. ¡Apúrate carajo!

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