Por: Víctor Maldonado C. - Correo del Caroní - Hace poco me topé con un periodista cuya protesta se leía en una franela negra que cargaba encima: somos los mejores periodistas peor pagados del mundo. A mí me pareció la composición de la frase toda una metáfora de lo que ocurre en el país, que a fin de cuentas se debate constantemente dentro de la angustiante sensación de la disonancia. La contradicción entre lo que decimos y lo que hacemos termina empujando a los venezolanos hacia el terreno de las paradojas, sin que en este camino nos acompañe el buen juicio. En el caso de mi amigo periodista, él no podía entender cómo una empresa que se precia de tener una tajada mayoritaria del mercado publicitario pueda pagar unos sueldos tan esmirriados, que se imponen con toda la fuerza de la que pueden disponer aquellos que no tienen la razón. Esa misma circunstancia experimenta la sociedad democrática en relación con sus partidos políticos, pues con ellos habrá de construir un gran frente nacional para ponerle punto final a esta época de tiranía y sin sentido, y sin embargo, los partidos no terminan de dar la talla en cuanto a grandeza o decoro. Ni consolidan una plataforma realmente unitaria, ni tienen el buen tino de demostrar que son diferentes al nepotismo oficial, a la desvergüenza gubernamental y a la corrupción del régimen. Tampoco se dan cuenta que hay comprometido un problema de respetabilidad y reputación que ahora más que nunca, es lo más importante, y que por lo tanto la trampa artera, el insulto gratuito y las componendas oscuras no pueden ser parte del guión. Lamentablemente ni siquiera intentan seducir al país con un programa mejor al actual, con todo lo bueno del presente, y con la ventaja de esquilmar todo lo malo que ahora vivimos. El sinsentido también se experimenta cuando por más que ingresen recursos adicionales por la vía de la renta petrolera, nada cambia para mejor, y estamos inundados de historias de vida llenas de precariedad y dolor sin que haya una sola vía institucional para resolverlas favorablemente. La paradoja se siente en forma de inflación, escasez y desabastecimiento, en su mayor parte ocasionados por la peor estrategia de política económica que el peor de nuestros enemigos se haya podido imaginar, compuesta por una serie interminable de trámites contradictorios y perversos que hacen imposible una sana actividad empresarial. Pero aquí no termina el absurdo que vivimos porque mientras el gobierno se dedica a las causas más nobles en el resto del mundo, como darle petróleo barato a los ciudadanos de una de las urbes más ricas del planeta, nosotros padecemos solos y sin defensa alguna una industria del secuestro que amenaza con ser una de las actividades económicas más importantes del país, sin que el gobierno haga nada por abatirla y sin que el presidente muestre la energía necesaria para eliminar el miedo y la zozobra de las calles de nuestras ciudades. A diez años el país luce derrotado con el emblema más genuino en la torre oeste de Parque Central y sus mil quinientos días de reparaciones inconclusas, que muestra un país en veremos, sin que nada se consolide, más árido en realizaciones que la tierra más yerma, y menos propicio a la esperanza al saber que no hay futuro alguno esperándonos a la vuelta de la esquina porque nos hemos negado a tener la grandeza suficiente para soñarlo y para luchar por él. Por ahora el país luce extraviado en el laberinto de sus propias contradicciones, atajando al más débil en las trampas de la injusticia y la iniquidad, y en las mil caras que tiene el tirano que medra en cada uno de nosotros, pero que se muestra genial y malévolo en la mejor composición que ha producido nuestra propia barbarie: nuestro presidente, que ha llegado hasta aquí en una carreta empujada por nuestros propios errores. En eso, nadie duda, somos los mejores. En salir de esto, tampoco nadie duda, somos los peores.
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