martes, 3 de junio de 2008
El Teatro Ayacucho
El Teatro Ayacucho pese a que fue reinagurado recientemente no alberga los espectáculos musicales que hicieron furor en los años de la dictadura gomecista.Foto Archivo .Es tarde para llegar al teatro Ayacucho. Al Roof Garden, a El Peñíscola, al Pasapoga, al Casablanca. 2003 es tarde para llegarle a la ciudad después que tanta música ha amenizado tanta noche, y tanta fiesta orquestada se ha confundido con los colores de días que se diluyeron. Tarde para interpelar a las paredes de los teatros para que suelten los acordes de “Lágrimas negras” y repitan los versos de Jaramillo. Pero no para que la letra quede trabada en la memoria, con su carga de ron, sentimiento, cigarrillo y perfume pegostoso. Porque cada persona bajo su traje de ciudadano tiene guardado el de bolerista, trovador, merenguero o salsero y eso ya es mucha ayuda. Porque el recuerdo tiene sus formas particulares de ser transmitido, así sea con el verbo apabullado de los amantes que desgastan las plazas de tanto quererse, de los que despiertan la envidia de los pasajeros en los microbuses, de los que se despellejan y hacen espectáculo en los centros comerciales, y hasta de los solitarios. Todos, en conjunto, con ese hablar meloso que a veces quiere dejar sentado su desprecio por lo añejo, están citando minuto tras minuto a Lucho Gatica, Agustín Lara, Manzanero, a Billo. Repitiendo un guión de telenovela mexicana con letra de Daniel Santos y declamando sus versiones libres de “Capullito de Alelí” así bailen música house o canten balada pop. Cuando se enamoran, sea en Altamira a plena luz o en los bares recónditos de la Solano o La Castellana, van entonando sus cantos de despedida o reconciliación con ese pié de página a cuestas. Quizá ignoren que Alfredo Sadel fue un cantante tan aclamado por las multitudes que la concha acústica del Connie Island y todo el parque le quedaban pequeños, pero alguna vez han llorado “lágrimas negras”. Desconocen que actuó en Hollywood, y que pese a aspirar a una carrera de tenor siempre siguió cantando boleros, pero han caminado por su “vereda tropical” particular de manos enlazadas.Y es que aunque lo eviten, el vicio por la música lo tuvieron que adquirir cuando el profesor de escuela los obligó a entonar “Compadre Pancho” para aprender a tocar el cuatro o les mandaron a bailar algún merengue venezolano en algún acto cultural. En el peor de los casos, el ritmo los invadió por casa y en cada diciembre. Porque la práctica se resiste a dar por cierto algo que me dijeron, con tenor de acusación, alguna vez en una esquina: “a medida que hemos ido cambiando de formato para grabar canciones, la memoria musical se nos ha ido encogiendo, del acetato al CD, de los cartuchos a los casetes.” Aquel señor se explayó a interpelar mis conocimientos. Al principio no supe qué decirle y no tuve más opción que aceptar estoicamente el reclamo por desconocer el nombre del primer venezolano (caraqueño y del centro, para más) que actuara en la meca del cine estadounidense, Tito Coral. Alguien que además de formar parte del reparto principal cantaba dos temas del film, estrenado en 1935, dos piezas de fox trot. No hubo más remedio que avergonzarse por ignorar que Alirio Díaz tocó alguna vez el saxofón con una sonora para pagar sus estudios de guitarra. Sin embargo, algo tenía que esgrimir en mi defensa, aunque abusara citando a un nombre demasiado conocido. Entonces le hablé de Billo Frómeta. A él sí lo conocía, desde el primer tetero hasta la más reciente celebración de diciembre, de alguna fiesta perdida en mi memoria y de las presentaciones en Sábado Sensacional en la era de Amador Bendayán. Le conté de la Aragón y de la Sonora que era lo que habían bailado mis papás, una pista tras otra, aunque mis hermanas y yo nos durmiéramos sobre las sillas, en cualquier fiesta de quince años, matrimonio, bautizo, piñata, en fin, en toda celebración que tornaba en parranda para la gente grande. Con ritmos apambichados y mosaicos se enamoraron. Que aunque era la música que no me permitía dormir le tomé cariño, que cuando escucho a Celia entonando “dile a tu nuevo querer que no hay nada que temer...” me erizo o que las primeras canciones con las que aprendí a bailar fueron el Piano Merengue de Damirón o que la palabra Guarenas entró en mi vocabulario después de oírla de boca de Rafa Galindo. Ya inspirado le dije que la música caraqueña y la que por fenómeno trasnacional hemos adoptado estaba incrustada hasta en los lamentos de la ciudadanía, en sus maneras de caminar y en sus formas de relacionarse. Bastó un minuto para que por esa misma plaza pasara alguien que gritaba “Yo no sé en qué parará la cosa, caballero”, mientras esquivaba la basura y recordaba esa canción en la que Billo se quejaba de la suciedad de la ciudad. El 20 de febrero de 1954 El Nacional anunciaba la cartelera de un espectáculo en el club nocturno "Casablanca". Microfilm de Archivo El Nacional. Unos pasos más allá alguien parece que delira mientras baila con una escoba en la mano. Con su mejor tono y con ágil paso entona: ”Sufro mucho tu ausencia, no te lo niego...No puedo vivir si a mi lado no estás...Te juro que dormir casi no puedo, mi vida es un martirio sin cesar. Mirando tu retrato me consuelo, vuelvo a dormir y vuelvo a despertar...”. Entonces mi inquisidor y yo sabemos que no hemos llegado tarde a escuchar un poquito de una desvelada Toña La Negra, ni a ningún teatro. Entendemos que la música se le escapó a las paredes de las pistas, a las rocolas. Fue más grande que el vinil y que el paso de los años. Se nos metió a todos por las venas, porque los clubes y el sentimiento, como una procesión bailable, los llevamos por dentro. Ernesto Campo
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