Por: Xochil Schütz - Poeta alemana
Tomado de: http://prodavinci.com
El viaje para Caracas dura quince horas. Salgo
del avión un sábado por la tarde cansada y pegostosa. Antes de
presentarme ante los representantes del 10. Festival Mundial de Poesía
que me recogerán en el aeropuerto, quiero refrescarme en el baño, pero
no tengo tiempo. No he terminado de recorrer la pasarela del avión
cuando veo mi nombre en un letrero sostenido por una joven. Paso,
conducida por ella, sin tener que hacer la inmensa cola del control de
pasaportes, al área VIP del aeropuerto. Está fuertemente vigilada por
dos mujeres uniformadas de mirada mordaz.
La sala de aspecto señorial, amoblada
con sofás de cuero, tiene aire acondicionado. En las paredes lucen
pinturas, la más grande de todas muestra al presidente Hugo Chávez,
fallecido en mazo de 2013.
Junto con otros poetas que también
esperaban en el área VIP soy conducida a través de la instalaciones del
aeropuerto en dirección a la salida. Mi vista se detiene sobre una
gigantesca cola de personas esperando. Es ancha y seguro de por lo menos
cien metros de largo. La mujer que nos busca me mira y dice: “Esperamos
que te guste Venezuela”.
El viaje para Caracas dura cuarenta
minutos. Veo montañas y pronto miles de chozas armadas de ladrillos, que
se aferran a sus laderas.
Cuando le digo a la joven colaboradora
del festival que debo cambiar algo de dinero, me exhorta a que los
cambie con ella, de forma personal. Quiere viajar a Europa dentro de
poco. La entiendo; aunque su abrupta exhortación y algo en su tono de
voz me hace desconfiar. Que el gobierno ha establecido una tasa de
cambio extremadamente baja, que los venezolanos tienen dificultades para
acceder a divisas y que por eso se pagan altos precios por moneda
extranjera en el mercado negro, eran cosas que había leído antes de
emprender el viaje.
Más tarde, la joven me ofrece canjear
mis euros por un precio que en realidad está 80% por debajo del precio
promedio del mercado negro e incluso muy por debajo del cambio oficial.
Me siento engañada. Me cuesta encontrar el valor para decirle a la joven
que me está ofreciendo muy poco dinero. Cuando me oye, hace como si
estuviera enterándose de que existe un mercado negro y me monta una
escena de gran sorpresa. Poco después me ofrece un tipo de cambio un
poco más alto que el anterior y me explica que debido a que ella trabaja
para el Gobierno no puede pagar precios de mercado negro. Acepto el
trato (que aún es desventajoso) porque temo que en los próximos días
tendré que lidiar con frecuencia con esta joven y no quiero arruinar
completamente el de por sí ya incómodo ambiente. A pesar de eso no me
siento muy bien.
Seis semanas antes. La invitación
es formal y amigable. La Casa de las Letras de Caracas me invita a
participar en el Festival Mundial de Poesía. Me alegra mucho, pues me
gusta viajar. El Ministerio de la Cultura estaba dentro de los
patrocinantes. En Alemania el Estado también apoya este tipo de eventos.
No creo que la situación amerite mayor precaución. Cuando Hugo Chávez
aparecía en los medios alemanes, su autopromoción me parecía incómoda.
Ahora está muerto y yo un poco curiosa. ¿Logró algo políticamente? ¿Es
tal vez Venezuela un ejemplo de que el socialismo sí puede funcionar?
Acepto la invitación al Festival. Me
informo regularmente a través del Internet sobre la situación política
del país. Poco a poco comienzo a dudar: La economía está evidentemente
en el suelo. Los medios de comunicación, se lamenta la prensa
internacional, se encuentran controlados; el último canal de televisión
independiente está siendo comprado por el Estado. De pronto leo que
militares han torturado a manifestantes críticos al gobierno. No me
suena a socialismo. Suena a dictadura. Pienso en cancelar mi
participación en el Festival.
“Tú no eres Günter Grass”, me dice mi
mejor amiga. “Tu ausencia no tendría ningún efecto. Y tal vez esas
personas lo que están necesitando es poesía”.
Decido emprender el viaje. Poco después
recibo el programa del Festival. En la primera página luce una imagen de
Chávez. ¿Y esto qué es? No tengo nada que ver con este señor y nada de
ganas de dejarme instrumentalizar.
También me pone a pensar el hecho de que
yo —como poeta— debo abrir el festival. Con la actual situación
política del país me parece un dudoso honor. Considero la posibilidad de
citar las palabras de Rosa de Luxemburgo en la tarima: “La libertad es
siempre libertad para el que piensa diferente”.
“Eres invitada”, me dice alguien. “No
puedes ofender a los anfitriones”. Además de estar en contacto con los
organizadores del Festival Mundial de Poesía, también estoy en contacto
con el director de la biblioteca del Instituto Goethe en Caracas. Uno de
mis talleres sobre la poesía slam tendrá lugar allí.
Le escribo que la situación política del país me parece muy interesante. Me responde invitándome a un almuerzo informal con algunos autores críticos al gobierno. Me alegro mucho y me siento aliviada de no ser instrumentalizada por sólo uno de los lados. Sin embargo sigo teniendo una mala sensación respecto a este festival.
Le escribo que la situación política del país me parece muy interesante. Me responde invitándome a un almuerzo informal con algunos autores críticos al gobierno. Me alegro mucho y me siento aliviada de no ser instrumentalizada por sólo uno de los lados. Sin embargo sigo teniendo una mala sensación respecto a este festival.
El hotel en el que nos hospedamos queda en el centro de la ciudad.
Me dicen que no debo salir sola. Caracas es peligrosa. Se trata del
antiguo Hotel Hilton que desde hace años pasó a manos del Gobierno de
Chávez. Desde entonces no han limpiado las ventanas, las alfombras están
sucias y la ducha de mi habitación no funciona. El servicio de
habitación me trae el agua que pedí después de una hora. La siguiente
simplemente no me la trae. El agua del chorro no es potable. Tengo sed.
Comienzo a comprar agua en la tiendita del hotel, que abre de vez en
cuando. En el desayuno evito además comer mantequilla. Está rancia.
De los cuatro ascensores del rascacielos funciona normalmente sólo uno. En consecuencia hay que esperar largos e improductivos ratos durante las horas de mayor afluencia. Cuando los huéspedes del hotel nos enteramos de que había un ascensor que sube a partir del segundo piso (mejor que nada), salimos corriendo en competencia para subir por la escalera.
En otra oportunidad me embuto entre el
amasijo de gente aprisionada en el ascensor. La gente se molesta. Si el
ascensor llega a quedarse parado a mitad de camino, seguro que me
linchan.
A veces subo los 15 pisos a pie. Tengo muchas actividades previstas y no siempre tiempo para esperar.
No necesito lujo, pero este hotel no funciona lo suficiente.
Bienvenida oficial. El domingo en
la tarde se nos da una bienvenida oficial a los cincuenta invitados al
festival en el patio de un museo cercano al hotel.
No, en realidad no se nos da la bienvenida. Se nos da un discurso en el que se exaltan los logros del gobierno socialista en el área de la cultura. Luego un segundo discurso, en el cual se exaltan los logros del gobierno socialista en el área de la Cultura. Luego un tercer discurso en el que el director de la Casa de las Letras, institución que nos ha invitado, con una mezcla de fervor y vanidad, expone que fue amigo personal de Chávez y lo grande que es el socialismo.
No, en realidad no se nos da la bienvenida. Se nos da un discurso en el que se exaltan los logros del gobierno socialista en el área de la cultura. Luego un segundo discurso, en el cual se exaltan los logros del gobierno socialista en el área de la Cultura. Luego un tercer discurso en el que el director de la Casa de las Letras, institución que nos ha invitado, con una mezcla de fervor y vanidad, expone que fue amigo personal de Chávez y lo grande que es el socialismo.
Durante los siguientes ocho días que
estaré en Caracas, escucharé antes y durante cada uno de los eventos las
palabras “Chávez”, “Comandante”, “Presidente” y “Patria”. Ya en este
primer día su uso excesivo hace que mis oídos no las toleren más. Estoy
alterada. Perpleja. ¿Qué es esto?
Es lunes por la tarde. Dentro de
poco tendrá lugar la inauguración oficial del Festival en el teatro más
grande de Suramérica. Se esperan más de dos mil personas. Me preguntan
si quiero decir algunas palabras antes de recitar mi poema. De ser
afirmativo, debo decir exactamente qué palabras serán.
Respondo que no y me molesto un poco, porque luego del saludo informal que nos hicieron en el teatro, en el que se exaltaron los logros del gobierno en el área cultural del país y se nombró a Chávez al menos diez veces, había pensado de hecho en la posibilidad de decir algo.
Respondo que no y me molesto un poco, porque luego del saludo informal que nos hicieron en el teatro, en el que se exaltaron los logros del gobierno en el área cultural del país y se nombró a Chávez al menos diez veces, había pensado de hecho en la posibilidad de decir algo.
Resulta que hay otra presentación antes
de la mía: la de Chávez. En una pantalla gigantesca se le ve y se le
oye, gesticulando de forma exageradamente sentimental, mientras recita
un poema. ¿Este tipo realmente tenía que saber hacer de todo?—pienso.
Entonces salgo al escenario. La gigantesca sala está casi vacía. Tal
vez unas 300 personas se veían dispersas en ella. De esas 300, a lo
largo de la noche, algunas gritan regularmente en coro “Chávez”. Es
extraño; tiene un aire de teatro escolar.
Detrás del escenario, para los poetas,
hay agua en pequeñas botellas de plástico. Tienen pegada una etiqueta en
la que un nombre está impreso en letras gigantes: Chávez. El agua sabe
venenosamente a plástico. Tengo sed, pero no me provoca tomarla.
Es martes por la mañana. Junto a mi intérprete voy en un taxi al Instituto Goethe. Allí doy mi primer taller sobre poesía slam. Doce personas, jóvenes en su mayoría, asisten al taller. Hablo sobre la poesía slam,
el efecto social y literario que tiene… y que eventualmente no tiene.
Escribimos textos acerca de la realidad social, los recitamos al grupo y
los discutimos. Todos hablan libremente y ninguno grita “Chávez”. Es
sólo luego de que recito mi texto recién redactado, que pregunta si
Venezuela se está convirtiendo en una dictadura, que el ambiente cambia:
una participante del taller desmiente con ahínco que la libertad de
expresión se encuentre limitada en el país. Otros responden con
indignación que en la Universidad ya no se puede hablar libremente por
miedo a posibles consecuencias. Suena inquietante. No. Suena aterrador.
Dos jóvenes participantes deciden fundar un slam de poesía. Por supuesto es algo que me alegra.
Después del taller tiene lugar el
almuerzo informal con el director de la biblioteca del instituto, su
compañera de trabajo y dos artistas críticos al gobierno. Ambos artistas
boicotean el festival por ser organizado por el Gobierno. Me entero de
que la antes independiente Casa de las Letras, de la que recibí la
invitación al Festival, fue tomada desde hace tiempo por personas leales
al gobierno. Recuerdo entonces al fervoroso-vanidoso amigo de Chávez
que nos “saludó” el domingo y ya no me sorprende nada.
La autora crítica al gobierno me dice
que con su arte sólo intenta poner orden en el caos que causa en ella la
situación política y social.
Me siento en sintonía con las personas
en la mesa y no quiero irme. El almuerzo se extiende. Mi intérprete debe
recordarme repetidas veces que ya es hora de partir: debemos regresar
al hotel y después seguir a una lectura.
Nos despedimos afectuosamente y corremos bajo la lluvia tropical a lo largo de una calle.
La Limonera. Junto
a otros autores un pequeño autobús nos lleva poco después a una lectura
en un complejo habitacional en las montañas. El complejo se llama “La
Limonera” y al parecer el difunto presidente Chávez ordenó su
construcción para familias de bajos recursos que quedaron sin techo
debido a catástrofes naturales. A mitad de camino, se sube al autobús un
hombre de aspecto atlético y cabello largo. Me aborda llamándome
“camarada” y me explica con voz pretenciosa que dentro de poco me
encontraré con personas que nunca habían estado en contacto con la
cultura. Ahora el socialismo les lleva cultura. Pareciera que estuviese
hablando de animales a quienes juntos pudiéramos civilizar.
Profundamente conmovido me dice luego que ama a Chávez. Le digo: “Pero
parece que no a todo el mundo le pasa lo mismo”. Se molesta y dice
fervorosamente: “NOSOTROS lo amamos.
NOSOTROS lo amamos”. A más tardar
en este momento me doy cuenta que la situación en este país es
totalmente diferente a todo lo que he conocido hasta ahora.
Las casas del complejo tienen dos años
de construidas. Utilizo el diminuto baño de una de las familias que
viven allí, porque se pensó en llevarles cultura a estas personas, pero
no en poner un baño a disposición de los autores. La puerta del baño
tiene ya un enorme agujero. Y la cerradura de la puerta también está
dañada, cosa que compruebo unos momentos después: no puedo abrirla. La
amable familia necesita largos minutos y la ayuda de herramientas para
poder liberarme. Me siento incómoda y desconcertada. No necesito lujo,
pero un Estado que ni siquiera puede fabricar puertas y cerraduras que
funcionen me parece débil.
El recital de poesía y la apertura de la
actividad se retrasan por la misma razón que la inauguración se
retrasó: un político socialista, que estaba en el programa, nos hace
esperar para terminar no apareciendo.
Hace frío aquí en las montañas. Nadie nos avisó con antelación y ahora morimos de frío. Entretanto ya se hizo de noche. Nadie nos ofrece algo de comer. Tenemos hambre. También tenemos sed, pero nadie nos ofrece algo de beber. De pronto ya no puedo más y colapso. Necesito recostarme.
El recital comienza tarde, pero
comienza. Sin mí, pero los escucho. El director de la Casa de las
Letras, presente en el evento, entona himnos de alabanza a Chávez. El
numeroso público está entusiasmado. Se escuchan los primeros gritos de
“Chávez”. Los poetas venezolanos invitados recitan poemas de alabanza a
Chávez. Estoy recostada en el asiento de atrás del autobús que nos trajo
aquí. Poco antes de mi turno, me obligo a salir del autobús y a subir
al pequeño escenario al aire libre. Un pequeñín tambalea al micrófono y
dice que Chávez una vez lo abrazó y que lo ama. La multitud está
emocionada.
Estoy segura que en cualquier momento en Venezuela Chávez será declarado santo y se convertirá en religión. Tengo la sensación de que nadie me creerá esto en Alemania. Pero en Alemania nadie tiene idea de lo que está pasando aquí.
Estoy segura que en cualquier momento en Venezuela Chávez será declarado santo y se convertirá en religión. Tengo la sensación de que nadie me creerá esto en Alemania. Pero en Alemania nadie tiene idea de lo que está pasando aquí.
Ya se hizo de noche. Durante el viaje de
regreso al centro de la ciudad, que dura una hora, el socialista de
cabello largo que ya había conocido camino a la lectura, reparte
clementemente pequeños pedazos de pizza fría y vieja, como si estuviese
repartiendo la Sagrada Cena. Siento ganas de reír, pero no puedo. Estoy
hambrienta y sobre todo muerta del cansancio.
Miércoles por la tarde. Vamos en
taxi a una escuela, en la que daré mi segundo taller. Somos mi
intérprete, yo y una mujer hasta ahora desconocida que nos acompaña.
Dice trabajar en la Casa de las Letras y tiene un aspecto pedantemente
fiel a la línea, tal como me imagino a una funcionaria del Ministerio
para la Seguridad del Estado (de la República Democrática Alemana). Me
siento incómoda, en el sistema incorrecto y no tengo ganas de conversar.
Prefiero ver por la ventana. Al borde de la calle veo repetidamente
colas de personas. Que los venezolanos deben hacer cola para comprar
papel higiénico, jabón y mantequilla es algo que ya escuché. Que tienen
que hacer cola para poder tener un puesto en un autobús era algo que no
sabía. Siento compasión, pero al mismo tiempo recuerdo a una venezolana
que me dijo que la gente aquí se toma los inconvenientes con humor.
La escuela queda al borde de un barrio.
El taxista tiene miedo de atravesarlo. Pasa una hora mientras
conseguimos un camino más seguro a nuestro destino. Llegamos demasiado
tarde.
Un profesor muy entusiasmado de unos
cincuenta años aproximadamente nos espera en la calle. Nos grita
permanentemente camino a la escuela como si fuéramos sordos. Entramos a
las instalaciones. A causa de su construcción abierta y techos altos, el
ambiente es insoportablemente ruidoso. Todo retumba. El profesor tiene
que gritar para presentarnos a los estudiantes. La funcionaria
socialista que nos acompaña tiene que gritar para alabar al gobierno.
Tengo que gritar al recitar mis poemas e intentar conversar con
aproximadamente ochenta chicos de trece años. Es complicado, pero de
alguna forma lo logro. Al finalizar el taller, el profesor me acerca una
bandeja con pasapalos que los alumnos han preparado para nosotros.
Estoy conmovida. Los alumnos son cordiales, quieren autógrafos y tomar
fotos de recuerdo con sus teléfonos celulares. Al finalizar, el profesor
me entrega solemnemente un montón de hojas metidas en una carpeta
pegajosa. “Mis poemas”, me dice. “Puedes publicarlos en Alemania”.
Siento que me exige demasiado, al fin y al cabo ni siquiera hablo
español.
Otros eventos.
Regresamos al hotel y poco después tenemos que seguir a la próxima
lectura. Tiene lugar en el patio del Ministerio del Poder Popular para
la Educación. Este evento no estaba en el programa del festival que me
habían enviado.
Junto a tres autores internacionales hay
diez autores venezolanos invitados que alaban a Chávez fervorosamente.
El público está entusiasmado. Abandono la tarima antes de tiempo porque
simplemente no puedo soportar la propaganda permanente. Me prometo nunca
más viajar a una dictadura. Más tarde escucho a una cantante cantar con
total entrega una canción de amor para Chávez.
Después de la actividad una mujer del
público se acerca a mí. “Obama loco”, dice. Y luego dice: “Merkel loca”.
A pesar de que no hablo español, conozco la palabra “loco” y sé lo que
significa. La mujer espera que yo por lo menos asienta con la cabeza,
expresando que estoy de acuerdo. Cuando en vez de eso digo “No”, me
asusto porque siento que me va a atacar físicamente.
Jueves, viernes y sábado se llevan a
cabo más recitales. Siempre están invitados, junto a nosotros, los
autores internacionales, numerosos autores venezolanos que entonan
cantos de alabanza a Chávez y llaman a la lucha de clases. ¿Será que es
un intento de impedir que la gente siga dudando del resultado de las
elecciones ganadas por el hijo de crianza de Chávez, Nicolás Maduro? ¿O
de unirse a la oposición?
Cuando es mi turno en un teatro grande,
ante un público bastante numeroso, después de dos horas de
“poesía-propaganda”, digo: “Cuando nos amamos, no necesitamos ninguna
lucha política”. Más o menos la mitad del público aplaude prudentemente.
Los demás hacen un absoluto silencio. Un hombre se enfurece. Mi frase
fue decente. Sin embargo, la siento casi peligrosa.
El Gobierno de Chávez comenzó a ofrecer
en Caracas un festival gratuito (“la ruta nocturna de los museos”) los
fines de semana. Tiene el objetivo de hacer posible a los jóvenes de los
barrios el contacto con la cultura, sin costo alguno. Son precisamente
este tipo de acciones las que en medio de todo reducen mi incomodidad,
me hacen poner en tela de juicio mi creciente rechazo por este Estado. A
mí estos festivales me parecen algo bueno. Incluso estoy contenta de
presentarme allí.
Por la tarde tengo una entrevista con la
televisora cultural más grande del país. Me dicen que debo decir frente
a las cámaras lo que significa Chávez para mí. Me rehúso y le explico
al empleado de la televisora que la poesía es independiente. Me ven con
sorpresa. Una vez más tengo la sensación de estar en un mundo distinto
al que conozco.
Aproximadamente tres mil personas, bien
dispuestas, asisten en la noche. Están contentos de escuchar, después de
la presentación de un grupo musical, poemas en alemán y su traducción.
Estoy sorprendida de la increíble recepción que tengo —sin necesidad de
exclamar ante el público “Chávez”, “Comandante” o “Presidente”. Los
poetas de Francia y Palestina mantienen otra posición: el poeta slam
francés es evidentemente fanático de Chávez, la poeta rapera palestina
está feliz de que Chávez en algún momento tuvo una posición crítica con
respecto a Israel. En general he comprobado que algunos de los autores
internacionales sienten entusiasmo o al menos simpatía por Chávez,
mientras que otros aún no se han ocupado de informarse sobre la
situación política del país.
Como ya antes de emprender este viaje,
me gustaría saber si hubo autores que rechazaron la invitación porque no
quisieron viajar a este sistema.
Domingo al mediodía. Mi
partida se aproxima. La despedida de algunos de los jóvenes
colaboradores, quienes nos atendieron en la oficina del festival en el
hotel, es cordial, casi familiar. Muchos de ellos fueron francos,
comprometidos y bastante encantadores. Me siento irritada una vez más.
¿Es posible que gente tan simpática apoye a una dictadura y que
eventualmente la ayude a construir? Ninguno de ellos quiso hablar sobre
Chávez sin que yo se lo pidiera. Mi “colaborador favorito”, un verdadero
sol, me pide que le recomiende más poetas slam: quiere invitarlos a Venezuela el año que viene, para organizar más talleres y eventos literarios para que la poesía slam sea conocida en el país.
Recuerdo al director de la biblioteca
del Instituto Goethe, quien me dijo durante nuestro encuentro el martes,
ya en confianza: “Ya escuchaste autores críticos. Pero ve también el
otro lado; ellos te invitaron y están muy interesados en el tema de la
poesía slam“.
Nos dirigimos en autobús hacia el
aeropuerto. Como siempre cuando recorro Caracas, me llaman la atención
las innumerables paredes de edificios que tienen grafitis e imágenes que
alaban fuertemente a Chávez y a Maduro. La simbología recuerda a la de
Corea del Norte, la antigua República Democrática Alemana, la Unión
Soviética: los mandatarios se presentan desde una perspectiva que los
hace tener un efecto abrumador. Hay que levantar la vista hacia ellos.
Estoy feliz de no tener que verlas más. La propaganda es tediosa,
parcializada, me altera.
Maduro, quien se aferra al poder,
también tiene fama de tedioso. “Ni siquiera le gusta a mi abuela”, me
comentó una venezolana. “Y ella fue una verdadera chavista”. Pero en las
paredes de los edificios dice: “Chávez dijo que eligieran a Maduro”.
Así que. Bueno.
La clase media se desangra bajo la
situación política actual, me comentaron convincentemente: trabaja más
de lo que es bueno para la salud y de todas maneras el dinero no le
alcanza para vivir. Pero la clase baja es inmensa. Y por supuesto
prefiere vivir, en vez de en la calle, en uno de los nuevos rascacielos
sin ascensor construidos baratamente por el Gobierno. Y si los choferes
de metro son presidentes y señoras que limpian influyen de forma
decisiva en círculos literarios —y lo pueden hacer en la Venezuela
actual, según me informaron de forma muy convincente— estamos frente a
una especie de “Sueño Americano” que evidentemente motiva a muchas
personas. Irónicamente. Porque se odia a los Estados Unidos.
Tal vez las limosnas y las acciones por
los pobres sólo son una forma de tapar el hecho de que el Estado es
profundamente corrupto. Esa opinión la escuché muchas veces de
venezolanos. No puedo juzgar eso tras apenas unos pocos días en el país.
La joven colaboradora del festival que a
mi llegada cambió tan desfavorablemente mi dinero me abraza fuertemente
al despedirnos en el aeropuerto y me dice que tenemos que mantenernos
en contacto, pase lo que pase. Estoy asombrada. ¿Será que tiene mala
conciencia? ¿O tal vez no tiene consciencia de qué es justo y qué no? No
lo sé. Más tarde alguien dirá: “Ni lo uno ni lo otro. Está echada a
perder. El sistema político la ha deformado tanto que se acostumbró a
ser falsa”.
Nosotros los autores no esperamos tanto
como los demás viajeros. Pero igual al salir por el aeropuerto tenemos
que esperar. Sólo en la cola del control de pasaporte pasamos una hora y
media. Cansa. Altera. Otra media hora había pasado cuando revisaron
nuestras maletas.
En general: equipaje: Todos tenemos más
de lo que teníamos al entrar al país. Nuestros honorarios nos los dieron
en efectivo, en moneda local. A causa de las diversas tasas de cambio
existentes en el país no se puede cambiar ese dinero en ningún otro país
del mundo. Así que no nos quedó otra sino gastar todo el dinero. Por
supuesto fue divertido. Pero hubiésemos preferido utilizarlo para pagar
nuestro alquiler.
De regreso en casa sigo preguntándome si verdaderamente acabo de visitar una dictadura. La
omnipresente propaganda en Caracas me molestó inmensamente. Así como el
hecho de que la política dominó de forma casi absoluta al festival,
intentando vender propaganda como arte y así degradar al arte al nivel
de propaganda. Pero, ¿eso es suficiente para decir que se trata de una
dictadura?
Un oriundo, a quien le pregunté si en Venezuela existía una dictadura, gimió: “Ni nosotros mismos lo sabemos”.
Un autor de Haití con quien conversé
opinó: “No puedes aplicar a una democracia latinoamericana la misma
escala que a una europea” —¿Y por qué no?
La autora crítica al gobierno que conocí
en el almuerzo organizado por el Instituto Goethe dijo: “Venezuela es
una dictadura del siglo XXI, se oculta detrás de una máscara de
democracia”.
No soy inexperta en el tema de entender
sistemas políticos. Pero éste no lo entiendo. La sensación de confusión
no quiere disiparse. Mientras más intento entenderlo, más tengo la
sensación de que en mi cabeza hay un insecto gigante, que no quiere
salir. Tal vez su nombre sea, de hecho, “dictadura”.
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