lunes, 11 de agosto de 2008

La cultura es peligrosa:


Por: Cristina Castello - La cultura es peligrosa: ¡Carguen, apunten, fuego! Un festival con gente cantando y bailando en las calles, los músicos tocan liras y tambores y hermosas sacerdotisas esperan frente al templo de Ishtar (Gilgamesh) - La poesía era un estilo de vida en Irak. Hoy, dispersos por el mundo, sus poetas sufren porque el pensamiento único los muestra —más que a todo su pueblo— como el eje del mal. Como una amenaza. Y claro que lo son. Creo, con Rimbaud, que «la poesía no es prosa rimada y gloria de innumerables generaciones de idiotas». Es un llamado a la conciencia profunda, un susurro con potencia de grito. Al Hallaj fue crucificado en Bagdad hace quinientos años, porque su poesía alumbraba (alumbra). Federico García Lorca, Robert Desnos, Paul Celan, Paul Éluard, Juan de Yepes —hoy San Juan de la Cruz—, Nazim Hikmet, Ovidio, César Vallejo, y tantos más, fueron asesinados, recluidos en campos de concentración, o estuvieron exiliados, por el pecado de la palabra. Por iluminar. Por eso el Poder la encierra en mazmorras o —en el mejor de los casos— la censura, pero... «¿quién encierra una sonrisa, quien amuralla una voz?» (Miguel Hernández), Irak es poderoso en poetas. Después de Sapho de Lesbos (siglo VI antes de Cristo), la primera poeta del mundo es la iraquí Angiduana (siglo III AC) y se considera a la también iraquí Nazik Al-Malaika la iniciadora de la poesía árabe moderna. Además, y más allá de las religiones, ¿no es el «Corán» una obra cumbre de poesía? «Aunque los humanos y los genios se reunieran para producir algo semejante a este Corán, jamás harían nada parecido, aunque se ayudasen mutuamente» (Corán 17:88). Los libros, la cultura... el arte, son terroristas, para los tiranos. Sí. El 2 de febrero de 2007 los diarios del mundo titularon: «Estados Unidos bombardea la biblioteca de Bagdad». Hombres exiliados en su propio infierno, en la noche de los tiempos ya habían cometido estas barbaries. Baste recordar que Fray Diego Cisneros, quemó los libros de los musulmanes en Granada; o que el Corán en árabe —en la edición de Paganini de 1537— fue destruido por orden de uno de los papas más cultos de su tiempo. ¿O acaso Fray Juan de Zumárraga, creador de la primera biblioteca de México, no quemó los códices de los mayas en l530? En la destrucción de la Biblioteca de Bagdad hubo más de un millón de libros asesinados, objetos antiquísimos sustraídos o destrozados, y mil intelectuales iraquíes ejecutados. Aquella fue la cena, opípara. Antes, había sido el tentempié: habían saqueado y quemado el Museo Arqueológico de Bagdad. En «Historia universal de la destrucción de libros», Fernando Báez, doctor en Bibliotecología, asegura —y hay pruebas en poder de la ONU y de otros organismos internacionales— que el responsable de tal salvajismo fue el gobierno de Bush. Borrar la memoria, de eso se trataba —se trata. Desaparecieron ediciones antiguas de «Las mil y una noches», de los «Tratados matemáticos de Omar Khayyam», de obras de Averroes, y otras joyas del patrimonio de la humanidad. En Irak, donde tres mil doscientos años antes de Cristo se había inventado la escritura, se pulverizaron los libros. Paradojas de la vida, cuando cede su lugar al Imperio.

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