Por: Juan Pablo Vitali - La presencia de un idioma, en un tiempo y un espacio determinados, no es sólo una forma de comunicarse. Si fuera así, bien podría utilizarse cualquier idioma. Podría utilizarse por ejemplo, un idioma regional, o un idioma atávico, como lo plantean hoy los diversos separatistas, o defensores de unidades políticas y culturales hace mucho inexistentes. Ciertamente, cualquier idioma es parte de la riqueza cultural, y no tiene ningún sentido perderlo. El problema, no es el uso de un idioma en sí, sino qué es lo éste representa, y para qué se lo quiere utilizar. El idioma es, sin duda, vehículo del alma, porque el lenguaje da forma a una identidad, expresando el pensamiento y la cultura que le son propios. Nos da el contexto, el arraigo, el origen, la simbología exacta que nos permite reconocernos a nosotros mismos. Decir proa, por ejemplo, es para nosotros, descendientes de conquistadores e inmigrantes europeos, todo un mito convocante. No sé cómo se dirá esa palabra en otras lenguas, pero nunca tendrá el significado preciso, que tiene en nuestro contexto cultural. Decir España, Sur, espada, sable, casco, coraza, tercerola, caballo, carabela, desembarco, Cruz de San Andrés, de Calatrava, águila bicéfala, carga de caballería, no es solamente hablar en un idioma, sino también "ser" en ese idioma. Cuando las regiones de España ya no quieran hablar el castellano, cuando los peruanos y los bolivianos no hablen nada más que el quichua, la babel de la disgregación hispánica se habrá consumado. Proa, conquista, estirpe, adelantado, hidalgo, mancebo de la tierra, criollo, son palabras que sólo significan algo trascendente, en la tensión espiritual de nuestra identidad. Podrá argumentarse, que esas son palabras con un claro contenido histórico, pero las palabras, tienen siempre un contenido histórico. Querer "ser" en determinado idioma, tiene un significado histórico, cultural y político preciso. Desdeñar la amplitud del castellano, es ir contra la unidad de sus espacios geográficos y de su tiempo histórico, que se prolonga culturalmente hasta nosotros, y acarrearía terribles consecuencias. Los que pretenden limitar al castellano, no hacen lo mismo sin embargo, con las finanzas de la globalización, o con ciertas doctrinas consideradas políticamente correctas. La readopción excluyente de ciertos idiomas, pretende hacerse sobre unas bases políticas inexistentes desde hace siglos. Y eso vale tanto para el retorno a la edad media, como para el retorno al imperio incaico. Las realidades políticas superiores, que daban marco al uso de esos idiomas, ya no existen, de modo que el uso de esas lenguas, no operará del mismo modo que cuando ellas respondían a otra realidad, y las consecuencias de su adopción, no serán las que esgrimen sus defensores, sino otras, referidas al fraccionamiento de una realidad cultural todavía vigente, que llamamos hispanidad. La relación de las elites intelectuales, de los artistas, de los militantes políticos, de los filósofos, de todos los que todavía forman parte de la hispanidad, se interrumpirá definitivamente sin el idioma, y nuestra historia común comenzará a convertirse en un recuerdo. Borges, con su ácida ironía nihilista, a la pregunta sobre en que idioma preferiría morirse, respondió: - Yo no tengo más remedio que morirme en castellano -. Quizá hubiera preferido morirse en inglés, teniendo en cuenta su afición a la literatura anglosajona, a la crianza de su abuela inglesa, y acaso también a sus contradicciones, pero él no era un hombre que insultara su propia inteligencia, y mucho menos, que negara su propia obra. Y aunque se dio el lujo de escribir un par de poemas en inglés, sabía bien lo que significa el propio idioma. No insultemos nosotros nuestra inteligencia. Reconozcamos la máxima altura de nuestra estirpe en el idioma, defenderlo, es defender nuestros símbolos, nuestros mitos convocantes, nuestras epopeyas. El contenido mágico de las palabras, es lo que nos liga. No otra cosa hace que yo pueda escribir un texto, del otro lado del mundo, y pretender que alguien lo lea, por ejemplo en España. Lo que crea ese poder, esa mística que atraviesa los tiempos y los mares, es el idioma. Perder el idioma, es perder también la epopeya del idioma, la continuidad del proyecto, es renunciar a la estirpe, a sus hechos, a su historia, es achicar el espacio, reducirlo, resignar la pertenencia a una realidad histórica superior. Se profundizaría así nuestra derrota, porque no poder comunicarse, implica un retroceso muy difícil de sobrellevar. Como estamos, ya estamos bastante mal. Necesitamos más que nunca nuestro idioma. Un gran idioma, es siempre un escollo difícil de vencer para la dominación. Aún frente al intento de vaciamiento de sus contenidos profundos, mágicos, míticos e históricos, estos siempre se manifiestan de algún lugar, de algún modo, en los espíritus que resisten. Sin el idioma, la tradición, el traspaso de la cultura entre generaciones, se haría imposible. Todo se restringiría a su expresión inmediata, a una cultura, estrictamente local. Sabemos que el uso excluyente de ciertos idiomas respecto al castellano, tiene fines bien determinados. Sabemos que a veces se esgrime como argumento, la lucha contra poderes centrales opresores. Pero ese no es el camino para derrotarlos. Sabemos que nuestra grandeza, transportada a través de los siglos por el idioma, como signo superior de una cultura, no niega la diversidad. Si no nos defendemos frente a las agresiones al uso del castellano, frente al resentimiento instrumentado, perderemos lo poco que nos queda para resurgir. El idioma es la herramienta más fuerte que tenemos, la que nos permite ser, en América, en España, donde haya un heredero del imperio español. En la escuela me enseñaban a odiar a España, la historiografía de la Revolución Francesa y del comercio inglés me lo enseñaban. De eso me salvó el idioma, la sangre profunda del imperio, la salvaje extensión americana de los conquistadores, su imagen hecha a veces de palabras. Ahora, que puedo rebatir el odio a nosotros mismos, ahora que conozco a los que fundaron mi estirpe, y dejaron sus corazas hundidas en el barro y en la nieve, y sus espadas en lo profundo de las selvas y las cordilleras, veo cómo los sembradores del odio, pretenden destruir lo que vino a rescatarme, que es el idioma. Pero ahora puedo pelear, desde donde me ha tocado, desde el contenido profundo, invisible y sagrado del idioma. La definición primera e ineludible del destino común, la da el idioma, que es una forma de ser y de pensar. Quienes quieren volver a idiomas atávicos o regionales, desdeñando el castellano, no hacen más que hacerle el juego al fraccionamiento de la hispanidad. Hacer eso es mostrar una mentalidad estrecha. Acaso crean algunos, que de ese modo van a ser más fuertes, pero están muy equivocados. Quizá para los que ya casi no usan el idioma, o necesitan el idioma para pedir una hamburguesa, o para concretar sus negocios de elemental materialismo, esto no tenga demasiada importancia, pero sí para nosotros, para los que no admitimos, la muerte y la subordinación del espíritu, a los dictados de la globalización esclavista.
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