En Venezuela todo hace ruido. Un ruido desmedido,
constante, a menudo incontrolado. Salir a la calle, en ciudades y
pueblos de todo el país, es exponerse a lo estridente. Con esfuerzo
considerable, las familias se trasladan a playas y montañas los días de
descanso. Pero no es el sonido del oleaje, ni la gracia silbante de la
lengua de los pájaros ni el oscilante rumor del viento lo que los
paseantes quieren escuchar. A menudo llevan consigo potentes
reproductores capaces de aplastar los sonidos de la naturaleza. En
unidades de transporte público, muchos conductores imponen a sus
pasajeros un determinado tipo de música a volumen atronador. Han
ocurrido asesinatos porque alguien se atreve a reclamar a los
organizadores de una fiesta que controlen el volumen del escándalo.
Muchos ciudadanos se consideran víctimas del flagelo del ruido. Pero
quizás la cuestión es más profunda: puede ser que la sociedad venezolana
haya adquirido, a lo largo de las últimas décadas, una personalidad en
la que predomina lo ruidoso. Somos, a la vez, emisores y receptores de
una sonoridad múltiple, de altos decibeles. Victimarios y víctimas a un
mismo tiempo.
Expertos en las conductas de los usuarios de medios de comunicación han demostrado que en un alto porcentaje de hogares venezolanos aparatos de radio y televisión se mantienen encendidos a lo largo del día, aun cuando no se les preste la mínima atención requerida. Se les prende para que hagan compañía. Como si las personas necesitaran evadir el silencio, como si temiesen encontrarse consigo mismos.
Esta tendencia al bullicio, a lo ruidoso, se proyecta incluso hacia los espacios donde el silencio o el control del volumen son imprescindibles: centros de salud y hospitales, escuelas y bibliotecas, museos y funerarias. Nada ni nadie está protegido del alboroto. Las conductas ruidosas no siempre se moderan, incluso a pesar de los letreros que sugieren o demandan consideración por demás.
La política no escapa de este fenómeno. Mucho menos una política que tiene su fundamento más poderoso en la polarización. Al contrario, la polarización es el marco más adecuado para actuar en lo público prescindiendo de la obligación democrática del diálogo. La polarización grita para evitar la práctica de escuchar. Hacer ruido es el modo más expedito de obstaculizar la reflexión, de imposibilitar la puesta en marcha de soluciones, de convertir el necesario debate de las ideas en no más que un torpe forcejeo. Para que en una sociedad se produzcan los acuerdos que demanda la convivencia es imprescindible la presencia constructiva del silencio. El pensamiento autocrítico, el reconocimiento respetuoso del adversario, el encuentro de las ideas diferenciadas sólo pueden lograrse en una atmósfera en la cual el silencio estimula a escuchar y meditar. Ya lo sabemos: quien hace ruido pierde, aunque sea temporalmente, la facultad de atender a las palabras de los otros. A mayor ruido menos pensamiento. A mayor ruido menos generosidad. A mayor ruido más lejanas las posibilidades de lograr la reconciliación en Venezuela.
Expertos en las conductas de los usuarios de medios de comunicación han demostrado que en un alto porcentaje de hogares venezolanos aparatos de radio y televisión se mantienen encendidos a lo largo del día, aun cuando no se les preste la mínima atención requerida. Se les prende para que hagan compañía. Como si las personas necesitaran evadir el silencio, como si temiesen encontrarse consigo mismos.
Esta tendencia al bullicio, a lo ruidoso, se proyecta incluso hacia los espacios donde el silencio o el control del volumen son imprescindibles: centros de salud y hospitales, escuelas y bibliotecas, museos y funerarias. Nada ni nadie está protegido del alboroto. Las conductas ruidosas no siempre se moderan, incluso a pesar de los letreros que sugieren o demandan consideración por demás.
La política no escapa de este fenómeno. Mucho menos una política que tiene su fundamento más poderoso en la polarización. Al contrario, la polarización es el marco más adecuado para actuar en lo público prescindiendo de la obligación democrática del diálogo. La polarización grita para evitar la práctica de escuchar. Hacer ruido es el modo más expedito de obstaculizar la reflexión, de imposibilitar la puesta en marcha de soluciones, de convertir el necesario debate de las ideas en no más que un torpe forcejeo. Para que en una sociedad se produzcan los acuerdos que demanda la convivencia es imprescindible la presencia constructiva del silencio. El pensamiento autocrítico, el reconocimiento respetuoso del adversario, el encuentro de las ideas diferenciadas sólo pueden lograrse en una atmósfera en la cual el silencio estimula a escuchar y meditar. Ya lo sabemos: quien hace ruido pierde, aunque sea temporalmente, la facultad de atender a las palabras de los otros. A mayor ruido menos pensamiento. A mayor ruido menos generosidad. A mayor ruido más lejanas las posibilidades de lograr la reconciliación en Venezuela.
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