jueves, 10 de diciembre de 2009

El juego de la candelita




 




Por: Aristides Bastidas  

Si uno actúa inteligentemente puede mortificar a las mortificaciones y aplicarle una buena dosis de su propia medicina.

Yo tengo autoridad para hacer esta afirmación porque a menudo, si bien es cierto que no pierden del todo su tiempo conmigo, las dejo en la duda de si han hecho bien o mal su oficio.

Las mortificaciones llegan a nuestra casa y entran sin tocar la puerta y sin que las invitemos a pasar. Y con la estrategia de un buen filósofo doméstico, no con la resignación de un mártir que entrega la guardia, me pongo de pie, las invito a que pasen adelante, les pongo una silla y hasta les pregunto que si quieren un refresco o un café. De este modo defiendo mi buena urbanidad y al mismo tiempo las acomplejo; les resto seguridad en sí mismas.

Cuando se marchan están convencidas que se portaron bien y de que por ello pagarán caras las cuentas que habrán de entregar a don satán, su inspirador y jefe.

En sus linderos, al igual que en los de las gentes que se llaman serias, están excluidas la sonrisa y el buen humor, tan habitual en mí desde el día de mi nacimiento. Digo esto, y valga la digresión, porque al llegar al mundo, antes de llorar, hice aguas sobre la cara de la buena comadrona que asistía a mi madre. Esta estrategia que estoy a punto de patentar, se la regalo a ustedes antes de que alguna transnacional la descubra y haga el gran negocio con ella.

En una de las tantas veces en que he hecho el papel de un Job sub-desarrollado, porque nunca he tenido bienes ni me ha sobrado la felicidad como al personaje bíblico, el reumatismo se ensañaba contra mí aplicando el principio de hacer leña con el árbol caído.

Gentes que en días mejores habían compartido las uvas de mis viñas y el vino de mi mesa, ya no estaban interesadas en mí y algunas me miraban como gallina que ve sal. Pues bien, yo pasaba a su lado con el rostro jubiloso de un pobre maniático del hipismo que se ha ganado el 5 y 6.

Mis articulaciones adoloridas quedaban frustradas al igual que los que habían dejado de quererme cuando veían mis ojos llenos de esperanza.

El hábito de jugarle ciertas bromas a las mortificaciones acrecentó las fibras de mi corazón que así se volvieron más resistentes y más aptas para la ternura y para la lucha que continuamente libro en su nombre. A fuerza de decir que es mejor sentirse bien que estar bien, me convencí de ello y por eso la luz que se escapó de mis ojos no pudo llevase la ilusión que sigue brillando en ellos. Y quienes lo duden, que los examinen atentamente cuando les dispenso la mirada de frente de los días en que sólo les veía las caras, con toda seguridad distintos de los de ahora cuando me resulta fácil detectarles el alma.

Todo esto puedo hacerlo porque en el juego de la vida apuesto siempre con una moneda infalible, que es la de la fe en ella y en el prójimo. Las reservas del amor tienen una curiosa ventaja que volvería locos a los amigos de los bienes raíces. A medida que damos amor sus reservas aumentan. Y tarde o temprano el manantial que acabamos de descubrir en un bosquecillo nos devolverá con creces las aguas con que en horas venturosas rogamos, a Dios gracias, un vergel ajeno cuyos frutos habremos de respetar, porque sus colores no serán menos hermosos ni sus fragancias serán menos exquisitas. Y sean cuales fueren las criaturas a que estén destinados, siempre harán el bien y jamás el mal.

En fin, quienes tenemos el privilegio de la sensibilidad, debemos encontrar en cada pérdida la promesa de una ganancia. No tardará en volverse a llenar de agua cristalina el pocito de manantial que en una hora dichosa dejamos vacío para calmar nuestra sed.

Sé que a muchos les parece insólito la frescura de mis palabras o mis éxitos de soñador sin remedio. El secreto de todo está en la magia sencilla de mi existencia. Estoy exento de tentaciones que aturden a los cinco sentidos, pero suelo caer en otras que me iluminan los senderos del alma, aunque sea por poco tiempo. Estoy persuadido de que mis pecados no sólo tendrían el perdón de las divinidades, sino que suscitarían su envidia, porque ellas también quisieran cometerlos. Y al igual que yo, serían reincidentes gustosas. Y a lo mejor serían clientes asiduas de un consultorio sentimental que pienso montar en sus dominios.

Tomado de: www.elanheloconstante.blogspot.com

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