lunes, 6 de abril de 2009

Los límites de la equidistancia


Por: Luis Marín - El desafío para los venezolanos es comprender por qué una logia de militares conspiradores ha llegado a la convicción de que para ellos es un buen negocio utilizar las armas de la República para intimidar a los ciudadanos, humillarlos y despojarlos de todos sus bienes y derechos individuales. Y esto a pesar de la evidencia histórica de que tales procesos conducen no solo al fracaso de los complotados, sino al de la sociedad toda, como ocurre en cualquier continente, sea en Cuba, Bielorrusia, Zimbabue o Corea del Norte. Ya se sabe que el obstáculo para la comprensión que plantea el totalitarismo es que sus maldades son de tal magnitud que rompen los parámetros normales de juicio, por lo que la reacción natural ante ellas es la perplejidad, producto necesario de presenciar hechos que se creían imposibles y que, por inusitados y sin precedentes, no tienen reglas apropiadas con qué medirse, de allí que al desconcierto le siga la mayor impotencia. En este caso (dicen los entendidos), en ausencia de normas, debe rescatarse esa infalible brújula interior que es la única que puede servirnos de guía cuando se ha perdido por completo el horizonte, la que nos permite distinguir con toda certeza lo justo de lo injusto: la conciencia. No deja de ser paradójico que ciudadanos de sociedades post modernas se vean forzados a remontarse a épocas primitivas para encontrar la raíz sobre la que se fundamentan sus instituciones más respetables; pero es completamente lógico, al ver que todas ellas se derrumban a su alrededor. En ese caso, ¿qué puede quedar sino los cimientos? Una primera constatación ya podría haber emergido de las ruinas de Europa, después de la II Guerra Mundial : No toda opinión es igualmente plausible, ni siquiera aceptable. Hay posiciones, posturas absolutamente inaceptables y que tienen que repugnar a la conciencia humana. No se puede caer en la trampa de convertir toda posición en “opinión”, como si fuera igual combatir al crimen que perpetrarlo, resistir a la tiranía que apoyarla, buscar con ahínco la verdad que mentir descaradamente; caer en el sofisma de que “nadie tiene el monopolio de la verdad”, con lo que ésta se difumina, para que se cumpla la máxima del totalitarismo de que “todo es posible”, tomando las cosas por igual como si fueran una cuestión de mero punto de vista. Para menos abstractos: no se pueden poner en el mismo plano a un estudiante que resiste a la dictadura (con todos los riesgos que eso implica), con otro que sale aplaudiéndola (con todos los beneficios que eso le trae); no puede ser igual un grupo de trabajadores que convocan a un paro o a una manifestación reivindicativa o de protesta por derechos legítimos, que otros que les salgan al paso apoyando al despotismo. Al sufrimiento desgarrador de las familias de los secuestrados políticos, no se puede oponer la supuesta alegría y celebración de otros de los que no se conoce más que el propósito de convertir una aberración evidente en “opinión”, en una cuestión de “según se vea el asunto”, pero con idéntica legitimidad tanto para unos como para los otros, sin que siquiera se les pueda decir que su posición es maligna, objetivamente monstruosa. ¿Cómo pueden unas personas celebrar que hombres, mujeres y niños inocentes sean torturados sin misericordia y que a eso le llamen “justicia”? ¿Cómo puede considerarse esta actitud como una posición tan respetable como cualquier otra, de manera que no quepa una categórica censura moral? Después de Auchwitz se hizo patente que no toda posición puede ser admisible en sociedad, porque puede implicar una ruptura del pacto de convivencia y dar paso a un conflicto inevitable. Pero aún más: ciertas opiniones, actitudes, conductas, actos y omisiones pueden ser calificados válidamente como indignos y despreciables. RESPONSABILIDAD. Una funcionaria cualquiera, sin mérito, ni conocimiento y sin siquiera proponérselo, nos coloca de nuevo ante uno de los dilemas más punzantes del siglo XX: el de la responsabilidad personal bajo la dictadura. La primera respuesta es que bajo estas condiciones los ciudadanos en general, pero los funcionarios en particular, se encontrarían en una situación en que no pueden realizar decisiones libres, esto es, que están tan cautivos como cualquier ser humano y que sus actos estarían exentos de culpa, del mismo modo que lo están los de víctimas de un secuestro o cualquiera sobre el que se ejerciera una violencia tal que anula su voluntad responsable o libre albedrío. Esta primera salida desplaza toda la responsabilidad hacia el tirano y sus más allegados colaboradores; pero rápidamente surge la sospecha de que juzgar e incluso condenar al déspota es una manera apenas disimulada de absolver no sólo al resto de sus secuaces, directos o indirectos, sino a toda una extensa cáfila de aprovechadores oportunistas y finalmente a todos los que debieron y pudieron hacer algo y no lo hicieron. Quizás esta sea sólo una forma de expiación de los dos pecados capitales de las mayorías bajo condiciones de opresión: la comodidad y la cobardía. En consecuencia, la segunda respuesta apunta a declarar la responsabilidad de la persona individual por actos u omisiones en que incurra aún bajo las condiciones terribles de la dictadura, por implacables y crueles que ellas sean. Ya existe jurisprudencia sobre la improcedencia de la excepción de “obediencia debida”, como es unánime el rechazo al pretexto del desconocimiento de las consecuencias reales de los actos y omisiones en que se haya incurrido. Esto vale para los funcionarios en particular, pero queda pendiente la cuestión de los ciudadanos en general, a los que no se les puede exigir otra conducta que no sea el cumplimiento de las leyes, aunque sean injustas, so pena de sufrir las sanciones correspondientes. ¿Se le puedes exigir a personas sencillas, humildes, sin mayores aspiraciones, que se comporten como héroes épicos o, para no exagerar, que se conviertan al menos en resistentes pasivos o que salven su responsabilidad de algún modo que todavía no se ha determinado con claridad? Dónde sí no cabe duda alguna es en cuanto a la responsabilidad personal y directa de funcionarios que actúan de un modo deliberado y consciente, incluso con cierta saña y extralimitación, para cumplir los caprichos del déspota. Esto es válido no sólo para el personal armado o burócratas encallecidos sino sobre todo y principalmente para los magistrados y jueces de quienes, desde los tribunales de Núremberg, se repite: “Son más responsables que los demás”. No porque sean más conscientes de la situación en su conjunto, sino porque son ellos precisamente los garantes de la legalidad y porque tienen entre sus obligaciones específicas la contención de los otros poderes, para garantizar los derechos humanos y civiles de personas indefensas. GUANTANAMERA. Ahora ocurre que la única cárcel que hay en Cuba o por lo menos la única sometida al escrutinio público nacional e internacional es la cárcel de Guantánamo. En el resto de Cuba no hay ninguna cárcel o al menos ninguna que merezca la atención de tanto defensor de los derechos humanos como hay en el mundo occidental, libre y bien alimentado. Y es que no puede ser casualidad que estos movimientos pululen precisamente en los países dónde no hacen falta, o sea, donde se respetan los derechos humanos; pero están completamente ausentes en Bielorrusia, Rusia, China, Tíbet y paremos de contar para no aproximarnos al África o América Latina y hacer comparaciones odiosas. Como por ejemplo, que en un motín en una cárcel en Brasil mataron a más de 400 presos en una sola jornada, sin ignorar que no hay un solo día en que en alguna no se contabilicen cadáveres. O que en las cárceles venezolanas los reclusos de una banda juegan futbol con las cabezas decapitadas de los de otra banda. O que el resto de Cuba es una sola gran cárcel, sin escrutinio internacional, de la que solo se puede escapar en balsa, arriesgando la vida, en un golfo infestado de tiburones. La quiebra moral de la izquierda internacional es de tal magnitud, que ya ha llegado a ser nauseabunda. Basta con ver la actitud del Foro de Sao Paulo poniendo condiciones de capitulación a los Estados Unidos, declarando que era un gran paso el cierre de Guantánamo, pero que “no era suficiente”. Algunos incluso se aventuraron a pedir la entrega de la base para anexarla a ese Mar de la Felicidad que es el imperio de los hermanos Castro y los menos audaces, que los prisioneros debían ser no sólo liberados sino indemnizados. Es repugnante ver que mientras todas las potencias, sin excepción, les cierran sus fronteras a los refugiados que huyen del totalitarismo, del terrorismo, del genocidio, sus líderes se devanan los sesos en cumbres al más alto nivel para encontrarles refugio exclusivamente a los presos de Guantánamo, pero a nadie más, porque nadie más merece tanta atención. Hasta la santidad de las misses ha sido profanada porque una de ellas no condenó con suficiente vehemencia ese antro de tortura y violación de derechos humanos que es Guantánamo; sin decir ni una palabra del resto de Cuba, ni siquiera por los periodistas presos en la primavera negra de 2003. En Venezuela la equidistancia hace estragos entre los periodistas y por vía de consecuencia, en toda la población. Su manifestación más sobresaliente es el relativismo moral y algo que bajo el nombre de “equilibrio informativo” conduce a difuminar los hechos de tal manera que quede en manos del espectador decidir qué sea lo cierto y qué no, según su preferencia. La verdad oficial está establecida desde el gobierno, todo lo que no coincida con ella es “oposición”, aunque se trate de “la verita efectuale della cosa”. La doctrina de la equidistancia obliga, sobre todo a los medios privados, a no tener una opinión propia sino a darle la misma cabida a lo que crean que es verdad con lo que sepan que es mentira. En cambio, esta doctrina no obliga para nada a los medios oficiales que solo mienten, tergiversan y encubren. La paradoja de los que predican la tolerancia absoluta se resume en la pregunta de si se debe ser igualmente tolerante con los intolerantes. La fácil respuesta de que “si” conduce a la indefensión y al fin de los valores que dicen defender, porque el intolerante pone todo su empeño en abolir la tolerancia. Es como la paradoja del pacifismo extremo que favorece a los violentos, les facilita el trabajo y reduce sus riesgos. Una política de desarme solo puede funcionar en una situación utópica en que absolutamente todo el mundo esté igualmente desarmado, de lo contrario, es el paraíso del hampa. Si la condición esencial para la convivencia es un compromiso irrestricto con la verdad, ésta debe ser proclamada sin complejos. El desafío totalitario es que pretende crear una verdad ficticia e imponerla con represión y propaganda. Siempre han fracasado; pero para ello es necesario oponerle a la verdad de la fuerza, la fuerza de la verdad.

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