La madrugada del 25 de agosto
(2012) una explosión sin precedentes en la industria petrolera
venezolana convirtió el cielo de Paraguaná en un escenario rojizo y
humeante, “tal vez los primeros símbolos del Apocalipsis”, al menos ese
fue el paraje de la Biblia que una de las madres de Amuay leyó al azar,
para tratar de darle fe a su familia en un momento de oración. ¡Vaya
azar!.
Quisiera poder decir por qué
sucedió esto, pero creo que no lo sabremos nunca, nos quedaremos con la
oralidad del pueblo y una que otra suposición política; ahora que la
Asamblea Nacional se niega a conversar del tema, sólo puedo concluir que
la tragedia de Amuay será como en muchos otros casos una historia
plagada de incertidumbres. Las cifras oficiales dicen que se perdieron
cuarenta y dos vidas, yo con toda la responsabilidad del caso, siento
que no es cierto. Haber recorrido la zona del desastre, ver como quedó
arrasado por el fuego “Los Campitos” y haciendo una deducción lógica de
la hora en que fue el suceso, esa cifra no cuadra.
No cuadra nada, sobre todo la
indiferencia que ante mis ojos caminaba vestida de bragas nuevas de
PDVSA y chemises con bordados de consignas socialistas. Yo puedo
entender que se trate ocultar lo que pasó, y lo entiendo porque
básicamente en esta jornada de proximidad electoral, a Hugo Chávez no le
interesa que la verdad empañe su campaña, así actúa el poder que no
está al servicio del pueblo sino de sus intereses en perpetuarse. Lo que
no puedo entender es que a la propia gente de Paraguaná y por supuesto
marco una generalidad, no se sienta conmovida por el desastre. La cosa
no es llorar lo que pasó, sino hacer algo por lo que queda; no hablo de
la ruinas de las casas, hablo de la gente.
La semana pasada recibí un
mensaje de Cristal Palacios, que decía “me voy a Amuay”. Lo vi un
segundo y respondí “yo voy”. Ella es psicólogo, lleva adelante un
proyecto de sanación terapéutica que se llama Psiquearte, pero además de
este breve curricular, es mi amiga, mi hermana. Si ella se iba, yo con
ella. Descubrí en mi viaje que la gente común tiene cierto temor por los
periodistas, sentí la fragilidad de nuestro gremio, y razones hay de
sobra; en los últimos años lo mediático depende en algunos casos de
intereses, así que como San Pedro negué mi título. Abrí mi corazón.
Teníamos un plan previo al salir de Caracas, Cristal había realizado algunos contactos institucionales
para poder trabajar con los niños de algún refugio, pero Dios se ríe
cuando se hacen planes, Él tenía otro. La persona de Paraguaná no le
importó mucho que fuésemos, dijo algo así como “a las tres las llamo”.
Nosotras no fuimos a perder ni un minuto de nuestro tiempo. Salimos algo
desorientadas de Judibana donde está la familia anfitriona de AFS,
rumbo a buscar a Nayareth, otra alma voluntaria, psicóloga que viajó
desde Maracaibo, sin conocernos, pero dispuesta hacer la labor.
Tratando de encontrar la
autopista vimos de frente los tanques quemados, y la vía libre para
acercarnos, nos detuvimos a tomar fotos con todo el riesgo que
implicaba, pero yo había negado mi título de periodista, no el
instinto. Cristal me indicó donde estaba Puramin, una empresa que
estaba al lado de los tanques, y hoy no queda nada; en ese camino había
una alcabala de guardias, le dije que pasáramos con naturalidad.
El escalofrío que tuve debe ser
lo más cercano al sentimiento de la muerte, una energía que solo puedo
describir como macabra, anida entre los escombros. Al final en una curva
divisamos un grupo de gente, yo vi muchas mujeres; le dije a Cris que
seguro allí había niños. Me bajé del carro y me encontré con el recinto
Alí Primera y un oleaje de gente vestida de rojo. Hablé con la encargada
de centro de acopio, le expliqué que veníamos desde Caracas, cargadas
de material que mucha gente donó para hacer arte terapia con los niños,
hice lo único que podía, verla a los ojos, hablarle con ternura.
La alegría de esa señora fue mi
mayor sorpresa, me decía que no tenía nada para hacer con los niños que
llegaban; entonces supe que habernos perdido era encontrar el camino.
Allí empezó nuestra jornada de amor. Una vez que las tres, Cristal,
Nayareth y yo estábamos acopladas, empezamos. Mis diez años de dirigir
niños scouts, esa mañana, más que nunca tuvieron su razón de ser. Inicié
la jornada jugando y luego se los entregué a ellas para que iniciaran
el proceso de arte terapia. Todo fluía, todo era justo el plan, el de
ÉL.
Las madres estaban sentadas
debajo de algunos árboles. En algunos mesones gente del gobierno
recopilaba datos para la supuesta asignación de viviendas. Mucha gente
haciendo nada, mucha gente haciendo todo lo que podía, como la chica de
la misión Ribas, que con dulzura me regaló su gorra porque me veía ya
quemada. En un mismo patio vi, que un color no unifica el alma, mucho
menos la revolución. Gente que llegaba recién bañada, con porte de
oficina y miraban de reojo a las madres. Gente que estaba deshidratada y
desfallecida de andar de aquí para allá. Todo en un mismo patio.
Atendimos aproximadamente
cincuenta niños y adolescentes, en edades comprendidas entre un año
hasta los diez y seis. Yo me quedé con los chiquiticos, Nayareth con los
grandecitos y Cristal con los adolescentes; no fue que nos dividimos el
trabajo, las cosas simplemente fluyeron así. Repartimos un desayuno que
consistía en media cachapa, de esas de mentira, con una lonja de queso y
un jugo. Era igual para todos sin distingo de edad, tamaño, sin
importar las necesidades nutricionales, lo insólito es que el mismo menú
fue el almuerzo.
Un señor que era del lote de los
que no hacían nada; se me acercó a decirme que uno de los bebés estaba
lleno de mocos y que lo limpiara, porque seguro por allí había cámaras
ocultas y no quería que nadie de la oposición viera el niño así.
Miserable. Fue justo a estas cosas las que esquivamos; como las mujeres
que llegaron cerca del medio día y trataron de interrumpir el trabajo
de arte terapia, diciéndoles a los niños que “pintaran cosas bonitas”.
Cosa que no lograron, o la cámara de TVES que hizo tomas de nuestra
labor y seguro dicen que es obra de la revolución y el amor de los niños
de la patria.
Un señor de ojeras ennegrecidas,
piel sudorosa, se me acercó para preguntarme si veníamos del gobierno y
le dije que no, que éramos voluntarias, entonces me pidió que fuéramos a
una comunidad cercana donde había un grupo de niños que no podía traer
hasta Alí Primera. Fui a inspeccionar el lugar con uno de sus hijos y
allí la fuerza que tenía se volvió polvo al ver lo que pasó en las
casas. En el sector Jairo Radas los niños estaban durmiendo en
chinchorro debajo de un cují, muchos amorochados, porque ya no tenían
vivienda. Ese era justo el lugar donde debíamos trabajar, en la
comunidad natural. Hice algunas fotos cuando el pulso me dejaba. Hablé
con las mamás que me recibieron con temor pero sin preguntarme mayor
cosa. Después de almuerzo, nos fuimos con ellos.
Una cosa es atender a los niños
en un patio que sirve de albergue, guardería en el día; otra cosa es
caminar entre escombros de cabillas, asbesto, basura y restos de muebles
para escuchar a niños que han sobrevivido a la tragedia; son dos
escenarios totalmente distintos. Pero lo hicimos, y además estamos
dispuestas a volver.
En Jairo Radas es necesario
atender con urgencia ciertas patologías propias de estos escenarios;
problemas respiratorios, mal nutrición y hongos en la piel; porque ya
están presentes en los niños. ¿Dónde están las cuadrillas de médicos
revolucionarios? Esos que el Presidentes se jacta que están metidos en
las comunidades. Hasta ese momento ninguno había examinado a los niños
de esa zona. Vi la misma comunidad organizarse para recolectar cosas,
cuidar enseres y apoyarse entre ellos, porque nadie lo haría.
Tengo una rabia cargada de humo,
tengo la rabia esparcida en mi piel como quemadura, porque no es sólo
falta de Gobierno, es falta de AMOR; si no somos capaces de cuidarnos
los unos a los otros, entender que somos venezolanos, hermanos; no
podremos hallar ningún camino. Vi gente en el Sambil de Paraguaná con
sus bolsas de zapatos y electrodomésticos, mientras a quince minutos hay
familias sin platos donde servirse una sopa comunitaria.
Algo es cierto no estaba
preparada para esto, sobrepasó mis límites naturales de solidaridad, en
algunos momentos no entendía que estaba haciendo Cristal, y eso me
doblegó; hoy sé que debo aprender mucho más sobre cómo ayudar a otros,
hoy sé que la vida corporativa de las dinámicas de grupo, incluso que mi
vivencia scout, es poco para lo mucho que hay que hacer, pero estoy
dispuesta a aprender y sé que al lado de ella y Nayareth podré.
Al terminar de escribir esto
tengo quebrada la paz, mi sueño nocturno transita en pesadillas que
tratan de arrancarme el miedo que vi en los ojos de esos niños; esa
noche en twitter le escribí a @chavezCandanga que mis palabras lapidarán
su alma; y no tengo temor en ello. De frente a esto sentimientos
también tengo la alegría, de esas que dan fortaleza y además una razón
para seguir haciendo cosas por ellos, por quien lo necesite; y esa
sensación está ganando la batalla a la rabia, yo lo llamo esperanza.
Tengo clara mi base democrática,
tengo tatuada la escena en la que mi mamá atendió cientos de soldados
en el Hospital Militar de Caracas, cuando el golpe de Estado del 92,
muchachos que fueron llamados traidores y de eso hoy tampoco se sabe
nada. Se ha hecho costumbre el silencio en las tragedias, se viven a
puertas cerradas o a muros destruidos, como en Paraguaná. No podemos
seguir callando.
Amuay es una quemadura de tercer grado en la conciencia ciudadana.
Usted después de leerme
simplemente decida. Haga, y haga a tiempo, en su comunidad, en donde
quiera, pero haga; y ojalá no toque de nuevo sentir el grito caliente de
la muerte.
—–
Tomado de: http://claristrig.wordpress.com/2012/09/06/mi-laberinto-amuay-quema/
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