miércoles, 4 de julio de 2012

Jacinto Convit, humanidad vuelta ciencia










 

PANORAMA.com.ve - Maidolis Ramones Servet - “¡Quítenle las cadenas porque ése es un ser humano!”, gritó un médico residente a dos funcionarios de seguridad armados que traían, en contra de su voluntad, a un paciente a la Leprosería de Cabo Blanco, ubicada en Maiquetía, estado Vargas.

Corría el año 1938 y el médico era Jacinto Convit quien, con apenas 24 años, iniciaba una cruzada contra la lepra que, por amor al enfermo, no abandonaría nunca, ni incluso hoy, a sus 98 años de vida.

“Los enfermos eran aislados a la fuerza, legalmente, pero a la fuerza. Era lo que se llamaba aislamiento compulsorio, donde el paciente e inclusive los familiares sufrían la presión de las autoridades sanitarias”, recuerda el médico venezolano, reconocido mundialmente por haber encontrado, en 1987, la vacuna contra la lepra, una enfermedad históricamente incurable, mutilante, vergonzosa y estigmatizada, desde al menos dos mil años antes de Cristo.

“Cuando el hombre tuviere en la piel de su cuerpo hinchazón, o erupción, o mancha blanca, y hubiere en la piel de su cuerpo como llaga de lepra, será traído a Aarón el sacerdote o a uno de sus hijos los sacerdotes. Y el sacerdote mirará la llaga en la piel del cuerpo; si el pelo en la llaga se ha vuelto blanco, y pareciere la llaga más profunda que la piel de la carne, llaga de lepra es; y el sacerdote le reconocerá, y le declarará inmundo”, se señala en La Biblia (Levítico 13, 1-2).

Para Jacinto, más allá de ser premiado por la Organización Panamericana de la Salud, estar en la lista de los hombres más valioso de la Organización Mundial de la Salud, ser premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica (1987) y tener una nominación al Premio Nobel de Medicina (1988), su mayor logro con sus investigaciones y vacuna es haberle devuelto los derechos humanos a los pacientes con lepra.

“Nunca ha trabajado para ser famoso o reconocido, mucho menos rico. Su trabajo incansable y apasionado ha sido por amor a la humanidad. No es un científico que inspire miedo o distancia. Su presencia es sinónimo de respeto, paz y dedicación”, describió Ignacio Moreno, psicólogo social, quien trabaja directamente con Convit en la producción de herramientas comunicacionales para la difusión de avances científicos.

Jacinto Convit García nació el 11 de septiembre de 1913, en la populosa parroquia La Pastora, de Caracas, fue uno de los cuatro hijos de un español de origen catalán nacionalizado venezolano, Francisco Convit y Martí, y de madre venezolana Flora García Marrero, de origen canario. Se trataba de una familia consolidada, si se quiere pudiente y de consagrados valores, que se vio enfrentada a una sorpresiva crisis económica.

“El papá de mi abuelo perdió la mayor cantidad de su dinero en una especie de fraude o negocio familiar. Fue robado o engañado por otro miembro de la familia. Mi abuelo me cuenta que hubo una época en la que se prestaba los zapatos con los hermanos para poder ir al colegio”, contó su nieta, Ana Federica Convit, a quien con cariño todos llaman “Kika”.

Los ojos, azules y de mirada penetrante de Convit, hubieran preferido quedar ciegos antes de mirar con asco o desprecio a un paciente con lepra o con cualquier otro tipo de enfermedad.

“De niño, me cuenta que lloraba cuándo veía a un enfermo. Poseía una especie de don para sentir lo que el paciente estaba sufriendo y lloraba, lloraba mucho. Creo que colaborar con acabar con el sufrimiento de la humanidad fue lo que lo llevó a ser médico”, afirma Kika.

Es tal su sensibilidad que después de más de 70 años de ejercicio profesional inagotable, ve a un paciente con la misma sensibilidad con que hizo una revisión médica la primera vez: “Los trata con un respeto y una delicadeza increíbles. Otro en su lugar y con tanta trayectoria pudiera pensar que se trata de un enfermo más, pero no, cada paciente para él es único”, reafirmó Ignacio Moreno.

En La Pastora de principio del siglo XX, Jacinto era un niño más. Confiesa que sus juegos favoritos eran el trompo de madera y la perinola. Quienes más influyeron en su vida fueron sus padres, extremadamente dedicados al hogar, y su tía Teté, Enriqueta Callejas, quien vivía con la familia y de quien Convit ha expresado melancólico que “era un ser de esos que forman parte de la historia que pasó y no se volverá a repetir”.

Creció en un ambiente cálido y conservador, cuya familia era asidua a acudir a la misa los domingos.

“Era una iglesia bella... la iglesia de La Pastora. Yo aprendí a leer en una escuelita que dirigía una señora de apellido Betancourt. Después entré al colegio San Pablo, que era una institución familiar comandada por los hermanos cumaneses Martínez Centeno, descendientes del Mariscal Sucre. Allí cursé toda la primaria. Y entonces pasé al liceo (Andrés Bello de Caracas), donde me dio clases Don Rómulo Gallegos. Poca gente sabe que él era profesor de Matemáticas, una materia que conocía muy a fondo. Le saqué 20 puntos. Gallegos no pudo seguir en el liceo porque lo expulsaron del país: eran los tiempos de Gómez”, relató Convit, durante una entrevista.

En una biografía titulada “Convit: un médico en la calle”, el autor Vicglamar Torres, cita la admiración del científico por un hecho natural tan impactante que toca lo mágico: miles de mariposas bajaban de la montaña hacia las calles de La Pastora. “¡Eso sí era una belleza. Era la vida y punto! Nosotros las cazábamos con unas mallitas improvisadas. Con los años, leí a García Márquez. Cien años de soledad estaba cogiendo fama. Cuando leí lo de las flores amarillas, dije: ¡Hum!, éste como que vivió en La Pastora!”.

Pese a las precariedades, Jacinto logró inscribirse en la Universidad Central de Venezuela (UCV), el 19 de septiembre de 1932, recién cumplidos los 19 años.

“El rector era (el médico venezolano) Plácido Rodríguez Rivera, nombrado por Juan Vicente Gómez. Fue nombrado por un dictador y era un hombre sólido, fuerte de carácter, muy educado, pero nada de injusticias y cosas de la dictadura”, relata Convit.

El día de las inscripciones en la universidad, Jacinto iba junto a un grupo de alumnos nuevos por las escaleras, rumbo al segundo piso del edificio, donde se realizaba el papeleo. “Ésta es una casa de estudios y de respeto”, les dijo Rodríguez Rivero. “Entonces la cosa era como que importante para aquella época. No sabíamos que era el rector, pero estaba allí, parado al final de la escalera”, describe.

Pasado el segundo año lo trasladaron al Hospital José María Vargas para hacer estudios químicos, anatomía topográfica y autopsias.

Cada día su afán de estudio aumentaba. Después del cuarto año se le asignó a él y a su grupo de compañeros el cuidado de los enfermos del hospital.

Era un hombre de contextura gruesa y rasgos atractivos que, en 1937, cautivó la mirada de una enfermera llamada Rafaela Martota D'Onofrio , quien flechó su corazón por siempre y para siempre. “Mi abuela, era una joven muy bonita. Con una silueta bien formada y un pelo negro muy cuidado. Ella le regaló una foto cuando él se internó en la leprosería para que siempre, a pesar de la distancia, recordara lo linda que era”, relata Kika.

Siendo estudiante de medicina, Convit hizo una visita a la Leprosería de Cabo Blanco y quedó impresionado. “Fue una visión profundamente dolorosa. Era un grupo muy grande de pacientes. No tenían tratamiento y estaban execrados, rechazados por una sociedad profundamente egoísta, incapaz de entender el dolor humano. Entonces, en esa oportunidad sentí un gran deseo por trabajar con esa gente, de ver qué se podía hacer por ellos y me decidí a a trabajar en los aspectos médicos de esa enfermedad”, describió Convit, durante el programa Los Imposibles, del escritor venezolano Leonardo Padrón.

Josefina Fernández, de 88 años y una de las pacientes de Jacinto Convit en el leprocomio, confirma la tragedia social, y sanitaria de la lepra: “Llegué a Cabo Blanco de 8 años. La gente joven no se imagina lo que es un flagelo así, que hasta tu familia te reniegue y te encierren. El doctor buscó curarnos de todas las formas posibles. Nos alivió el cuerpo y el corazón”.

La imagen de ese lugar de enclaustramiento y destierro social quedó plasmada en la memoria de Convit. “Eran seres condenados a un aislamiento impuesto por la ley, separados de sus familias, y que tenían que adquirir una nueva personalidad: la del enfermo de lepra”, contó.

Un año después, ya a punto de graduarse, los médicos Martín Vegas y Pedro Luis Castellanos le ofrecieron el cargo de médico residente de la leprosería. Para cualquiera hubiera sido un castigo, para Convit, un sueño hecho realidad.

El sueldo, lo de menos para Jacinto, era de 1.500 bolívares mensuales. Sin pensarlo dos veces lo aceptó y una vez adentro no paró de trabajar. Conviviendo con los enfermos, compartiendo su dolor y luchando por conseguir la cura de la enfermedad que los aquejaba. Durante 15 años, se aisló como un paciente de lepra más.

“Él es un hombre ajeno a los problemas. No le gusta que nadie le llegue con conflictos. Pide y trabaja soluciones”, expresó Elsa Rada, bióloga inmunoparasitóloga, quien trabaja en investigaciones con Convit desde hace 32 años.

La leprosería era una inmensa casona, hecha en 1906, durante el gobierno de Cipriano Castro, albergaba a 1.200 pacientes recluidos.

Jacinto cuenta, con la voz ronca y pausada que lo caracteriza, que los pacientes eran literalmente capturados donde vivían y trasladados allí. “Los que venían de zonas distantes eran traídos en barco y los de zonas más cercanas, en camión”.

El médico recuerda que la gente era “capturada” solo por sospechar que padecían la enfermedad. “Se tapaban los espejos, como si el reflejo del mal fuese a contaminar hasta las sombras”.

El paciente por el que Convit gritó a los funcionario de seguridad sanitaria venía de Maturín. “Eran como las tres o cuatro de la mañana. Llegó encadenado y acompañado de dos hombres armados. Yo me ofusqué. Los dos hombres me obedecieron y lo soltaron. El paciente estuvo relativamente poco tiempo. Como a los cuatro meses, se fugó de la leprosería. Era un ambiente inaguantable”, reafirma el científico.

“Había gente extraordinaria, pero contagiada. Más que una medicina, a veces necesitaban una conversación. A veces regañaba hasta al cura, porque se le pasaba la mano. Recuerdo que le decía: ‘ellos también son feligreses”, relató.

La lepra se trataba con aceite de chaulmoogra y se aliviaba el dolor con derivados de morfina. El aceite lo refinaba un danés, Jorge Jorgesën, químico experto que había participado en la guerra mundial. Pero el enfermo no se curaba, debía encontrar un tratamiento más eficaz.

En 1945 fue a Brasil, donde intercambió información con los estudiosos de la materia en el vecino país. Allí encontró 22.000 enfermos de lepra, también con múltiples problemas.

A su regreso fue nombrado médico director de las leproserías nacionales, cargo que desempeñó hasta 1946. Ese mismo año fue designado médico director de los Servicios Antileprosos Nacionales, y desde julio de 1946, médico jefe de la División de Lepra; correspondiéndole por tanto organizar toda la red nacional de lucha contra la lepra.

“Después de mi viaje a Brasil, llegué a la conclusión de que era necesario cerrar las leproserías como procedimiento de lucha contra la enfermedad”, afirma.

“Me acerqué a la Universidad Central y hablé con un grupo de estudiantes, jóvenes que estaban cursando cuarto y quinto año de medicina, y los engatucé. Les dije que juntos podíamos hacer un trabajo muy importante como era eliminar la hospitalización compulsoria. Catequicé a ocho o nueve estudiantes que trabajaron conmigo en la leprosería durante largo tiempo”, recuerda el médico.

Un alivio para el alma, en medio de tanta lucha apasionada era Rafaela. Luego de 10 años de amores, el 1 de febrero de 1947 se unió en matrimonio con ella para formar una pareja sólida, que pudo contar más de 60 años de compartires. De la unión nacieron cuatro hijos: Francisco (1948), Oscar (1949), Antonio y Rafael (1952), quienes son gemelos.

En el libro Testimonios de Éxitos, de María Jesús De Alessandro Bello, Jacinto describió a Rafaela como “una persona de carácter y organizada en su casa en una forma especial. Le enseñamos a los muchachos cómo se debían comportar, cómo debían trabajar y la respuesta que han dado ha sido satisfactoria”, explicó.

La leprosería cambió lentamente desde que Convit dio en ella su primer paso. Día a día, acto tras acto, ya no era un edificio oscuro donde el paciente era un ser apartado. Los enfermos se convirtieron en parte del personal de trabajo. Jacinto Convit les tendió la mano de igual a igual. Se hizo su amigo. Conformaron un equipo. Se sentían útiles trabajando en pro de una causa: acabar con la enfermedad.

“Cuando cumplí 13 años, Convit ingresó de pasante. Lo recuerdo alto, buenmozo y de grandes ojos azules. Crecí oyendo sus charlas, viendo sus investigaciones, pero nunca pensé que me curaría”, confiesa Josefina Fernández.

Pero Jacinto demostró que sí había cura. Había conformado un equipo multidisciplinario con los mismos pacientes, los ocho estudiantes de medicina, una farmacéutica de nombre Elena Blumenfeld y una laboratorista de origen argentino, que había llegado a Cabo Blanco durante una visita que efectuó el “Che” Guevara con el objeto de ver la leprosería. “Hablé muy poco con el “Che” Guevara porque apenas pasó una noche en Cabo Blanco: al día siguiente se iba, creo, a Bolivia. (el bioquímico, amigo del Ché, Alberto) Granado se quedó un año y se fue después a Cuba”, explicó.

El doctor Antonio Wasilkouski, un farmacólogo polaco, montó un pequeño laboratorio para producir medicamentos.

“Los estudiantes nos ayudaron para organizar la forma cómo debíamos transformar a Cabo Blanco, primero en un centro de tratamiento al enfermo de lepra, no en un centro de esos de discusión de si debían o no casarse, nada de eso. Lo que íbamos a hacer era organizar a Cabo Blanco como un centro de tratamiento y curación de la enfermedad”, afirmó.

“Hicimos contacto con otros países como Brasil, Filipinas e Inglaterra, que tenía muchas colonias donde habían leproserías. Se determinó que la Diamino-Difenil-Sulfona (el llamado DDS, que era activo contra las microbacterias) era un medicamento básico importante para la curación. Posteriormente agregamos otra droga que era la clofazimina. Con esos dos medicamentos, tratamos a 500 pacientes de la leprosería y en un plazo de dos años, se curaban. Fue una verdadera revolución”, describió el científico de una memoria inagotable y sorprendentemente lúcida.

Convit, que al hablar de sus investigaciones siempre lo hace un plural, aclarando que todo los estudios en su vida han sido producto de un trabajo en equipo, presentó al Gobierno un nuevo plano de cómo debería realizarse el control de la enfermedad.

“Ese nuevo plan, era principalmente tratar a los enfermos en las áreas donde vivían para no separarlos de la familia y evitar esa tragedia que era trasladar a una persona a la fuerza a un hospital abandonando a su familia”, describió.

Con resultados en mano y un placer casi divino, el equipo de Convit se dirigió a las autoridades del, entonces, Ministerio de Sanidad para decirles: “Miren, se está cometiendo un error grave al aislar compulsoriamente a estas personas. Separarlos de sus seres queridos crea una gran tragedia en los grupos familiares y nosotros encontramos una solución”.

La consecuencia inminente de este importante descubrimiento fue el cierre de los dos leprocomios nacionales: la de Cabo Blanco y la de Providencia (Zulia), que albergaban dos mil enfermos. Venezuela fue el primer país en el mundo en cerrar las leproserías, que pasaron a ser, a mediados de los 60, servicios antileprosos nacionales.

El procedimiento ideado por los venezolanos fue la base para desarrollar el tratamiento de lepra en todos los países endémicos.

La pasión de Jacinto era compartida por su esposa Rafaela, una compañera fiel, abnegada y a quien consideraba “cariñosa, madre abnegada y apasionada. Un modelo de mujer que ya no hay”. Con ella también enfrentó un terrible momento de dolor. A los 28 años, su hijo Oscar Miguel, economista administrador graduado en Houston University, falleció en un accidente de tránsito.

“El primer impacto fue tremendo. Me causó un dolor profundo. La mamá estaba muy afectada”, señala Jacinto Convit, quien tuvo que tomar valor y mostrar una actitud serena para guiar a la familia a sobrellevar el dolor inconsolable de una muerte tan pronta, cercana, inesperada y trágica.

Ignacio Moreno considera que este fallecimiento, ocurrido a finales de la década de los 70, impulsó más a Convit a concentrarse en el microscopio, a distraer el dolor con la búsqueda de soluciones para mejorar la vida.

Sus otros tres hijos también han desarrollado el ejemplo trabajador de Jacinto: Antonio es psiquiatra y Rafael es cirujano plástico, ambos viven en Estados Unidos, donde trabajan en el Manhattan Psychiatric Center, y en el Washington Hospital de la Universidad de Washington, respectivamente. Francisco, el padre de Kika, es el único que vive en el país y se ha dedicado al comercio y a una finca donde cría caballos.

Jacinto fue impulsando la importancia de la investigación científica hasta lograr la creación del Instituto de Biomedicina, ubicado en Vargas, el 22 de octubre de 1984. Se trata del anterior Instituto Nacional de Dermatología, que desde siempre ha dirigido Convit.

Cuando se visita el apartamento del doctor Convit o su oficina, en medio de una sorprendente sencillez y los libros de ciencia, llama la atención una figura repetida de mil maneras, materiales y formas: ¡un cachicamo!

También llamado armadillo, el cachicamo es considerado el único animal capaz de infectarse con el mycobacterium leprae, bacteria que provoca la lepra.

Los cachicamos decorativos en madera, arcilla y piedra vienen de las manos de amigos y pacientes que viajan y no pueden evitar relacionarlo con Convit, estudiando los aspectos relacionados a la lucha antileprosa.

El descubrimiento de la importancia de este animal en la investigación fue aporte de la científica norteamericana Elenora Stors, quien descubrió la lepra en un tipo de armadillo en EE UU.

Convit inoculó el bacilo de la lepra en estos animales y obtuvo el Mycobacterium Leprae, que mezclado con la BCG (vacuna de la tuberculosis), produjo lo increíble: la vacuna.

“La vacuna impulsada por el doctor no solo era curativa. También preventiva. Fue el fin de un estigma milenario. Un aporte indescriptible para la sociedad y los pacientes con lepra de todo el mundo”, expresa con una admiración fraternal Elsa Rada, quien guarda, como tesoro, todas las indicaciones que el doctor Convit le enviaba, entonces, en noticas de papel escritas a manos.

Posterior al descubrimiento de la lepra, el hombre, que jamás ha ejercido la medicina privada porque la considera contraria a su carácter, se dedicó a atacar la leishmaniasis, enfermedad zoonótica, cuyas manifestaciones clínicas van desde úlceras cutáneas que cicatrizan espontáneamente, hasta formas fatales con inflamación severa de hígado y bazo.

“Desarrollamos una vacuna compuesta con el parásito de la leishmaniasis, que es la leishmania, con el BCG. El tratamiento se hacía, entonces, con los antimonales pentavalentes, que son medicamentos muy caros. Preparamos esa vacuna y le economizamos al país dos millones de dólares por año”, dijo Convit.

Nunca ha dejado de trabajar. Así de simple lo resumen sus compañeros, amigos y colaboradores.

“Cuando yo llegué aquí, el doctor Convit tenía 77 años. Me advirtieron que me prepara porque trabajaba mucho, sobretodo, trabajo de campo. Yo, sinceramente, vi que era un señor mayor y me dije: ‘¿Será que dará la batalla?’. Pero no solo la daba. Era una energía y una vitalidad increíbles. Era el primero que se montaba en el carro. Nos íbamos a las zonas rurales a hacer chequeo de los pacientes. Visitábamos muchos. Nosotros nos alegrábamos cuando la señora Rafaela nos acompañaba porque ella era la única que se atrevía a regañarlo: ‘Pero Jacinto, ¿tú no piensas dejar denscansar a los médicos?’, le decía”, rememora Héctor De Lima, biólogo que trabaja en leishmaniasis en el área de epidemiología e investigación.

Lo que más sorprende a Héctor es la capacidad de entendimiento de Convit. “Siempre hacemos planes a largo plazo. Hace cuatro años hicimos un plan para dentro de 10 años. Tiene toda la carga administrativa del instituto, los compromisos laborales y además está pendiente de todas las investigaciones que se realizan. Puede estar hablando contigo y firmar un papel para otra cosa y luego atender otra persona que le hablará de otro tema totalmente distinto. A pesar de sus años, nunca se ha pensado en sustituirlo y creo que alguien que lo sustituya como tal no lo habrá”.

El espíritu inagotable, que lleva a cuesta un cuerpo que nunca ha saboreado una calada de cigarrillo, ni tomado una copa de alcohol; causó un revuelo social y médico en 2010, cuando una investigación que había iniciado cuatro años atrás se dejó colar a los medios de comunicación: Convit trabaja en una autovacuna experimental contra el cáncer, enfermedad crónica degenerativa que implica un descontrol en la multiplicación de las células y la responsable del 21% de las muertes anuales en el mundo.

El revuelo por la filtración de la información acaparó la atención de medios, especialistas y pacientes. Su nieta Kika acababa de llegar de Estados Unidos y se unió al grupo de trabajo.

El tratamiento se basa en la combinación de células cancerígenas procesadas e inactivas del paciente, junto con el BCG. “Al aplicarla hemos notado una estimulación inmunológica al organismo para localizar las células tumorales y, en algunos casos, neutralizarlas”, explicó Convit. En medio de críticas y aplausos, el estudio se ha llevado a cabo con un reducido grupo de pacientes en los que ha tenido resultados satisfactorios.

Pero desde el año pasado, el Instituto de Biomedicina ha extrañado la presencia de Convit, próximo a cumplir 99 años.

En mayo de 2011 fue sometido a una cirugía a estómago abierto por una úlcera perforada. Una intervención riesgosa para una persona de cualquier edad.

“El cirujano que lo operó, casualmente, es amigo mío y estaba muy preocupado. Me dijo que tenía miedo por su edad, pero ya a la semana el doctor Convit estaba en su casa”, cuenta Héctor De Lima.

Sin embargo, un mes después recibiría un golpe mucho mayor. Rafaela, su compañera de toda la vida, falleció a los 90 años producto de un enfisema pulmonar. “Creo que eso fue lo que más le pegó al doctor. Ellos eran el uno para el otro. Una pareja ejemplar. Él estaba muy pendiente de ella y ella de él”, señala De Lima.

Kika señala que su abuelo es poco asiduo a hablar de situaciones tristes, por lo que la muerte de su hijo y la de su esposa no son temas de conversación que salgan a flote. “El año pasado fue duro para mi abuelo. Mi abuela era una mujer muy astuta y lúcida. La que recordaba todas las fechas y acontecimientos de la familia. Sin embargo, mi abuelo ha aguantado y está fuerte”, dijo la nieta.

Jacinto continúa, desde su apartamento, firmando los documentos del instituto y reuniéndose con los investigadores para conocer los avances de los trabajos. Pero todos manejan la expectativa de verlo entrar nuevamente a la edificación con el culto a la sencillez, al respeto y al amor que lo caracterizan.

“Para mí es un santo. Nunca le ha cobrado a un paciente ni un céntimo. Al contrario, a veces les daba dinero a los de pocos recursos. Es un honor trabajar con él y haberlo conocido. No creo que vuelva a ver a otro como él, ni siquiera creo nazca alguien igual”, dijo Julio Urdaneta, fotógrafo del Instituto de Biomedicina.

Convit está en su apartamento, como lo ha dicho en otras oportunidades, el premio Nobel no le quita el sueño, la cura contra el cáncer sí.

“Dedicó cuerpo y alma a luchar contra la lepra. Tengo mucha fe en sus investigaciones. Si venció la lepra, seguro que lo hará con el cáncer”, dice Josefina Fernández, una de las pacientes de Cabo Blanco, de esos enfermos por los que Convit era capaz de ofuscarse ante un funcionario de seguridad sanitaria, como lo hizo ante aquella imagen del leproso encadenado que, gracias a Jacinto, ningún venezolano tendrá motivo de presenciar jamás.

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