Por: José Manuel Otaolaurruchi, L.C. - @jmotaolaurruchi - Pedir la bendición es una de las costumbres más bellas de nuestra fe. Antes de salir de viaje los padres bendicen a los hijos para que Dios los libre del mal y les permita volver salvos a casa. En muchos hogares la prole pide la bendición antes de retirarse a dormir para que Dios les conceda una noche tranquila. En la calle con frecuencia le piden al sacerdote la bendición diciendo: "¡Bendígame, padre!". La bendición es un sacramental. Un sacramental es un signo sagrado a través del cual se otorgan dones espirituales a la persona que los acoge con buenas disposiciones. La forma más común es la bendición. Por eso se bendice a los niños, a los novios, las imágenes u objetos religiosos e incluso lugares públicos para favorecer la sana convivencia y la cordialidad. El sacerdote bendice rociando con agua bendita o haciendo la señal de la cruz. Los fieles la reciben santiguándose, es decir, llevando la mano de la frente al pecho y del hombro izquierdo al derecho pasando por el corazón. De esta manera quedan blindados la mente y el corazón de los malos pensamientos y deseos. Cuando nos santiguamos manifestamos el compromiso de querer guiar nuestra vida por el sendero del bien y de la verdad. Expresa una actitud de humildad, pues solo pide auxilio el que sabe que lo necesita. Para valorar la bendición, podemos considerar su contrario, la maldición. Llamar maldito a una persona es más grave que cualquier insulto y conjurar una maldición es algo diabólico. Recordemos la historia de Jacques de Molay, el gran maestre de la orden de los templarios, condenado a morir en la hoguera por orden del rey de Francia, Felipe IV, el Hermoso. Antes de ser abrasado por las llamas, Molay emplazó al Rey, al Canciller y al Papa a comparecer ante el tribunal de Dios en el plazo de un año, y los tres efectivamente murieron en ese tiempo. Cualquiera podría pensar que se trató de una maldición, pero Marigny, el fiel administrador del rey de Francia, quien a punto de ser ahorcado a traición se dio cuenta de que: "La maldición no venía de Dios, provenía de sí mismo y no tenía otra fuente que sus propios actos, y lo mismo sucedía con todos los hombres y con todos sus castigos". Son nuestras obras las que nos premian o condenan. Jesús antes de ascender a los cielos nos bendijo, nos concedió la gracia para librarnos del maligno y resistir las tentaciones del pecado original. Al mismo tiempo cada uno debe ser una bendición para su familia, sus amigos y su patria. Ser ungüento que cure los dolores de tantas personas que sufren, ser motivo de esperanza para los que padecen penas y dolores.
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