NADA convenía más al caudillo venezolano Hugo Chávez que encontrar un hecho para explotar como filón propagandístico de forma que pudiera eclipsar el estruendoso fracaso de sus intentos por imponer una dictadura socialista perpetua a los venezolanos. Después de haber perdido un referéndum plebiscitario, necesitaba distraer la atención hacia un asunto con el que poder recuperar la iniciativa, borrar la estampa de un golpista derrotado por un movimiento estudiantil y volver a ser el líder continental que quiere recuperar el apoyo de sus decepcionados seguidores. Y puesto que después de la histórica frase de Don Juan Carlos, en la Cumbre Iberoamericana de Chile los insultos atrabiliarios contra los gobiernos que no se acomodan a sus excentricidades ya no le son rentables, Chávez ha encontrado el perfecto parapeto en una operación pretendidamente humanitaria para aprovecharse de la puesta en libertad de tres rehenes que estaban en manos de la narcoguerrilla colombiana. Pero en realidad, lo que han planeado Chávez y el jefe guerrillero «Tirofijo», según parece con la asesoría de la dictadura cubana, tiene poco de humanitario. Se trata de una obscena operación de propaganda en la que los criminales que mantienen secuestrados a ciudadanos inocentes durante largos años han pactado la escenificació n de un acto que sería de clemencia si hubiera algo de justicia en su origen. Chávez ha logrado aparecer como un «facilitador» de la liberación de los rehenes, a cambio de ofrecer una justificación política internacional a sus carceleros. Y a aquel que no hace más que defender la ley y el Estado de Derecho luchando contra una banda de salteadores de caminos y de traficantes de drogas, el presidente Álvaro Uribe, lo hacen aparecer como el malvado al que que atribuyen prácticamente la causa por la que esos rehenes no pueden ser liberados. Los rehenes -y qué otra cosa podrían hacer- aparecerán agradeciendo sus esfuerzos a Hugo Chávez, que podrá presentarse así como el gran benefactor, el supuesto héroe de la paz que devuelve los cautivos a su familia. Es sencillamente el mundo al revés. Hace mucho tiempo que Chávez está buscando involucrar a Colombia en sus delirios hegemónicos, porque es la clave que le ha impedido controlar el Pacto Andino y que le estorba en las alucinaciones en las que él mismo se ve como la reencarnación de Simón Bolívar. De hecho, tratándose de Chávez no se puede descartar ni siquiera que pudiera intentar una operación con implicaciones militares que en sus ensueños terminaría con la victoria de la narcoguerrilla. El venezolano no ha ocultado que sus simpatías están más cerca de «Tirofijo» que del presidente Uribe y, si esta operación le sale bien, seguramente ya ha calculado que puede cambiar la correlación de fuerzas en la propia Colombia. Miles de familiares de secuestrados (la guerrilla tiene más de tres mil cautivos en su poder) pueden alzarse pidiendo la intervención de Chávez en la liberación de los suyos y es evidente que los narcoguerrilleros apoyarán cualquier objetivo que pueda debilitar el sistema institucional de Colombia. El presidente colombiano tiene pocas opciones para oponerse a esta ofensiva. Ha detectado intentos de Chávez de infiltrar su doctrina «bolivariana» entre los generales colombianos y es el primero en darse cuenta de que si permitiese que Chávez campe a sus anchas en Colombia y mantenga una relación abierta con la guerrilla (el apoyo clandestino de Venezuela a los grupos insurgentes es algo que nadie pone en duda), se complicaría enormemente la situación en Colombia. La utilización de los sentimientos humanitarios para objetivos desestabilizadores es sencillamente un acto rastrero e intolerable. Es humano que los cautivos se vean sometidos al «síndrome de Estocolmo». Lo que no es de recibo es que esos sentimientos sean instrumentalizados con unos fines políticos infames. Editorial ABC, Madrid
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