Gustavo Nuñez
Por: Antonio López Ortega
Ha muerto mi amigo Gustavo Núñez. Y no
hay razones públicas para destacarlo, salvo la memoria o el afán de los
hombres por perseverar. Como muchos venezolanos del exilio, lo hizo en
Panamá, mañana del sábado 25 de mayo, mientras dormía. Tendría una edad
cercana a los 55 años, aunque siempre aparentó menos. Se entiende mal
que una persona siempre atlética, deportista cabal, de vida muy sana,
haya sido sorprendido por un infarto fulminante. Si sobrevino durante el
sueño, como todos esperamos, la agonía no fue más que el rapto de una
efímera pesadilla. Dicen que la muerte de los justos ocurre mientras
sueñan, y tratándose de Gustavo, quien sin duda fue un ser generoso,
sólo la bondad podía acogerlo.
Nos conocimos hacia 1974, o quizás un
poco antes, por intermedio de un amigo común: José Gregorio Silva. Yoyo,
como le decíamos, expulsado del Instituto Escuela por cualquier motivo
banal, recaló en el colegio Champagnat, donde conoció a Gustavo y tantos
otros. En poco tiempo, ese puente construyó amistades entre ambos
bandos, y hacia 1975, año de nuestra graduación, ambas promociones casi
hacían el acto juntas. Del Champagnat nos llegaba el deporte (eran
futbolistas empedernidos) y también el rock (casi todos tocaban algo).
Pero de todos ellos, Gustavo era la figura intelectual: buen lector,
buen analista, buen músico. Se interesaba de manera cabal en el otro,
interrogándolo hasta el cansancio: cuando sentía que ya lo había
absorbido todo, una sonrisa de satisfacción le marcaba el rostro.
Si quisiera establecer una senda
pública, debería decir que Gustavo estudió Ingeniería Mecánica en la
USB, graduándose con honores. Después de sus estudios de postgrado,
ingresó en PDVSA, y más específicamente en Intevep. Su rúbrica debe
formar parte de los firmantes de aquella invención llamada orimulsión,
que permitía mezclar petróleo pesado con agua y convertirla en
combustible. Eran los años en que el país registraba patentes y
exportaba carburantes innovadores para las plantas eléctricas del mundo.
Lo vi por esos años varias veces y su crecimiento profesional era
considerable: se fogueaba con técnicos y empresas de todo el orbe, con
una autoridad y una competencia envidiables. Ese fulgor desaparecía años
después con el llamado “paro petrolero”, en el que Gustavo ejerció un
protagonismo activo, diríase militante, hasta ser expulsado como tantos
otros. Un inicio de causa judicial le hizo ver que la seguridad de su
familia (una emprendedora esposa y dos hijos) estaba en riesgo si
permanecía en su país de origen. Buscó entonces otros horizontes y se
decidió por Panamá, donde fundó un negocio próspero en el área
petroquímica que dirigió hasta hoy.
Pero me interesa más hablar del Gustavo
personal, buen amigo, solidario. Siempre tuve la impresión de que sus
padres velaron por la educación integral de sus varios hijos, y Gustavo
no fue la excepción. Era un guitarrista virtuoso, y no sólo buen
ejecutante sino también compositor. Mi tibia cercanía con las letras y
su probado dominio musical nos juntaron como fieles en una adoración
común: la del rock sinfónico. No hubo banda, instrumentista, disco o
pieza que no conociéramos y comentáramos. Nos volvimos unos eruditos,
unos obsesos. La simbiosis entre el Instituto Escuela y el Champagnat
juntaba algunos músicos de nivel, y en una época de febril seguimiento,
superando algunos ensayos previos, Gustavo apareció un día en casa de
Yoyo con la idea de fundar un grupo llamado “Nemquetaba” (después
descubriríamos que, en sus lecturas extrañas de adolescente, se trataba
de un dios de la mitología muisca, especie de anciano de cabellos largos
y barba blanca, que instruyó a los primitivos habitantes en el arte de
tejer, fabricar cerámica, hacer orfebrería y comerciar con sus vecinos.
Todo armonizado bajo unas normas éticas que recordaban la doctrina
cristiana).
Nemquetaba hizo un rock entre acústico y
electrónico. Sus piezas eran largas, enrevesadas, de letras
incomprensibles, pero el tono lírico, armonioso, de su discurso musical
se debió a Gustavo, su líder indiscutible. Por allí pasaron Fernando
Alarcón en los teclados (fallecido también a temprana edad), Roberto
Smith en la guitarra eléctrica, Medardo Cabello en el bajo, Yoyo Silva
en la batería y Orestes Appel en la voz (un imitador tardío, por lo
angelical, de Jon Anderson). La banda ensayaba en la avenida El Paseo de
Prados del Este, en casa de Yoyo, y yo no faltaba a ninguna de esas
sesiones. Recuerdo que una tarde, en su acogedora casa de El Cafetal,
Gustavo me preguntó si quería ser el letrista de Nemquetaba. Yo no podía
decir que no a una solicitud que no sólo me halagaba, sino que también
me ofrecía la primera tribuna concreta a lo que en aquellos tiempos
fueran mis impulsos literarios. Conocedores como ambos éramos de King
Crimson, era como si Robert Fripp designara a su muy particular Peter
Sinfield.
Un relato que, afortunadamente, siempre
mantuve manuscrito, de título “La burbuja roja”, fue tomado por Gustavo
como la primera gran composición de la banda. Al estilo de Close to the Edge o de Thick as a Brick, concept albums
legendarios de los años 70, Gustavo compuso una pieza larga, de varios
segmentos, que podía detenerse en una audacia acústica o subir de tono
con un solo de guitarra del intrépido Roberto. Gustavo me había pedido
descomponer ese relato en una especie de poema épico, claramente
versificado, para facilitar el canto de Orestes y los quiebres de ritmo.
Y a mí, sencillamente, escuchar los ensayos de la pieza me transportaba
a un umbral apenas intuido: una pobre pieza adolescente, llena de
rebujos mentales, se convertía gracias a la música en una sinfonía
entrañable, con momentos de alta sensibilidad. Esa certidumbre –la de
saber que lo escrito podía llegar a ser algo, podía editarse– se la debo a Gustavo, y quizás él nunca lo supo, porque tampoco llegué a confesárselo.
Nemquetaba duró lo que lo que las
bandas duraban en aquellos tiempos: meses o pocos años. Y el grupo no
superó la diáspora que se imponía sobre sus integrantes a la hora de
definir sus destinos universitarios, muchos de ellos internacionales.
Creo que no queda un registro de grabación, como tampoco una
presentación memorable: apenas aquellos ensayos, de sábado a sábado, en
los que se nos iba lo mejor de nuestra juventud. Una juventud, podríamos
decir, atrapada entre la ética (saber qué éramos) y la estética (intuir
si trascendíamos).
Gustavo Núñez desaparece y es como si
todo desapareciera. Pero estas líneas quieren ir a contracorriente y
retener un sentimiento: su vida tuvo una enorme significación para
muchos. No se diga para esposa e hijos, que lo amaron; no se diga para
sus hermanas (Zulma en la rectitud, Sara en la hermosura, María
Antonieta en la inocencia); no se diga para su madre y el dolor del hijo
ido, sino también para sus amigos, los de hoy y los de ayer, entre los
cuales tengo la fortuna de encontrarme.
Reconozco que en él tuve, junto a otros
pocos, una de mis primeras amistades intelectuales: aquéllas que se
deben a la afinidad de creencias, a las lecturas compartidas, a los
valores semejantes. Cada encuentro de los últimos años, sin duda
esporádicos desde su residencia en Panamá, era corroborar que esa
afinidad se mantenía, que el mutuo interés nos hacía profundizar el uno
en el otro, como hermanos de sangre. Me cuesta creer que ya no esté,
porque es como si aún oyera su voz, porque es como si aún observara su
sonrisa, apenas una pincelada sobre su rostro curioso. ¿Qué música
escuchas ahora, querido amigo? ¿Qué armonía te arropa? El dios de los
musicas, de nombre Nemquetaba, viene ahora a decirte, no sé en qué
paraje, que siempre fuiste un orfebre, un minucioso tejedor. Aquí nos
quedamos con tus piezas, melódicas piezas, para decirte que nuestras
vidas tuvieron un poco más de sentido mientras contaron con tu compañía.
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