Por: Jacqes Sagot - jacqsagot@gmail.com - Le decían “Der Papierene”: “el hombre de papel”. Era escurridizo, inasible, zigzagueante. Horadaba las más sólidas defensas. La posteridad lo llamó “el Mozart del futbol”, una elocuente comparación: la esbeltez del trazo, la exquisitez, la filigrana, pero también la hondura de los sentimientos.
¡Es tan poca cosa decir que era un gran futbolista! Aun agotando nuestras metáforas para dar una idea de su virtuosismo, no le haremos justicia. Era mucho más que un atleta: un ser humano íntegro –esto es-, entero, cabal, de una sola pieza; un hombre “para todas las estaciones”, esos que no cambian de color con las variaciones climatológicas. Para él, palabra y acción fueron gemelas. La coherencia ideológica-existencial: vivió como pensó, y pensó como vivió: ¡hermosa y rara cualidad! Judío, austríaco, checo y húngaro.
Matthias Sindelar fue declarado el mejor futbolista austríaco de todos los tiempos por la Federación de Historia y Estadísticas del Futbol, y el más ilustre deportista que su país ha producido. Nació en 1903 en Kozlov, Moravia (entonces, parte del Imperio austro-húngaro), en el seno de una familia judía: su padre era herrero; su madre, lavandera. Hablaba checo, húngaro, alemán y yiddish, uno de esos milagros de la hibridez cultural. Aprendió a jugar futbol en las barriadas de Viena. No había preparadores físicos ni directores técnicos, figuras que no surgirían hasta los años treinta. Aprendió pateando naranjas, botellas, pelotas de vejiga de cerdo rellenas de paja: a eso tenía acceso un muchacho socialmente marginado.
Faltaba un siglo para que Adidas fabricase la Jabulani, prodigio aerodinámico capaz de salir disparada a 120 kilómetros por hora, de dibujar curvas inimaginables en el espacio, portento tecnológico estudiado por la NASA, diseñada para retener sus parámetros de rebote y ductilidad después de ser probada con miles de impactos contra una pared de cemento.
¡Estábamos aún en la era artesanal del futbol! Futbol-música. Matthias fue fichado por el Hertha Viena, el mejor equipo austríaco de la época. Con él ganó todo cuanto se podía ganar entre 1925 y 1936. El futbol no era aún un deporte “de masas”, objeto de cobertura mediática universal. Los futbolistas no eran prima donnas que salían anunciando tangas, perfumes llenos de feromonas, asistiendo a bodas reales, pintarrajeándose tatuajes, coloreándose las mechas, taladrando todo tejido susceptible de perforación con inusitados colgajos, exhibiéndose en pasarelas, enseñando cuadritos abdominales, figurando en la portada de People Magazine como “the sexiest man alive” y posando con “chicas pimentosas” (que no otra cosa significa “spice girl”). No ganaban 35 millones de dólares al año. No habíamos llegado aún a ese tipo de patologías sociales.
¡Sindelar: nombre bello, eufónico, musical! En el terreno de juego era un bailarín y un poeta, no un mero pateador de bola. Driblador endemoniado, futbol sinuoso, cintura de niebla, regates impredecibles: era la pesadilla de cualquier marcador.
No solo era eficaz: primaba en él un concepto de estilo –noción más estética que deportiva–: una manera distintiva de tratar el balón, absoluta pulcritud, orfebrería pura: bordaba sus jugadas, las ejecutaba con esmero infinito.
En 1934, la squadra azzurra “ganó” la copa mundial en casa, por decreto de Mussolini. Es un hecho perfectamente documentado. El fascismo se había enseñoreado de Italia, Hitler ya era canciller de Alemania, la Guerra Civil Española se fermentaba, y el Armagedón de 1939 era inminente. Árbitros sobornados y amenazados de muerte, rivales “comprados”, agresiones físicas incalificables, goles anulados por orden expresa de “Il Duce”.
La Austria de Sindelar cae en semifinales ante Italia con un gol fantasma. Una Italia que mordió, pateó, aruñó, masacró y de vez en cuando se acordó de jugar futbol. Mussolini presenció el partido desde su sitial de deidad pagana. Por supuesto, Austria “perdió” también el tercer lugar contra Alemania, donde ya Hitler fraguaba al Übermensch, el proto-hombre destinado a rubricar la definitiva prevalencia de la raza aria.
Para la Historia Universal de la Infamia. El 12 de marzo de 1938 Austria es “anexada” –ocupada militarmente– al Tercer Reich. Para el campeonato mundial de 1938 –al cual ya se ha clasificado– no puede presentarse como tal: ahora es parte de Alemania. El 3 de abril, en el Prater Stadium de Viena, se realiza un partido entre Austria y Alemania para celebrar “el voluntario regreso de nuestros hijos a su hogar: el Tercer Reich” (sic). Hitler “prestigia” el evento con su presencia. A su lado, varios dignatarios del nuevo Valhala, rígidos, hinchados, como el Dr. Strangelove, de Kubrick.
Primer gesto de insurgencia: Sindelar rehúsa hacer el saludo nazi mientras suena el himno alemán. Luego procede a bailarse una y otra vez a los defensas para botar deliberadamente los goles, solo frente al portero, como diciéndoles: “¡Miren cómo les hago ‘el túnel’, el ‘sombrero’, la ‘marsellesa’, y, si no les meto el gol, es porque no me da la gana!”. No es futbol: es un manifiesto que le sale de las entrañas. No juega con las piernas, sino con la sangre, con el alma, con la dignidad, con el orgullo, con Austria ahí dentro, muy dentro de su corazón.
Por fin, hacia el final del partido, decide marcar su gol. Era su manera de “firmar” el partido. Alemania es derrotada. Hitler está pálido, demudado. Después del triunfo, Sindelar comete el error de su vida: se va a bailotear frente al palco del Fuhrer. Ahí quedó sellado su destino.
Empero, Hitler codiciaba la copa mundial de 1938, y para ello necesitaba a Sindelar en la “Mannschaft”. A sabiendas de que era judío, lo quería en su selección: a cualquier precio, bajo cualquier forma de coerción imaginable. Lo tentó con inconcebibles sumas de dinero. Sindelar pudo haberlo tenido todo, ser el jugador más rico y celebrado de su época, pero dijo la divina palabra, la única, la insustituible: “No”. La frase de Antígona: “Vine al mundo a decir no, y morir”.
Es perseguido: no puede jugar en ningún equipo del Tercer Reich. Se esconde en sótanos y buhardillas. Sobre él pende la espada de Damocles de los campos de concentración. Un excompañero del Hertha revela su paradero. El 22 de enero de 1939, mientras dormía con su esposa, los agentes de La Gestapo lo asesinaron ocasionando un escape de monóxido de carbono en su escondite.
La última de las infamias: lo declararon “suicidio conjunto”. Nada menos que todo un hombre. Las oficinas del Hertha se inundan de pésames. El correo se paraliza con el flujo de mensajes. Pese a la amenaza nazi, 50.000 personas van al entierro. Las tropas crean un perímetro de seguridad, temiendo una sublevación. Desde entonces, cada 22 de enero, miles de austríacos rinden homenaje a Sindelar: su tumba, en el Zentralfriedhof de Viena, florece: rosas blancas por doquier.
¿Con qué otra flor, con qué otro color honrar a un hombre así? Futbolistas los ha habido mejores: niños mimados de la cultura, vedettes mediáticas, personajillos venales, mercancía que pasa de mano en mano, imágenes que circunvalan el planeta satelitalmente, y viven –lo propio de toda mercadería– en vitrinas. Sin embargo, deportistas en el sentido integral del término –seres conscientes de su rol como modelos éticos para la sociedad, para los jóvenes que los emulan– son rara avis.
Hombres como Sindelar no pueden, no deben ser olvidados. Trascienden infinitamente la esfera deportiva. Son los insobornables, los incorruptibles: aquellos que se negaron a traicionar a su país, su cultura, su identidad, y pagaron con su vida.
Para ti, Matthias, estas palabras, en esta semana que se inicia la Eurocopa 2012, esa que debería llevar tu nombre, esa que, gracias a gestos como el tuyo, podremos degustar desde nuestro sofá favorito, nosotros, que ignoramos cuánta sangre y dolor irrigan el futbol, su oscura historia hecha de silencios y sordo tormento.
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