Por: Victor Sánchez Ferrer - @v1gtor - Eran las 7 am cuando sonó el teléfono. Al otro lado de la línea se escuchó: "Gualberto, compra el periódico. Apareces en la lista de despedidos". Mi padre era el número 75 en la primera lista de 204 despedidos de Pdvsa, publicada el sábado 4 de enero de 2003. Luego de sufrir una fractura en la rodilla el 24 de octubre, mi padre había recibido reposo médico absoluto por tres meses. Así pues, después de 22 años trabajando entre 12 y 14 horas diarias, como muchos otros empleados de Pdvsa, mi padre se encontró así mismo en su cama, inmovilizado, en ayunas y despedido injustificadamente.
Han pasado más de 9 años desde el 4 de enero de 2003. Más que suficiente se ha dicho de cómo el despido masivo de Pdvsa estuvo al margen de la ley y cuán contrario fue a los derechos humanos, no sólo de los empleados, sino también de sus familiares. Adicionalmente, es cada vez más difícil esconder que la pérdida de miles de años de experiencia acumulada en exploración, producción, refinación y comercialización del petróleo, ha herido a Pdvsa de diversas maneras: ingresos no percibidos, incremento de accidentes laborales e ineficiencias absurdas.
Habiéndose dicho tanto de lo negativo, me gustaría usar las siguientes líneas para hablar sobre la otra cara de la moneda, y contar cómo el despido de mi padre ha sido una de las mejores cosas que le ha pasado a mi familia. O más bien, cómo hicimos de tripas corazón y aprovechamos cuanto tuvimos a la mano. Esta es la historia no sólo de mi familia, sino de muchas otras que han sido transformadas positivamente durante los últimos 9 años.
Ese mismo 4 de enero del 2003, conversé en el garaje de la casa con mi padre. Le dije: "Papá, estamos contigo. Cuenta con nuestro apoyo". A pesar de nuestro apoyo, mi papá desarrolló una alopecia consecuencia del estrés al ver que por más que sacase cuentas no podía pagar los estudios de mi hermano en Estados Unidos, mis gastos de vida en Caracas, la universidad de mi otro hermano en Maracaibo y las deudas de las tarjetas de crédito, entre otros compromisos financieros.
Sin embargo, conforme los días avanzaban todo fue concretándose sin problemas. Muy naturalmente activamos lo que pareció un plan de contingencia. Cancelamos las dos líneas celulares, el Internet banda ancha, la televisión por cable; colocamos el resort de Florida en venta, aunque nunca se logró vender; vendimos el apartamento de Mérida para pagar las deudas de las tarjetas de crédito y el préstamo de la camioneta; mi mamá vendió cuanta prenda de oro pudo y, de allí en adelante, lavaba y secaba toda la ropa sin usar la lavadora y la secadora; organizamos una venta de garaje y no prendíamos los aires acondicionados; yo conseguí un trabajo a tiempo parcial con un empresario, apliqué a una beca en mi universidad, me mudé a casa de mi tío, y conseguí ser preparador de una clase; mi hermano Carlos se ganó una beca completa para su universidad por su desempeño académico y hacía trabajos de electrónica a destajo; mi hermano Berto estaba en su último semestre de la universidad en Estados Unidos y consiguió el dinero prestado para pagar su matrícula y había estado trabajando en la biblioteca durante casi toda su carrera; mi mamá hacía lo imposible para gastar sólo lo estrictamente indispensable en la casa; mi papá, en cuanto se recuperó de su fractura, empezó a vender quesos y pulpas de fruta por todo Maracaibo.
Pero no superamos las dificultades solos. Recibimos mucha ayuda de muchas personas que se hicieron solidarias con nosotros. Una amiga de mi mamá le llevaba un mercado cada quince días, unos primos llevaban frutas de su finca cuando pasaban cerca de la casa, varios tíos, tías y amigos nos hicieron préstamos significativos. Se veía que Dios estaba detrás de todas las cosas que se sucedían. Vivíamos al día, sin saber qué comeríamos al siguiente día o si tendríamos para pagar las cuentas, pero nunca nos faltó nada. La unión familiar, lo que considero más importante, siempre estuvo presente y cada día con mayor fuerza.
Son las 11 pm del 14 de junio de 2012. A la vuelta de los años, en mi familia cada uno ha seguido su camino y ha capitalizado la experiencia de haber estado al borde del colapso económico y familiar. Los tres hijos terminamos exitosamente nuestras carreras profesionales y ahora estamos completando postgrados. Mis padres se reubicaron a otra ciudad y han conseguido un mejor trabajo. Mi papá ahora disfruta más el tiempo con la familia y ha entendido que el trabajo viene y va, pero la familia siempre está allí.
El despido de mi padre ha sido una de las experiencias de aprendizaje más importantes de nuestras vidas. Nos dimos cuenta que fuimos más felices cuando tuvimos menos, de que teníamos más de lo que necesitábamos, de que tenemos muy buenos amigos, de que ahora somos más fuertes porque sabemos qué es lo realmente importante en la vida, de que tengo unos padres excepcionales que me han enseñado con su ejemplo y, sobretodo, que Dios nunca nos desampara si nos esforzamos por estar junto a Él.
Por: Victor Sánchez Ferrer - @v1gtor - Eran las 7 am cuando sonó el teléfono. Al otro lado de la línea se escuchó: "Gualberto, compra el periódico. Apareces en la lista de despedidos". Mi padre era el número 75 en la primera lista de 204 despedidos de Pdvsa, publicada el sábado 4 de enero de 2003. Luego de sufrir una fractura en la rodilla el 24 de octubre, mi padre había recibido reposo médico absoluto por tres meses. Así pues, después de 22 años trabajando entre 12 y 14 horas diarias, como muchos otros empleados de Pdvsa, mi padre se encontró así mismo en su cama, inmovilizado, en ayunas y despedido injustificadamente.
Han pasado más de 9 años desde el 4 de enero de 2003. Más que suficiente se ha dicho de cómo el despido masivo de Pdvsa estuvo al margen de la ley y cuán contrario fue a los derechos humanos, no sólo de los empleados, sino también de sus familiares. Adicionalmente, es cada vez más difícil esconder que la pérdida de miles de años de experiencia acumulada en exploración, producción, refinación y comercialización del petróleo, ha herido a Pdvsa de diversas maneras: ingresos no percibidos, incremento de accidentes laborales e ineficiencias absurdas.
Habiéndose dicho tanto de lo negativo, me gustaría usar las siguientes líneas para hablar sobre la otra cara de la moneda, y contar cómo el despido de mi padre ha sido una de las mejores cosas que le ha pasado a mi familia. O más bien, cómo hicimos de tripas corazón y aprovechamos cuanto tuvimos a la mano. Esta es la historia no sólo de mi familia, sino de muchas otras que han sido transformadas positivamente durante los últimos 9 años.
Ese mismo 4 de enero del 2003, conversé en el garaje de la casa con mi padre. Le dije: "Papá, estamos contigo. Cuenta con nuestro apoyo". A pesar de nuestro apoyo, mi papá desarrolló una alopecia consecuencia del estrés al ver que por más que sacase cuentas no podía pagar los estudios de mi hermano en Estados Unidos, mis gastos de vida en Caracas, la universidad de mi otro hermano en Maracaibo y las deudas de las tarjetas de crédito, entre otros compromisos financieros.
Sin embargo, conforme los días avanzaban todo fue concretándose sin problemas. Muy naturalmente activamos lo que pareció un plan de contingencia. Cancelamos las dos líneas celulares, el Internet banda ancha, la televisión por cable; colocamos el resort de Florida en venta, aunque nunca se logró vender; vendimos el apartamento de Mérida para pagar las deudas de las tarjetas de crédito y el préstamo de la camioneta; mi mamá vendió cuanta prenda de oro pudo y, de allí en adelante, lavaba y secaba toda la ropa sin usar la lavadora y la secadora; organizamos una venta de garaje y no prendíamos los aires acondicionados; yo conseguí un trabajo a tiempo parcial con un empresario, apliqué a una beca en mi universidad, me mudé a casa de mi tío, y conseguí ser preparador de una clase; mi hermano Carlos se ganó una beca completa para su universidad por su desempeño académico y hacía trabajos de electrónica a destajo; mi hermano Berto estaba en su último semestre de la universidad en Estados Unidos y consiguió el dinero prestado para pagar su matrícula y había estado trabajando en la biblioteca durante casi toda su carrera; mi mamá hacía lo imposible para gastar sólo lo estrictamente indispensable en la casa; mi papá, en cuanto se recuperó de su fractura, empezó a vender quesos y pulpas de fruta por todo Maracaibo.
Pero no superamos las dificultades solos. Recibimos mucha ayuda de muchas personas que se hicieron solidarias con nosotros. Una amiga de mi mamá le llevaba un mercado cada quince días, unos primos llevaban frutas de su finca cuando pasaban cerca de la casa, varios tíos, tías y amigos nos hicieron préstamos significativos. Se veía que Dios estaba detrás de todas las cosas que se sucedían. Vivíamos al día, sin saber qué comeríamos al siguiente día o si tendríamos para pagar las cuentas, pero nunca nos faltó nada. La unión familiar, lo que considero más importante, siempre estuvo presente y cada día con mayor fuerza.
Son las 11 pm del 14 de junio de 2012. A la vuelta de los años, en mi familia cada uno ha seguido su camino y ha capitalizado la experiencia de haber estado al borde del colapso económico y familiar. Los tres hijos terminamos exitosamente nuestras carreras profesionales y ahora estamos completando postgrados. Mis padres se reubicaron a otra ciudad y han conseguido un mejor trabajo. Mi papá ahora disfruta más el tiempo con la familia y ha entendido que el trabajo viene y va, pero la familia siempre está allí.
El despido de mi padre ha sido una de las experiencias de aprendizaje más importantes de nuestras vidas. Nos dimos cuenta que fuimos más felices cuando tuvimos menos, de que teníamos más de lo que necesitábamos, de que tenemos muy buenos amigos, de que ahora somos más fuertes porque sabemos qué es lo realmente importante en la vida, de que tengo unos padres excepcionales que me han enseñado con su ejemplo y, sobretodo, que Dios nunca nos desampara si nos esforzamos por estar junto a Él.
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