jueves, 8 de marzo de 2012

Dickens y los otros victorianos


Por: Rubén Monasterios - ND - Intruso en la intimidad - Por estos días culmina el dickensdelirio; es lógico que cause entusiasmo de alcance planetario la celebración del ducentésimo aniversario del nacimiento de Charles Dickens (7.O2.1812-8.06.1870), un escritor que tanto hoy como lo fuera en vida, es respetado por la crítica y uno de los “más leídos” en todo el mundo. Inició la celebración un homenaje real rendido en el Rincón de los Poetas; se extendió con un mes de maratones de lectura de sus obras en veinticuatro países, entre ellos China, Albania, Pakistán, México y Argentina; por todas partes, representaciones teatrales, una versión para TV de una de sus novelas, reposición de las numerosas películas basadas en ellas, reediciones, conferencias, artículos y ensayos que reexaminan su obra, exposiciones.

Dickens es uno de los grandes maestros de la literatura serial, o folletón, antecedente de la moderna telenovela, con la notable diferencia de que se ocuparon del folletón escritores de soberbio talento, componente que sólo como excepción participa en el género dramático televisivo; la suya es una novelística realista, focalizada en lo social, de incisivo contenido crítico, rica en personajes singulares trazados con penetración psicológica, en descripciones vívidas y narraciones emocionantes, en las que lo patético y el humor se entremezclan; narraciones con garra, con lo que quiero decir, de esas que atrapan al lector por el cuello y no lo sueltan hasta la última página; sus historias están contadas mediante una habilísima manipulación del suspense y de los clímax, puestos con genial intuición exactamente donde deben estar; y no faltan en ellas concesiones a la galería en forma de acentos melodramáticos y sensibleros; tal síntesis de factores lo llevó a ser el mayor bestseller de su tiempo.

Para los críticos, Dickens fue la conciencia de la Inglaterra victoriana; los historiadores afirman que su lectura es imprescindible para comprender esa sociedad en el momento de la Revolución Industrial; y van más allá: por sus descripciones de la paupérrima vida callejera de Londres y su señalamiento de la desproporcionada distancia entre las clases sociales, dicen que hoy sus libros son más actuales que nunca en las grandes urbes británicas. No obstante, el autor de David Copperfield y otros escritores escudriñadores del cuerpo social victoriano, lo examinaron digamos hasta la cintura.

En el millieu represivo propio de una época en la que el lema moral jamás declarado fue Virtud en público, depravación en privado, es comprensible que los autores aprobados por el establishment evitaran cuidadosamente cualquier aproximación a la vida sexual de los personajes de sus novelas y obras teatrales; algunos de ellos, especialmente Dickens, insistieron en denunciar la inmisericorde explotación de las clases desposeídas, pero ninguno hurgó más a fondo, hasta la podredumbre sexual de la época; en sus novelas no tiene cabida el tráfico clandestino de niños y niñas con fines sexuales, “uno de los más repugnantes capítulos de la vida victoriana”, escribe Erika Bornay en Las hijas de Lilith, cuya causa principal fue la miseria del proletariado; tales hechos fueron denunciados por el periodista W.T.Sead en 1885, mediante el muy poco ético procedimiento de comprar una chica de doce años a la que colocó a trabajar en un burdel a su beneficio. Olvidan discretamente la homosexualidad, que campeó por sus fueros entre los victorianos, al punto de que en Londres se establecieron prostíbulos masculinos. Ni por asomo se revela el hecho de que prácticamente todo aquel aristócrata o miembro de la alta burguesía educado en cualquiera de los distinguidos colegios británicos, en su iniciación escolar hubiera sido implacablemente sodomizado por los alumnos sophomores y seniors, así como sometido por ellos y sus maestros a persistentes cuerizas en sus nalgas desnudas, una socialización de nítido carácter sadomasoquista, que explica lo común de esa parafilia entre los varones de la élite social británica; a propósito de satisfacerla, proliferaron en Londres los burdeles especializados en flagelación, y tan popular fue la práctica que la conocieron en todo el mundo como el vicio inglés.

El bajo vientre de la época victoriana en realidad sólo se revela indagando en escritores que con sus obras no pretendieron beneficios económicos, fama ni respetabilidad, sino exorcizar sus demonios: “Walter”, el anónimo cronista que consignó sus interminables hazañas genitales, burdelescas casi todas ellas, en nada menos que once volúmenes de trescientas y tantas páginas cada uno de ellos, puestos bajo el título de Mi vida secreta (1890); el asimismo inicialmente ignorado autor de Teleny (1893), novela fundacional de la narrativa homosexual en occidente, cuyo autor hoy sabemos, a partir de la investigación literaria, fue Oscar Wilde; Mi vida y amores, de Frank Harris (con toda seguridad, un seudónimo) y el anónimo autor de la perturbadora poética de la sumisión que es La señorita Tacones Altos; o esa señora Schroeder-Devrient con sus Memorias de una cantante alemana (1862), la única autobiografía femenina que por su descarnada exposición pudiera comprarse a las Confesiones de Rousseau y las Memorias de Casanova, al decir de Apollinaire. También vendría a lugar hojear la revista mensual clandestina londinense The Pearl: A Journal of Facetiae and Voluptuos Read.

De aquí que si el propósito es lograr la comprensión de la sociedad de la Revolución Industrial en su compleja integridad, es necesario complementar la lectura de Dickens y otras luminarias literarias inglesas de la época, con esas páginas de narraciones extrañas, pérfidas y pecaminosas que aquellos no se atrevieron a escribir, pero que si fueron escritas por los llamados por Stephen Marcus “los otros victorianos”.

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