viernes, 11 de septiembre de 2009

La democracia en el contexto globalizado


Por: Teódulo López Meléndez - Los males de la democracia han sido enumerados hasta el cansancio, pero de relieve han sido puestos la desintegració n del orden civil, la debilidad inherente a una mediocridad aplastante de los dirigentes políticos y una quiebra casi irreversible en la confianza. Este cuadro clínico ha conllevado al rebrote de totalitarismos en versiones más o menos renovadas. No obstante, ante el cierre de los canales de la democracia del siglo XX, equivalente como sistema político a la era industrial, surgen por doquier nuevas formas de organización que practican una democracia deliberativa. La creación de una nueva democracia para la era postindustrial o para el mundo global, implicará, implica ya, un traslado de los asuntos sociales hacia las asociaciones democráticas que emergen. Aquí cabe mencionar que el proceso de descentralizació n gubernamental es el camino ya asumido y sólo una reproducción extemporánea de modelos del pasado se empeña en centralizarlo todo, no como una forma de eficacia, sino como una manera de concentrar el poder, lo que permita el establecimiento de un nuevo Estado totalitario. El ciudadano, es decir, el habitante del espacio geográfico que ha abandonado el desinterés por los asuntos públicos, está retado a un acercamiento con el otro, a la construcción de una red de comunicación que deberá extenderse a una red de redes donde los elementos de interés común permitan la creación de un nuevo tejido democrático. Nacerá así, lo que bien podemos llamar con propiedad y exactitud, la voz de los ciudadanos que creará el nuevo lenguaje, uno por encima de los viejos paradigmas en que se mueven los actores tradicionales. Es necesaria la aparición de lo que en inglés llaman moral commitments, es decir, las obligaciones morales que se asumen en el orden de la acción común. En las democracias aparentes se burlan estos propósitos. Si un cuestionamiento se hace presente en el mundo que se asoma es a la del llamado “conocimiento experto” en su capacidad de tomar decisiones. Ello conlleva, necesariamente, a un aumento de la intervención colectiva en un debate público del cual se alejó y al cual las evidentes fallas lo han hecho regresar, esta vez para quedarse. Sólo que los cauces tradicionales para esa expresión están obturados y así debe recurrirse a otros medios. En primer lugar, la incertidumbre es ahora mayor por la simple razón de que la complejidad ha crecido. La participación colectiva pone sobre el tapete diversas opciones, multiplicidad de criterios, variantes casi interminables. Se produce un encuentro donde la confiabilidad va y viene, donde lo teórico y lo práctico por momentos se hacen adversarios y donde el manejo de la comunicación pasa a ser un elemento definitorio. En otras palabras, los errores se pueden magnificar y conllevar al fracaso de una acción. Los desacuerdos son siempre saludables, algo que no se entiende en determinadas situaciones políticas de alta presión. Es lo que los científicos, hablando de su propia tarea, llaman ciencia postnormal, esto es, la apuesta es tan grande que no es aplicable el concepto de lo más importante sobre lo menos importante, sino que los valores se tornan horizontales y hay que recurrir a compromisos valorativos y sobre la incertidumbre hay que colocar la ética. Los escépticos arguyen que no hay respuesta colectiva y que la multiplicidad de criterios produce, en cambio, la inmovilidad y la falta de toma de decisiones o, al menos, la pérdida de su eficacia. Los realistas arguyen que las decisiones nunca resultan neutras, que nada se logra si el colectivo no participa y, finalmente, ponen sobre la mesa el argumento de la autonomía moral. Esto es, resulta inaceptable que otros tomen las decisiones que afectan nuestras vidas. Por lo demás, se gana eficacia con el conjunto decidiendo, sólo ejerciendo los derechos se aprende a enfrentar la complejidad de los problemas y la única forma de evitar que otros decidan por nosotros es inmiscuyéndonos. Si participamos en la toma de la decisión se reduce al mínimo cualquier expresión de resistencia social al propósito que se busca. Si lo queremos decir en palabras más precisas, el mundo, para bien, marcha hacia una politización creciente. Es una buena noticia porque el abandono del interés por la Polis ha sido la causante de una inmensa cantidad de vicios que han afectado al proceso democrático. La lucha es por eliminar ciudadanos dependientes que esperan del Estado y pronuncian la inefable y dañina frase: “Es que este gobierno me da”. El ciudadano, inclusive más allá de comportarse como tal, estará sometido en el mundo que se asoma a un permanente desafío para que asuma deberes en la comunidad socio-política a la que pertenece y deberá procurar que esa comunidad le reconozca como miembro suyo y le facilite el acceso a los bienes sociales. Boaventura de Sousa Santos elaboró un modelo que denominó democracia de alta intensidad o democracia emancipatoria. El autor portugués (Limites y posibilidades de la democracia, entre otros varios) parte en su análisis de una demoledora crítica a lo que llama “pensamiento democrático hegemónico”. Lo basa en un proyecto de transformació n social mediante la creación de formas de sociabilidad inconformistas, la reinvención de la ciudadanía y la maximización de la participación política. El sociólogo lusitano describe a la perfección las fallas de la democracia tal como la hemos conocido, en su origen teórico, en sus procedimientos electorales y en sus consecuencias de falta de ingerencia ciudadana, de manera que procede a reelaborar una teoría democrática, lo que evidentemente es absolutamente necesario en el mundo actual. Propone una democracia radical socialista y la búsqueda de alternativas epistemológicas para devolver la esperanza de emancipación. Los adjetivos pueden ser redundantes; por ejemplo el adjetivo radical es cada vez más usado en Ciencias Sociales en relación a la democracia y el adjetivo socialista se puede prestar a confusión. En cualquier caso, lo que el investigador portugués exige es una “repolitizació n global de la práctica social”, esto es, superar la mera participación electoral, lo que significa “identificar relaciones de poder e imaginar formas prácticas de transformarlas en relaciones de autoridad compartida”. No podemos disentir en que en el nuevo espacio público global deben surgir actores no estatales en que el Estado coordina pero ejerce un poder compartido. Menos sobre sus tesis de inclusión, sobre sus planteamientos de redención social o sobre sus planteamientos en torno a una participación creciente que conlleve a nuevas formas de poder, lo que nosotros hemos denominado las decisiones colectivas. No estamos pensando en un modo de democracia directa. En el fondo, la variante representativa ha materializado la posibilidad de la dictadura de las mayorías. De allí la imperiosa necesidad de construir espacios que deliberan e influyen o determinan las decisiones políticas. Esto es, hay que levantar sujetos políticos abiertos a la diversidad y a la tolerancia, con suficiente poder adquirido y derivado de la práctica de lo deliberativo. He dicho que la democracia es siempre una posibilidad en camino donde no se congela un ordenamiento institucional y donde el Derecho no es un simple instrumento de mineralizació n del pasado. La política, vista así, no es más que una práctica continua, una transformació n incesante marcada por la toma de decisiones de los nuevos actores ciudadanos. Hay una hegemonía que, obviando en este instante viejos factores ideológicos, podemos referir a los partidos políticos, como monopolizadores de las prácticas de la democracia representativa. Las prácticas articuladoras de los diversos sectores sociales emergentes que deliberan se producirán tarde o temprano para hacer saber que terminó al fin un predominio abusivo. Siempre aparecerá el elemento identificatorio del todo, el que produzca el sentido común. La incompletitud de cada sector emergente encontrará la articulación, una que puede ser circunstancial para el ejercicio de un movimiento de poder, una que puede ser de mediano alcance para propósitos de lento perseguir o, inclusive, el nacimiento de bases permanentes sobre la cual continuar manteniendo la diversidad. Para lograrlo se requiere de la conformación de nuevas demandas subjetivas que confluyan mediante un sistema de equivalencias democráticas. No se trata de alianzas sino de un proceso de modificación de la identidad de las fuerzas actuantes. Esto requiere que ninguna lucha se libre en términos que afecten negativamente a los intereses directos de otras fuerzas posibles a la articulación y que subsista la confrontación de diversas posiciones. Ernesto Laclau, virtual padre del término “democracia radical” asegura que “La democracia es radical porque cada uno de los términos deesa pluralidad de identidades encuentra en sí mismo el principio de su propia validez, sin que ésta deba ser buscada en un fundamento positivo que establecería la jerarquía o el sentido de todos ellos, y que sería la fuente o garantía de su legitimidad”. Cierto es que frente al nuevo mundo que aparece ante nuestros ojos estudiar la democracia y procurar innovar en ella se ha tornado en una tarea esencial. Ciertamente la asociación entre los factores emergentes criticará los conocimientos y los prejuicios, se dará cuenta de la insostenibilidad de los viejos paradigmas y la claridad saliente lo impulsará al ejercicio de la toma de decisiones. Una de las características será de inmediato la puesta bajo sospecha de la soberbia de los “expertos”, llamados también dirigentes partidistas. El ciudadano del mundo global no será, pues, un ser aislado en lo político, pues tendrá muchas interlocuciones de las cuales ocuparse. La asociación implicará que cada quien se haga representante de sí mismo. El ciudadano pasivo que vemos en la democracia del siglo XX llegará, por fuerza, a su extinción. Lo político regresa. La política cesará como privilegio. Las viejas complicidades se están rompiendo. Los viejos cimientos se están hundiendo. La democracia será intercultural en sociedades pluralistas. Un enfrentamiento tan severo como el que se produjo entre democracia clásica y democracia moderna es lo que configura el escenario. Ahora se trata entre la democracia representativa del siglo XX y de la Era Industrial y una democracia a la que nosotros no ponemos adjetivos sino que llamamos simplemente del siglo XXI.

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