miércoles, 10 de abril de 2013

Caracas en 25 escenas - CAPITULO 2















Capítulo II
Los cimientos de la ciudad en la Caracas de 1578

Tras la nostalgia de los caraqueños que vieron desaparecer a la ciudad de los techos rojos, bajo las orugas de los bulldozers y enormes bolas de demolición durante los años cuarenta y cincuenta, se oculta uno de los cuadros que posee los mayores contrastes o matices de nuestra historia social:  las construcciones.

Podría decirse que la vieja ciudad fue arrasada en buena parte por los polvos del “progreso” durante esos años, al arrancar de sus cimientos los símbolos más representativos de la arquitectura colonial que habían quedado intactos a pesar de los devastadores terremotos de 1641, 1766, 1812 y 1900, por sólo citar algunos de los movimientos telúricos más importantes acaecidos en Caracas en su historia.  Hubo protestas, pero los estudiosos y amantes de la historia de la ciudad, sabían perfectamente que sus voces no serían escuchadas por la férrea dictadura del regimen perezjimenista.   Impotentes ante éste y nostálgicos por la irreparable pérdida, algunos cronistas como los casos de Enrique Bernardo Núñez, Carlos Manuel Moller, Carlos Raúl Villanueva, Arcila Farías y Pedro José Muñoz entre otros, se dedicaron a escribir notas sobre las construcciones de Caracas de una forma asistemática, pero de incalculable valor histórico. De este esfuerzo inicial sólo queda el recuerdo solazador de sus autores. Recientemente este tema ha sido retomado en sus diversas facetas, por el ya fallecido Cronista de la Ciudad, Juan Ernesto Montenegro.  Tanto en la revista Crónica de Caracas (Nros. 83 al 87), como en sus libros: Los siete relojes de la Catedral, Crónicas de Santiago de León, Escritos Patrimoniales y El Ayuntamiento nació en la Esquina de Principal, encontramos información pormenorizada de las construcciones de puentes, casas, referencias a los más importantes maestros de obras, y los casos de las edificaciones de la sede del Ayuntamiento en la esquina de Principal y la Plaza Mayor, en tiempos del Gobernador y Capitán General Felipe Ricardos.

Nos hemos propuesto abordar el presente tema en sus tres vertientes básicas: los alarifes, las herramientas y los materiales de construcción.  Es decir, quién construye, con qué se edifica y cuáles son y de dónde provienen los insumos de la construcción.  Al iniciar este capítulo, estamos concientes de las limitaciones existentes en los órdenes metodológicos y documental, lo cual entorpece una visión dialéctica de los factores que intentamos estudiar.  Dicho esto, nos damos por excusados en el caso de explicar las interdependencias de los elementos que dinamizaron en conjunto, el fraguado urbano de Santiago de León de Caracas, la cual la tipificó como la ciudad más importante del orden colonial venezolano.

I        Los alarifes.
Erróneamente pensamos que los problemas urbanísticos de nuestra ciudad son producto exclusivo de los tiempos modernos. Sin embargo, la secuela de dificultades atinentes a estos casos, han persistido a todo lo largo de la historia de Caracas.  Un ejemplo sobre el particular, lo podemos encontrar como una constante durante los tiempos coloniales, cuando Caracas se fue transformando de villa a una ciudad propiamente dicha. La mutación hacia formas urbanas, trajo aparejado una decidida intervención del Ayuntamiento como institución rectora de la vida de la ciudad, a través de sus regidores, pero en especial del Síndico Procurador General, quien fungía como defensor de los derechos de la ciudad y sus habitantes.

            Si bien es cierto que las responsabilidades recaían con exclusividad en los señores cabildantes, en el caso del buen orden urbanístico que siempre tuvo tropiezos en Caracas, tal responsabilidad fue compartida con los alarifes de la ciudad; pues el importante rol que les correspondió desempeñar en el fraguado de los cimientos de la ciudad, obliga sin excusas a referirse a ello. Por ahora, no poseemos testimonios documentales que nos permitan inferir quiénes fueron los primeros alarifes de la ciudad, así como tampoco la fecha precisa del establecimiento del gremio de Maestros Mayores de Obras que encontramos en plena actividad a mediados del siglo XVIII.
            A título de consuelo, sabemos con certeza que el 27 de marzo de 1623, fueron nombrados a instancias del Síndico Procurador General, Gaspar Díaz Vizcaíno, los dos alarifes de la ciudad en los ramos de albañilería y carpintería. Se trata del albañil Bartolomé Añasco y el carpintero Francisco Medina, para que:

“...vean y tasen las obras pertenecientes al dicho oficio y midan solares y cuadras que se provee en este cabildo, para que sean todos iguales, y lo mismo las calles, con lo cual cesarán los perjuicios que por esta causa resultan.”

Para estos mismos años de comienzo del siglo XVII, en Caracas era notable la carencia de maestros de obra. Esta eventualidad motivó la aparición de improvisados albañiles y carpinteros que actuaron bajo su inopinado albedrío, y desde luego, llevados por la perentoria necesidad de construir morada propia; pues tras recibir un solar o cuadra del Ayuntamiento, caían en el compromiso de edificar so pena de perder su derecho sobre el terreno adjudicado. Sabemos las consecuencias que deparó para la naciente ciudad, el hecho de construir sin arte ni concierto, puesto que las autoridades del Ayuntamiento se vieron forzadas –ya lo hemos comentado- el 27 de marzo de 1623, a ponerle fin a la anarquía que comenzaba a prosperar en Caracas con las construcciones de casas.  Como medida de escarmiento, se ordenó demoler cuanta vivienda contraviniera la geometría del cuadrilátero urbano, y en precaución de nuevas irregularidades, se crearon los oficios de alarife de la ciudad en quienes recayó el encargo y la autoridad de no permitir desmanes arquitectónicos, si vale la expresión.

El 28 de septiembre de 1620, es decir, tres años antes de la resolución de las medidas arriba señaladas, el Cabildo ya había legislado con iguales propósitos.  En esa oportunidad, se trató de un caso un tanto insólito, por estar dedicados algunos vecinos, cual topos realengos, a cavar grandes hoyos en ciertos sitios de la ciudad.  La alarma cundió entre los señores cabildantes, y para contener a los impetuosos “terrófagos”, decidieron prohibir la extracción de tierra en lugares públicos, puesto que no había justificación para que se llenara de huecos Santiago de León, por el interés de particulares que deseaban utilizar la tierra para levantar tapias en sus casas. En atención a ello, se ordenó al pregonero oficial, vocear la prohibición en los sitios de mayor concurrencia pública en estos términos:

“...que ninguna persona lo haga (los huecos) en ninguna parte donde se pueda dar solares, pena de seis pesos de oro”, que serían repartidos equitativamente entre la justicia, las rentas de la ciudad y el denunciante”.


Caso omiso a las disposiciones concejiles y a la constante vigilancia que mostraron los alarifes, para hacer cumplir lo ordenado en materia de salubridad de la ciudad, era la que representaba las camadas de cerdos que andaban realengos por las calles de Caracas. Estos depredadores renuentes a cualquier forma de domesticación, encontraron la destructiva distracción de deslozar las pocas calles que tenía pavimentada la ciudad, hurgando con su hocico aquí y allá incansablemente.  El resultado era pues, una gran cantidad de huecos y escombros que hacían imposible el tránsito de personas, amén de las inmundicias que dejaban estos animales, tras su inquieto y destructor paso.
Tardíamente se trató de ponerle remedio a este asunto en 1806, cuando el gobernador Manuel de Guevara y Vasconcelos dispuso en su Bando de Buen Gobierno, lo que sigue:

“Todos los puercos que pasado tres días de la publicación de este bando anduviesen sueltos por las calles, podrán ser matados por cualquiera que se interese en remover su origen de inmundicia y desempedrado de las calles, aplicándose la mitad de la carne a los presos de las cárceles y hospicios, y la otra mitad con cuatro reales de multa, en que incurrirá el dueño o poseedor del cerdo, para el que hiciere el beneficio de quitarlos del medio”.

El oficio de alarife no podía estar reducido al empleo de la picota de demolición, y mucho menos a la persecución de escurridizos cerdos para exterminarlos. Su condición de experimentados maestros mayores de obras, los promovió a realizar tareas más dignas y provechosas para la sociedad de la Caracas de entonces. El reconocimiento de esta importancia tal vez encontró concreción cuando el Ayuntamiento, siguiendo instrucciones de don Felipe Ricardos, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Venezuela, se consagró a la aprobación de la Ordenanza de Carpintería y Albañilería de la ciudad, el 12 de marzo de 1753. Este instrumento jurídico compuesto de veintisiete artículos, reglamentó brillantemente la forma de cómo deberían ejercer el oficio los artesanos de la construcción en la ciudad de Caracas. Su redacción queda atribuida a don Fernando Lovera y Otáñez, en asociación con don Juan Cristóbal Obelmejías.

A través de sus articulados caemos en cuenta, por ejemplo, que tanto el oficio de carpintero como de albañil, se encontraban debidamente jerarquizados en maestros mayores, oficiales de primera y segunda y aprendices. Es decir, cuatro clases o niveles profesionales, sobre los cuales recaían distintos grados de responsabilidad.  El único factor que anulaba estas diferencias de rango, entre los miembros del gremio del arte de construir, era las jornadas de trabajo de sol a sol, la cual comenzaba a las seis de la mañana y concluía doce horas después. Sólo el repique de campanas de las iglesias de la pequeña urbe, anunciaban a estos infatigables hombres de trabajo, la hora del merecido descanso, que se empleaba para el desayuno entre las ocho y las nueve de la mañana, o el almuerzo entre las doce y la dos de la tarde.

Es igualmente interesante conocer por el contenido de esta Ordenanza, que la inasistencia del trabajador acarreaba, sin pretexto de ninguna naturaleza, el descuento de su salario. Pero la sola concurrencia al sitio de labores (como ocurre hoy), no era garantía de ganarse el sustento diario, pues la “flojedad” y el entretenimiento, completaba el despido inmediato.  Para colmo, el desperdicio o daño a los materiales de construcción, debía resarcirse con el salario del trabajador que alcanzaba según el caso, ocho reales para los maestros mayores; seis a cinco reales para los oficiales y tres para los aprendices.

De inexcusable obligación era para todos el llevar sus instrumentos de trabajo, según el ramo desempeñado y la jerarquía que ocupaba.  Por otra parte, la subordinación, desde los maestros mayores hasta los aprendices, era absoluta e inquebrantable con respecto a la obediencia que debían prestar a los alarifes de la ciudad, independientemente del carácter público o privado de las construcciones. Se prohibía, por último, que las obras fueran dirigidas por personas no experimentadas o debidamente examinadas por los alarifes y otras autoridades del Ayuntamiento; de allí que los únicos que estaban en capacidad de emprenderlas, eran los propios maestros mayores y sus oficiales.

            El arte de la carpintería y albañilería respectivamente, quedó reglamentado por esta Ordenanza de 1753, con el objeto de introducir y mantener estrictas normas de seguridad, que fueran en beneficio de la calidad de las obras que se realizaban en la ciudad; o lo que es lo mismo, promovió la obligación para que todos aquellos que se encontraban comprometidos en la práctica de estos importantes oficios, acometieran sus tareas de la forma más idónea, a los fines de asegurar una absoluta confiabilidad de su trabajo.  Los temibles temblores eran los últimos en “probar” estas celosas disposiciones que el Ayuntamiento caraqueño introdujo para los oficios antes señalados.

            En cuanto al oficio de herrero, es el menos conocido de los artesanos que hemos venido estudiando. La antigua documentación que da cuenta del progreso urbanístico que experimentó la ciudad durante la colonia, inexplicablemente se muestra un tanto lacónica sobre estos importantes trabajadores, pese a la innegable participación que cabe suponer de los herreros en tan largo período histórico.

Que sepamos, el herrero desempeñó su oficio confeccionando materiales e instrumentos de trabajo.  Sobre los primeros, habrá que referirse a la amplia gama de materiales de herrería como lo son los diversos clavos, cadenas, argollas, aldabas, bisagras, pernos, goznes, balaustres, cerraduras con llaves, etc.  Todos estos materiales nos indican que el herrero desempeñaba un trabajo de especialista, pues el mismo exigía precisión y destreza en el manejo del forjamiento del duro hierro.  Por si hay dudas en esta aseveración, debemos referirnos al segundo aspecto ya apuntado; es decir, la confección de herramientas que eran de indispensable uso para otros artesanos.  De este modo, suministraba el herrero tanto a los albañiles como a los carpinteros, toda suerte de instrumentos de trabajo: cucharas, plomadas, reglas, cierras, serrucho, martillos, mandarrias, palustras, cepillos de frisar, niveles, hachas, etc.

Probablemente el primer herrero que ejerció este oficio en Caracas, fue Juan Núñez.  Al parecer no sólo era un acreditado artesano con el rango de maestro, sino un instructor que sabía sacarle provecho económico a su oficio, impartiendo este tipo de enseñanza.

En diciembre de 1597, este individuo entró en negociación con el legendario y poderoso capitán Garci González de Silva, para instruir a dos de sus esclavos llamados Manuel y Antón, en el oficio de herrero.  Garci González de Silva, hizo un buen negocio, pues de entrada revaluaba el precio de sus dos piezas de esclavos, amén de poderlos alquilar a subido precio a otros propietarios cuando se hallaba en la necesidad de este tipo de servicios.  Un año de plazo era suficiente al criterio de Núñez, para que los referidos esclavos aprendieran:

...calzar una reja y una hacha y todo género de clavos y tasises (sic) y hachas de cuñas y herraduras y calabozos y dar y tomar una calda, bien y sueltamente, de suerte que entienda que el dicho esclavo pueda trabajar en dicho oficio solo, de por sí  y hacer dichas cosas (...) y si dentro del dicho año, el dicho esclavo no tuviere diestro en dicho oficio, en hacer las dichas cosas, e de dar y pagar y daré y pagaré al dicho capitán Garci González de Silva, medio peso por cada día de todos los del dicho año en que me obligo a le dar enseñado (...) y me quedo obligado a acabar de enseñar dentro de cuatro meses sin que por ello se me de cosa alguna y con la misma pena y condiciones.

            Según las cláusulas de este contrato, el capitán Garci González de Silva, se obligaba a satisfacer al maestro de herrería Juan Núñez, con ciento veinte pesos de oro de diez y seis reales cada uno. Por escasear para entonces las monedas constantes y sonantes, se determinó pagar cien pesos en géneros de perlas y el resto en algodón que equivalía a cinco varas de cada peso. La cancelación de esta deuda, recaería en las espaldas de los indios explotados como buzos en los placeres perlíferos y en las encomiendas que tuvo a bien concederle el Rey, por sus méritos y probanzas, en la sanguinaria conquista en el valle de los Caracas.

            De la documentación revisada hasta ahora en el Archivo Histórico de Caracas, poca información cualitativa pudo ser hallada en beneficio de un esbozo que permitiera precisar los niveles de participación de los herreros, en el desarrollo urbanístico de la ciudad.  Por tal razón, desconocemos si llegaron a establecer un gremio propiamente dicho en Caracas, a pesar de que hemos localizado algunos indicios, que apuntan a suponer su existencia a principios del siglo XIX. Al respecto, podemos decir que el gobernador Guevara Vasconcelos, despachó título de alarife mayor de herrería en la persona de José Félix Landaeta, el 25 de abril de 1804, y que el 16 de octubre de 1806,  el oficial de herrería Gervasio Villanueva, aspiraba al cargo de segundo alarife de Caracas, en razón de haberse fijado carteles en la ciudad solicitando el mencionado cargo.  En síntesis, podemos afirmar que estos artesanos, cuando menos, podían aspirar a su alarifazgo hacia las postrimerías del siglo XVIII.

II       Las herramientas.
            La cultura dominante hispana introdujo cambios significativos en el Nuevo Mundo.  Estas transformaciones dependieron en buena medida del empleo de herramientas de trabajo, que las artes mecánicas habían creado a lo largo de la evolución cultural de la humanidad.   El hecho poblacional que cobró vigor con la fundación de ciudades en tierras americanas durante los siglos XVI y XVII, evidencia la importancia que se le asignó desde un principio al traslado de personas calificadas para desempeñar oficios manuales, tales como los herreros, carpinteros y albañiles.  Todos ellos fueron exonerados de los gastos de viaje e incluso se les proveyó de dinero y herramientas de trabajo gratis, para así garantizar su permanencia en las ignotas tierras recién descubiertas.  Podría casi afirmarse que la cultura dominante concluyó su etapa de depredación para poner en práctica las “bondades” de su papel histórico; esto es, el fraguado de una nueva sociedad basada en el trabajo acrisolado del mestizaje.

La ciudad de Santiago de León de Caracas, no quedó, claro está, al margen de la marcha de este proceso histórico que hemos intentado resumir en esta breve descripción.  Su lenta evolución como importante centro urbano, se inscribe en la consecución de estas expectativas desde el mismo momento de su fundación, el 25 de julio de 1567.

Si bien es cierto, que muchos de sus primogénitos vecinos se creían nobles de vieja prosapia española, y por tanto eximidos del trabajo que podía poner en cuestión su discutible nobleza, otros en cambio asumieron con realismo y templanza inquebrantable el rol fundacional.   Sostenedores del pulso vital de la vida cotidiana colonial, estos últimos crearon inmensas riquezas entre las cuales se cuenta la ciudad misma.  Para ello, tan sólo contaron con su fuerza de trabajo y el potencial multiplicador que sobre dicha fuerza ofrecía el conocimiento y uso de las diversas herramientas de trabajo, de los tres fundamentales oficios donde descansaba lo que podíamos llamar tecnología de la construcción:  albañilería, carpintería y herrería.  Cada una de estas artes, como también se les conocía, emplearon sus respectivos instrumentos de trabajo que manejaban con destreza o maestría los alarifes, maestros, oficiales y aprendices de los mencionados oficios.

Como sabemos, precisa era la obligación de los operarios de llevar sus propias herramientas al lugar de trabajo.  De esta obligación estaban exceptuados los que actuaban en calidad de peones, quienes recibían del sobrestante o capataz de la obra, las herramientas necesarias para trabajos secundarios; sin embargo, si los peones dañaban alguna de las piezas confiadas, debían pagarla con jornales para reponer su costo, como ya lo hemos sostenido anteriormente.

El valor de las herramientas no es fácil de precisar, pues los documentos consultados no arrojan dato alguno sobre el particular.  Lo que sí resulta claro es que la mayoría de estas importantes herramientas de trabajo, eran hechura de los herreros que al parecer expendían sus artículos sin estar sujetos a un arancel por parte del Ayuntamiento, lo cual sin duda alguna nos hubiese suministrado información pormenorizada de cada una de las diversas herramientas de trabajo.  Otro hecho que nos aparta aún más de poder establecer el valor de las herramientas, era la común práctica de alquilarlas a los capataces de obra, lo cual hace suponer que las ventas de estos instrumentos se encontraban un tanto deprimidas, al no existir una necesidad perentoria para su adquisición.

Clasificar las herramientas según los diversos oficios que hemos venido estudiando, requeriría de una larga lista que nos reservamos adelantar en otra oportunidad.  Por ahora y en atención a  las razones expuestas, señalaremos algunos nombres de estas herramientas que formaron parte del arsenal, por así decir, de la tecnología colonial.  Para el oficio de carpintería tenemos por ejemplo el escoplo, barreno, guillame, juntera, gramil, sierra, formones, martillos, cepillos, escuadras, escoplas, azuelas, prensas, bastidores, limas, hachas, etc.  En cuanto al arte de albañilería, encontramos: milos, plomos, plomadas, reglas, santa regla, cincel, chapas, barras, picos, mandarrias.  Por último, en el caso de los herreros puede mencionarse el martillo de dos manos (mandarria y porra), yunque, pinzas, barrenas, prensas, fuelle, etc.


III     Los materiales de construcción
Los escenarios que muestran a Caracas con una improvisada Plaza Mayor e iglesia de bahareque y palmas de 1567, con una ciudad hecha ruinas y escombros tras el desolador terremoto de marzo de 1812, promedian doscientos cuarenta y cinco años de una lenta, pero sostenida evolución urbana, de Santiago de León de Caracas.

Durante este prolongado período que bordea casi dos siglos y medio de existencia, la ciudad se levantó sobre unos consistentes cimientos que le dieron estructura, fisonomía y hasta personalidad propia, respecto a otros enclaves urbanos coloniales que se encontraban, claro está, diseminados en la ignota vastedad del territorio venezolano.  En este fraguado urbano, se concentraron con desigual intensidad una variedad de factores que obedecieron a propósitos diversos, pero nucleados obviamente en torno al afán de construir la ciudad.  Muchas historias particulares se desprenden de este haz con total autonomía, singularidad y verosimilitud.  Una de estas historias bien podría ser la referida a los materiales de construcción que fueron empleados para levantar las solariegas casas de los “Grandes Cacaos”, los edificios de gobierno y demás construcciones públicas como los puentes, calles, acueductos, acequias, plazas, fuentes, cárceles, hospitales, mercados, carnicerías, silos y un largo etcétera que sería tedioso enumerar.  Se agregan a esta inconclusa lista de obras, las de otra naturaleza como son las construcciones de comercios, factorías, iglesias, conventos, hospicios, ermitas, y desde luego, las humildes moradas que edificaban con mucho sacrificio la gente pobre de la ciudad, gracias al repartimiento de solares que otorgaba el Ayuntamiento a través de su Síndico Procurador General.

La Caracas de mediados del siglo XVI comenzó de bahareque, puesto que sus primeras casas se sostenían sobre el barro y la paja.  Estos fueron los primeros materiales de construcción que se utilizaron aprovechando, sin duda alguna, los recursos más inmediatos que hallaron en el inhóspito valle de Caracas los conquistadores españoles.  La belicosidad manifiesta de los indios Caracas, que no habían sido sometidos del todo, postergará durante algunos años la construcción de las primeras casas de la ciudad con materiales consistentes.  Se imponía como requisito previo a ello, el establecimiento de una paz duradera; o para decirlo en otros términos, de un absoluto despojo de las virginales tierras de los indios, anulando así cualquier posibilidad de rebelión que pusiera en verdadero peligro la proyectada ciudad, que se pensaba edificar a imagen y semejanza a las habidas allende los mares.  Sumado a esta circunstancia, encontramos la extrema pobreza que hacía muy precaria la existencia de los recién llegados, lo cual se reflejaba como un obstáculo más para forjar los verdaderos cimientos de la ciudad.  Sin riqueza no hay estímulos ni asidero, por más empeño que se ponga en los propósitos.

Superadas estas dificultades en el transcurso de la centuria décimo séptima,  Caracas irá adquiriendo una verdadera fisonomía urbana que contrastará con ese feo aspecto de villorrio que se levantó en el siglo anterior.  Con la lentitud que cabe suponer la consumación de un siglo, Caracas fue transformándose en ciudad, a base del empleo de consistentes materiales de construcción como la cal, arena, piedras, adobes, adoquines, ladrillos, maderas, caña amarga, tejas, clavos, etc.  Todos estos materiales utilizados con verdadera y asombrosa maestría por los alarifes de albañilería, carpintería y herrería, fueron a darle forma y solidez a las rectilíneas calles de la antigua ciudad, a sus casonas de amplios patios, al acueducto que transportaría el vital líquido por serpenteadas acequias a las plazas y fuentes públicas, a las iglesias y conventos, a los trapiches de las haciendas, a la sede del Ayuntamiento que tenía el pomposo nombre de Casas Reales, por ser asiento del Cabildo y lugar de residencia de los Gobernadores.  Y en fin, todas aquellas construcciones que apuntalaban a la pujante urbe que era Santiago de León de Caracas para principios del siglo XVIII.

Los duros basamentos que necesitaron los Amos del Valle para clavar en medio de su corazón los cimientos pétreos de la ciudad, con la sola excepción de los clavos, lograban obtenerse sin mucho apremio de los alrededores de Caracas.  Así por ejemplo, la arena señalada en los documentos como “mezclote”, sacábase de los ríos Caruata, Catuche, Anauco, el Guaire y el sitio de Agua Salud; de sus barrancas y riberas podía fácilmente abastecerse de piedras lisas, necesarias para los empedrados de las calles, así como de la caña amarga que impermeabilizaba las techumbres rojizas de las casas.  Está de más decir que abundaban en copiosa existencia.

En las afueras del pequeño núcleo urbano, se podían encontrar frondosos y vírgenes bosques de donde se extraían maderas de excelente calidad con la existencia de robustos Mijaos, Gateados, Almácigos, Samanes, Caobos, Pardillos, etc., que eran aserrados y transportados por bueyes para  su beneficio en las construcciones.  Este indispensable recurso hallábase localizado principalmente en la serranía del norte y el este del valle de Caracas; con el tiempo también se comenzó a explotar estos recursos de la parte oeste y, según palabras de Lucas Manzano, bohemio cronista que deleitaba a sus lectores con sus pintorescos cuentos, al referirse a los orígenes de la esquina de Maderero, nos comentaba que así se llamaba ésta:

“...porque cuando Caruata era río, sus aguas arrastraban las balsas cuyo bordo traían de Catia maderas del mulatar para construcciones en la ciudad.  Puente Nuevo y Puente Escondido fueron sitios donde tuvieron lugar las recepciones del maderaje que luego conducían por medio de carros de bueyes a la esquina que tomó el nombre de Maderero”. 

La ciudad, podría decirse, fraguó sobre la solidez de la piedra.  El hecho de haber existido varias canteras, hizo posible la fácil obtención de este importante material de construcción.  De las adyacencias del cerro de El Calvario en la esquina que lleva precisamente el nombre de La Pedrera, esclavos negros e indios asalariados sometidos, hacían el pesado o forzoso trabajo de arrancarle de sus entrañas a la cantera, el duro material a fuerza de mazazos y copioso sudor, para luego transportarlo penosamente al lugar de las fundaciones de casas, que se levantarían recias y bien clavadas en el suelo, bajo la mirada más que satisfecha del amo que se había tomado muy en serio su “ennoblecimiento”.

Si bien es cierto que las canteras daban una piedra de relativa calidad para el labrado, pues por lo general, al ser  quebradiza su moldura para realizar obras de ornato, su abundancia compensaba con creces la señalada limitación.  No debe olvidarse además, que éstas mismas canteras servían de insumo para la fabricación de cal, cuyo empleo en la construcción se prolongará hasta principios del presente siglo, cuando fue desplazada por el uso del cemento como mezcla de pegamento.  La blanca y uniforme prestancia que exhibieron las fachadas de las casas de Caracas, se debió igualmente a la cal, pues con ésta se hacía la “lechada”, vernácula expresión con la cual los caraqueños manifestaban haber blanqueado sus casas con cal.

Sobre las blanquísimas casonas coloniales, lucían relucientes las purpúreas tejas que hicieron soñar a más de un poeta, como fue el caso de Pérez Bonalde, quien rebautizó a Caracas con el bello nombre de la Ciudad de los Techos Rojos.  Las tejas y sus sucedáneos, esto es, ladrillos, adoquines y adobes, ganaron particular importancia como materiales de construcción en la Caracas colonial.  La fabricación y demanda de estos artículos, estimuló el establecimiento de un considerable número de factorías en la ciudad por ser un negocio muy rentable que despertaba hasta codicia; por ello su fabricación desbordó las esferas del hombre común y corriente, puesto que los frailes tuvieron especial debilidad por este negocio, y los mantuanos, ajenos por convicción a estas artes, disimuladamente se beneficiaban de este negocio a través de tercerías.

En los documentos públicos y privados que dan cuenta de la evolución urbana de Caracas en la época colonial, se puede inferir la importancia que para la hacienda pública tuvieron los materiales de construcción.  Una de las primeras medidas adoptadas por las autoridades, la tenemos en el cobro del impuesto de alcabala, con el cual era pechado el tráfico de los diversos artículos de este género.  Tal medida encuentra su origen a pocos años de haber sido fundada la ciudad de Santiago de León de Caracas, pero sin duda, la misma entró en pleno vigor cuando la ciudad comenzó a crecer de forma sostenida en el siglo XVIII.

Otro importante derecho que pesaba sobre los materiales de construcción, era el pago de licencia, bien sea para su extracción, fabricación o comercialización.  Tómese por ejemplo para el primero y último caso, los que estaban dedicados a la extracción de arena en los ríos de la ciudad (antes de la prohibición de 1762, según las Ordenanzas de Aguas y Montes, a las cuales nos referiremos en su oportunidad) los que explotaban las canteras o sacaban maderas de los bosques para luego comercializar estos importantes insumos de construcción.  No debemos olvidar el obligado control de precios a que estaban sometidos estos productos por parte del Ayuntamiento.  La fijación del valor de éstos se establecía por medio de un arancel que era revisado periódicamente por las autoridades a petición del Síndico Procurador de la ciudad.  Y aunque cueste creerlo, los precios se mantuvieron relativamente estables por casi todo el curso de la vida colonial.  Con relación a este particular, los precios eran determinados de acuerdo a las medidas de peso, volumen y superficie que regían para entonces: varas, latas, cargas, adarmes, arrobas, mochilas, etc., fueron entre otras, las equivalencias que se utilizaron para determinar los costos y cantidades.

Caemos en cuenta al juzgar por la fidelidad de los documentos de la época, que una carga de tierra costaba un cuarto de real; una mochila de cal, un real; la carga de piedra para empedrar, un cuarto de real y las lajas podían alcanzar una carga, un real; el millar de tejas tenía el costo prohibitivo de un peso y las piedras para el cimiento eran aún más caras, puesto que una carga se vendía a tres pesos y medio.  La carga de caña amarga era de cuatro reales, y un peso podía costar una tabla de buena calidad. Los clavos, por existir diferentes tipos, es decir orejones, de tapias o de encañar, variaban, en precio; una carga de arena se podía adquirir por cinco reales y un millar de ladrillos por ocho pesos, lo cual los situaba como uno de los  materiales más costosos en la colonia.

A pesar que el control de precios no era una ficción como en nuestros días, hubo ocasiones  en que los especuladores, que nunca han faltado en la sociedad, se dieron a la tarea de burlar el arancel que fijaba el Ayuntamiento en la Plaza Mayor (hoy Plaza Bolívar) para conocimiento del público y resguardo de sus intereses.  El abuso consistía en sacar provecho en el peso, el tamaño y la calidad que establecía el arancel para confección de los materiales, vendiéndolos a precios oficiales pero fallos en lo referente a los renglones ya indicados.  Los Síndicos Procuradores en estas peculiares e inveteradas estafas que hacían al público, siempre alzaron su voz de denuncia y el Ayuntamiento tomó las medidas pertinentes, que claro está, nunca tuvieron efectos perdurables para erradicarlas en la Ciudad de los Techos Rojos.

Otro de los problemas que fueron planteados incesantemente por los Síndicos Procuradores de Caracas, fue el relacionado con la protección de los montes y aguas de la ciudad.  La problemática de la tala y quema de los bosques, que repercutía gravemente en la conservación de la fuente de los ríos de Caracas, absorbió buena parte de la atención de las autoridades durante el transcurso del período colonial.

            Antes de la promulgación de la primera Ordenanza de Aguas y Montes de 1762, que contempló erradicar los diversos factores de perturbación que afectaban peligrosamente la conservación de las aguas de la ciudad, los distintos órganos de gobierno, sumaron esfuerzos tendentes a contrarrestar los perjuicios que se habían enquistado en torno a esta problemática.  Documentalmente se pudo establecer que el 10 de septiembre de 1612, el Ayuntamiento creó el cargo de Alguacil de Aguas, nombrando al efecto a Manuel Alvarez:

“...quien debía vigilar las tomas, las cajas de agua así como las acequias de la ciudad.  Debía informar periódicamente el estado de los ríos y de los conductos; recibía trescientos reales de salario al año, pero tenía facultad para imponer multas por medio peso de oro”.

Las acciones para proteger entonces las aguas, no quedaron limitadas tan sólo al referido Alguacil que posteriormente se le denominará Alcalde de Aguas. También debe considerarse la participación de los Síndicos Procuradores del Ayuntamiento, que en su labor de defender los intereses de la ciudad, periódicamente solicitaban la atención del cuidado de los bosques y aguas.  Es así como encontramos en las disposiciones del Ayuntamiento y en los Bandos de Buen Gobierno promulgados por los gobernadores, obligadas referencias sobre el particular con el doble carácter de medidas proteccionistas y punitivas.  A modo de ejemplo citaremos una de las tantas actuaciones de estos funcionarios.  La misma data del 12 de enero de 1750:
                       
“Llegó el momento en el cual el procurador don Diego de Obelmejías, pidió que se incluyese en el Bando de Buen Gobierno la vigilancia, celo y cuido del corte de maderas en las cabeceras de los ríos, en especial del arroyo de Catuche que no se debía permitir por ningún respecto.  También se logró que se vedase el saque de piedras y arenas, pues ‘de lo contrario llegará a faltar el agua’... en esta ciudad”.

Como ya apuntamos, fue la Ordenanza de Aguas y Montes el primer instrumento legislativo que se ocupa taxativamente de la problemática que hemos venido estudiando.  Un excelente resumen de sus diez capítulos, podemos localizarlo en el artículo ya citado del fallecido Cronista de la Ciudad, Juan Ernesto Montenegro, pero además de ello se encuentra inserta la transcripción paleográfica del documento original.

Por el contenido de estas ordenanzas, es posible inferir los graves daños que se habían causado a los bosques y aguas de la ciudad para la segunda mitad del siglo XVIII.  Asociado a esta suerte de devastamiento de estos recursos naturales, está desde luego la extracción de insumos que se requerían como materiales de construcción.  Para entonces, ya Caracas había ganado una verdadera fisonomía urbana, tal como puede apreciarse en el cuadro de Nuestra Señora de Caracas.  En otras palabras, buena parte de los cimientos de la ciudad, se habían fraguado a expensas de la calidad de los bosques y ríos de Santiago de León de Caracas.

Ver: http://libertadpreciadotesoro.blogspot.com/2013/04/caracas-en-25-escenas-1.html 
Ver. http://libertadpreciadotesoro.blogspot.com/2013/04/caracas-en-25-escenas-capitulo-1.html

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