La
primera vez que escuché decir que Nicolás Maduro era colombiano, fue de boca de
un lector nuestro que me llamó desde el extranjero. Me habló de que Maduro se
había criado en el barrio Carora de Cúcuta, que su tía, la profesora Emma Moros
había estado a cargo de él, que el hoy presidente venezolano era un ayudante de
bus que se colgaba de las puerta de los vehículos en marcha para anunciar
gritando a voz en cuello los polvorientos destinos de paso de las viejas
carcachas que atravesaban la frontera hacia Venezuela sin la menor vergüenza de
contrastar con las lujosísimas y brillantes carrocerías de ese país.
Luego, el
escándalo se desató en Venezuela y la oposición exigió al gobierno colombiano
que entregara el Registro Civil de nacimiento de Nicolás Maduro que, con toda
seguridad, tenía escondido el camarada Santos para presionar con éste a su
segundo nuevo mejor amigo.
El
periodista Jairo Navarro, del medio cucuteño La Opinión, se acercó hasta los
barrios Carora y El Callejón –colindantes- para entrevistar a los vecinos. Pero
poca evidencia encontró para demostrar la nacionalidad “caliche” de Nicolás
Maduro.
Así que
decidimos empacar maletas y asomarnos por los recuerdos de los cucuteños que
viven hace tiempos en esos mismos barrios.
Encontramos
la casa de la tía Emma Moros y nos sorprendió su abandono y suciedad. No
parecía la casa de quien algún día fuera casi la madre del presidente del país
más rico en petróleo del continente. Esquinera, ruinosa, con tiros de fusil en
una de sus rejas, daba más la impresión de ser refugio de atracadores y
drogadictos. Ante la mirada curiosa de los vecinos, timbramos y esperamos con
fe de carbonero, bajo el sol abrasador del mediodía, a que alguien se asomara.
Pero nada.
Entonces,
me acerqué (cámara en mano) a una tienda ubicada hacia la diagonal exacta. Allí
me miraron con cara de pocos amigos y cuando los saludé se limitaron a
examinarme de arriba hacia abajo y viceversa, como hacen los rufianes de las
películas del viejo oeste. Divertido, hice caso omiso del gélido recibimiento y
pregunté directamente si ahí había alguien que hubiera conocido a Nicolás
Maduro.
Eso fue
como nombrarles el diablo. Como si les llevara la peste, todos se levantaron,
abandonaron sus botellas y se fueron hacia cualquier lado, lejos de mí.
Pero
cuando caminé de nuevo hacia la casa, un hombre entrado en los sesenta se me
acercó y me dijo: “Señor periodista.. es mejor que se vaya.. Aquí la gente está
amenazada para que no hable. No queremos problemas.. Usted hace su noticia y se
va.. pero el problema nos lo deja a nosotros.. Aquí hay orden de que quien
hable lo pelan… Y usted también corre peligro..” Le dije que lo entendía
perfectamente y que no les causaría problemas. Pero cuando me estaba alejando
me dio algunas pistas para que regresara al siguiente día.
Así lo
hice. Traté de hablar con los amigos cercanos de Maduro, los que jugaron fútbol
con él en las calles limítrofes de la barriada, pero el espanto reflejado en
sus ojos mientras negaban todo aún antes de yo preguntarles, me llevó a caminar
por ahí soportando los 38 grados centígrados de ese día. Hasta que, por fin,
encontré a uno de los compañeros de Nicolás Maduro que accedió a hablar con la
condición de que le reservara su identidad.
Me contó
que, efectivamente, Nicolás Maduro había vivido en la casa de la tía Emma, pero
que casi nadie recordaba ni a su padre, quien fuera estudiante en Ocaña, ni a
su madre. La tía Emma lo tuvo viviendo con ella siendo pequeño; es más, lo
llevó a estudiar al colegio de señoritas donde Emma Moros era la directora.
Me dio
detalles de cómo jugaban, dónde, con quiénes.. Y me dijo algo revelador: “Si
quiere buscar la partida de bautismo o el registro de Nicolás Maduro, busque en
Bogotá”.
-En
Bogotá..? el tipo es bogotano..??- Le pregunté pensando que era una de esas
famosas bromas pingas. El amigo de Maduro afirmó con la cabeza al tiempo que
miraba de soslayo hacia lado y lado para comprobar que no estaba siendo
espiado.
- Ese
nació allá.. Busque y verá.. No le puedo decir más– – Y se alejó hacia la
tienda de la esquina. Cuando me iba pude observar a lo lejos que de inmediato
fue rodeado por los amigos para interrogarlo, a lo cual él manoteaba negando
con la cabeza. Me quedé con una especie de sentido de culpabilidad.
En los
días siguientes pude ubicar a primos y primas de Nicolás Maduro, por ambas
ramas de la familia, todos tan colombianos como el río Pamplonita. Igualmente,
su temor saltaba a la vista. Uno de ellos me dijo exactamente lo mismo: que por
favor los dejara en paz, que ellos no tenían la culpa de su parentesco con el
presidente “venezolano”, y que tales lazos de sangre eran más una maldición que
cualquier otra cosa. “Nuestras vidas peligran, amigo -me dijo- déjenos la vida
tranquila, por el amor de Dios. Evítenos y evítese problemas”.
Y claro
que los obedecí. Lo que hay aquí en juego es muchísimo más serio y grave que
las torpezas y payasadas del reemplazo de Hugo Chávez. Es una verdad de a puño
que Nicolás Maduro o nació en Colombia, o vivió varios años acá, o ambas cosas,
lo que lo hace inmediata y automáticamente colombiano, así él no lo quiera.
Nicolás
Maduro jamás ha regresado a su tierra chica, el barrio El Callejón. Ni siquiera
tuvo la delicadeza de enviar unas flores al entierro de la tía que lo cuidó y
alimentó en su niñez. En cada rincón de esos lugares se habla de la manera
terrible como encontraron a doña Emma muerta, sola y abandonada. Su cadáver ya
hedía cuando uno de los amigos de la familia, un señor Zambrano, se metió a la
casa por la azotea sospechando algo tenebroso por los olores que se acentuaban
con el infernal calor.
El señor
Zambrano cuenta desganadamente que él sacó a la anciana mujer por la azotea
porque ni siquiera encontraron las llaves de las puertas. Y no dice nada más.
Reafirma que no sabe quién es Nicolás Maduro, a quien solo conoce por la
televisión, y me cierra la ventana en mi nariz de un solo golpe, como para que
todos vean que no habló más de la cuenta.
Walter
Márquez, el diputado venezolano ya sabe que Nicolás Maduro es colombiano, y a
sus oídos llegaron versiones fuertes y serias de que, efectivamente, nació en
Bogotá. Pero esto de poco o nada servirá.
Estamos
seguros de que el camarada Juan Manuel Santos ya consiguió la verdadera partida
de bautismo de Maduro, y con total certidumbre decimos que sus sabuesos
arrancaron varias hojas de donde alguna vez estuvo ese papel.
En su
frenética carrera hacia la instauración del castrochavismo y el indulto a sus
infames amigos terroristas de las FARC, el sátrapa camarada Santos –alias
“Santiago”- refundirá en las profundas cavernas ese papelito con el cual la
democracia venezolana podría revocar el mandato del régulo sinvergüenza que
está empujando a patadas a Venezuela hacia el abismo comunista del cual no hay
regreso fácil.
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