A pesar de haber sido varias veces a lo largo de su historia
víctima de la locura por el poder que ha atacado a algunos de sus
gobernantes y líderes, Venezuela no ha podido protegerse suficientemente
de ella. Sin ir muy atrás en el tiempo, sólo considerando los últimos
veinte años del siglo pasado y los transcurridos de este, esa enfermedad
política ha causado grandes estragos institucionales y materiales. De
hecho, padecemos en estos mismos momentos la incertidumbre causada por
el último afectado: Hugo Chávez Frías.
Las primeras muestras de esa patología por el poder en el lapso aludido son los empeños de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera en 1988 y 1993 en volver a la presidencia. Desatendiendo el ejemplo de Betancourt, ambos líderes insistieron en buscar de nuevo el poder y con esa decisión abrieron el camino para lo que ha sido un largo período de inestabilidad política y económica.
En 1988, CAP hizo una campaña electoral de expectativas fundadas en su gobierno anterior (1974-1979). Sólo que eran otros tiempos, otros hombres y otro país. No en balde se produjeron dos intentonas militares, un alzamiento popular y una crujida institucional que condujo a su destitución y al interinato presidencial del doctor Ramón J. Velásquez. Adicionalmente, por si eso fuese poco, Acción Democrática, el partido que había ayudado a construir, quedó dividida y debilitada (condición que mantiene hasta hoy).
En el caso de Caldera, la cosa fue quizás peor. Su obsesión por volver a la presidencia lo llevó a intentar el regreso dos veces: en 1983 y en 1993. En ese empeño se llevó por delante a una brillante generación de líderes democrata cristianos y a su propio partido (Copei fue la única agrupación política importante de la democracia que no necesitó que Chávez lo volviera polvo cósmico, su propio fundador y líder se encargó de hacerlo).
Desde la óptica del ciudadano común, ni Pérez ni Caldera necesitaban de un nuevo período presidencial para tener el reconocimiento de los venezolanos y un lugar cimero en la historia. Ambos gozaban de un enorme reconocimiento internacional. Eran ejemplo de América Latina para el mundo en un lapso en el que el continente estaba plagado de dictaduras. Detentaban el honor de ser senadores vitalicios del país, no estaban expuestos a los avatares de la economía, eran recibidos con honores por jefes de Estado y de Gobierno y tenían peso propio en las internacionales socialdemócrata y democratacristiana. El resultado de insistir en la búsqueda del poder afectó incluso la valoración de grandes estadistas que ya se habían ganado. ¿Qué los llevó a tomar esa ruta que los condujo a su disminución? La locura por el poder.
En la actualidad, Venezuela atraviesa una situación aún más difícil por el empeño de su Presidente en mantenerse aferrado al mando. Muy distintas serían las cosas si, en 2011, cuando se detectó su enfermedad, Hugo Chávez hubiese decidido lo que cualquier otro ser que no estuviese afectado por el poder habría hecho: tomarse el tiempo que fuese necesario para someterse a tratamiento, apartarse del estrés de gobernar y delegar sus funciones presidenciales y, por supuesto, no exponerse al descomunal esfuerzo que demanda una campaña electoral.
De haber sido así quizás nada distinto habría ocurrido; su sustituto podría haber obtenido el triunfo y él no estaría en la situación delicada en la que se encuentra. Aun en el caso de haber sido derrotado (asunto para nada inédito, pasa con frecuencia en todas las democracias), es obvio que su situación personal y la del país serían mejores de no haber persistido en su aspiración. De nuevo la locura por el poder.
Desde 1959, el heroísmo del Presidente, o un nivel de esfuerzo anormal de su parte, ha estado presente en el imaginario colectivo. Los presidentes venezolanos, por ejemplo, no toman vacaciones y tal vez sean los únicos que no lo hacen. La idea del sacrificio en el cargo los presiona. No es de extrañar entonces que los presidentes del país no se comporten como administradores sino como progenitores (“taita”) de la patria, dispuestos y llamados a dar la vida por ella.
Desde los primeros días de la nacionalidad, los venezolanos quieren seguir a un héroe, a un hombre que bizarramente se autodestruya en función de sus creencias o aspiraciones y de las expectativas de su gente. No importa si al hacerlo también se llevan por delante la estabilidad política del país. Ese ha sido un sino nacional y, al parecer, nada se puede hacer para convencernos de lo contrario, pero sí que se podrían establecer ciertas previsiones contra esa maligna fascinación. La no reelección absoluta podría ser una ellas.
Las primeras muestras de esa patología por el poder en el lapso aludido son los empeños de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera en 1988 y 1993 en volver a la presidencia. Desatendiendo el ejemplo de Betancourt, ambos líderes insistieron en buscar de nuevo el poder y con esa decisión abrieron el camino para lo que ha sido un largo período de inestabilidad política y económica.
En 1988, CAP hizo una campaña electoral de expectativas fundadas en su gobierno anterior (1974-1979). Sólo que eran otros tiempos, otros hombres y otro país. No en balde se produjeron dos intentonas militares, un alzamiento popular y una crujida institucional que condujo a su destitución y al interinato presidencial del doctor Ramón J. Velásquez. Adicionalmente, por si eso fuese poco, Acción Democrática, el partido que había ayudado a construir, quedó dividida y debilitada (condición que mantiene hasta hoy).
En el caso de Caldera, la cosa fue quizás peor. Su obsesión por volver a la presidencia lo llevó a intentar el regreso dos veces: en 1983 y en 1993. En ese empeño se llevó por delante a una brillante generación de líderes democrata cristianos y a su propio partido (Copei fue la única agrupación política importante de la democracia que no necesitó que Chávez lo volviera polvo cósmico, su propio fundador y líder se encargó de hacerlo).
Desde la óptica del ciudadano común, ni Pérez ni Caldera necesitaban de un nuevo período presidencial para tener el reconocimiento de los venezolanos y un lugar cimero en la historia. Ambos gozaban de un enorme reconocimiento internacional. Eran ejemplo de América Latina para el mundo en un lapso en el que el continente estaba plagado de dictaduras. Detentaban el honor de ser senadores vitalicios del país, no estaban expuestos a los avatares de la economía, eran recibidos con honores por jefes de Estado y de Gobierno y tenían peso propio en las internacionales socialdemócrata y democratacristiana. El resultado de insistir en la búsqueda del poder afectó incluso la valoración de grandes estadistas que ya se habían ganado. ¿Qué los llevó a tomar esa ruta que los condujo a su disminución? La locura por el poder.
En la actualidad, Venezuela atraviesa una situación aún más difícil por el empeño de su Presidente en mantenerse aferrado al mando. Muy distintas serían las cosas si, en 2011, cuando se detectó su enfermedad, Hugo Chávez hubiese decidido lo que cualquier otro ser que no estuviese afectado por el poder habría hecho: tomarse el tiempo que fuese necesario para someterse a tratamiento, apartarse del estrés de gobernar y delegar sus funciones presidenciales y, por supuesto, no exponerse al descomunal esfuerzo que demanda una campaña electoral.
De haber sido así quizás nada distinto habría ocurrido; su sustituto podría haber obtenido el triunfo y él no estaría en la situación delicada en la que se encuentra. Aun en el caso de haber sido derrotado (asunto para nada inédito, pasa con frecuencia en todas las democracias), es obvio que su situación personal y la del país serían mejores de no haber persistido en su aspiración. De nuevo la locura por el poder.
Desde 1959, el heroísmo del Presidente, o un nivel de esfuerzo anormal de su parte, ha estado presente en el imaginario colectivo. Los presidentes venezolanos, por ejemplo, no toman vacaciones y tal vez sean los únicos que no lo hacen. La idea del sacrificio en el cargo los presiona. No es de extrañar entonces que los presidentes del país no se comporten como administradores sino como progenitores (“taita”) de la patria, dispuestos y llamados a dar la vida por ella.
Desde los primeros días de la nacionalidad, los venezolanos quieren seguir a un héroe, a un hombre que bizarramente se autodestruya en función de sus creencias o aspiraciones y de las expectativas de su gente. No importa si al hacerlo también se llevan por delante la estabilidad política del país. Ese ha sido un sino nacional y, al parecer, nada se puede hacer para convencernos de lo contrario, pero sí que se podrían establecer ciertas previsiones contra esa maligna fascinación. La no reelección absoluta podría ser una ellas.
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