Por: Marcos Carrillo - mrcarrillop@gmail.com - @carrillomarcos - El Universal - La pretensión del Gobierno de crear un fondo para administrar las prestaciones de todos los trabajadores del país (tanto del sector público como del privado) devela, una vez más, el corte totalitario y pretendidamente moralizador de quienes repiten los errores más burdos cometidos hace ya casi un siglo en los países comunistas.
La propuesta asume una postura del más radical, salvaje y estrambótico capitalismo -de Estado, en este caso- que incluye una característica que ni el más fundamentalista y atolondrado ultraderechista se atrevería a proponer seriamente: Crear un monopolio al que todos los trabajadores del país están obligados a entregar todo el dinero que les pertenece por concepto de prestaciones. Este monopolio es de tal dimensión que impide por exigencia de la ley la posibilidad, aunque sea teórica, de ingreso de algún competidor en ese mercado.
Una de las prerrogativas de este fondo incluye la administración discrecional del dinero ajeno. Además, para que un trabajador retire el dinero que le pertenece, tendría no solo que justificarlo sino probarlo a un funcionario que decidirá según su antojo y capricho si el trabajador puede o no retirar su dinero cuando lo desee. Será un artífice de la revolución quien en definitiva decidirá en qué puede invertir el trabajador el producto de su trabajo. El funcionario decidirá si comprar un carro, una casa o tomar unas vacaciones, es posible o si, por el contrario, son gastos superfluos incompatibles con los fines supremos de la revolución -esto, de paso, es otro negocito para los portadores de la antorcha de la corrupción. Para ponerlo en perspectiva, el fondo equivale a que existiera un único banco que le exigiera a sus clientes probar que necesitan el dinero que tienen en sus cuentas para poderlo retirar, siendo el banco quien decide si usted merece o no usar su propio dinero cuando lo desee.
Esta posición implica el más escandaloso desprecio por el trabajador y en definitiva por el ser humano. El Gobierno asume que los trabajadores son una especie de menores no emancipados que no tienen capacidad para discernir qué deben hacer con su dinero y para asumir responsablemente las consecuencias de sus buenas o malas decisiones. El Estado pretende ser el tutor de un trabajador sometido a interdicción, de un individuo cuyos derechos están conculcados parcialmente por un gobierno (en oposición a Estado) que asume que el ciudadano tiene que estar subordinado -más bien sometido- a lo que el propio gobierno considere es lo que se debe hacer.
Todo este despropósito se fundamenta en la insufrible posición de superioridad moral que asumen todos los que se autodenominan revolucionarios. Son ellos los dueños de la verdad y la vida, son ellos quienes definen el bien y el mal y lo que es mejor para cada quien, son ellos los únicos que tienen la integridad para administrar no solo la cosa pública sino el patrimonio personal de todos y cada uno de los ciudadanos, en este caso en forma de prestaciones. Esta pretendida superioridad moral, crea un doble estándar en el que aquellos no revolucionarios son seres viciosos, inferiores e indignos de la tierra prometida que fraudulentamente ofertan; en consecuencia, son merecedores de castigos, infamias y demás ingenios infernales.
La explosiva mezcla del ultraje generalizado al ser humano y la pretendida superioridad moral es el motor de todos los gobiernos discriminadores y violadores de derechos humanos. Estos dos elementos han justificado desde el apartheid sudafricano hasta el nazismo y el estalinismo más atroz. No solo es un error práctico poner las prestaciones de los trabajadores en manos de un gobierno reconocidamente corrupto y sin controles institucionales; es mucho peor que eso: robar las prestaciones de este modo es el paso más categórico que el Gobierno pretende dar hacia el totalitarismo definitivo, hacia la esclavitud irreversible del ciudadano al Estado. La expropiación de las prestaciones es, en definitiva, la expropiación de la libertad.
Una de las prerrogativas de este fondo incluye la administración discrecional del dinero ajeno. Además, para que un trabajador retire el dinero que le pertenece, tendría no solo que justificarlo sino probarlo a un funcionario que decidirá según su antojo y capricho si el trabajador puede o no retirar su dinero cuando lo desee. Será un artífice de la revolución quien en definitiva decidirá en qué puede invertir el trabajador el producto de su trabajo. El funcionario decidirá si comprar un carro, una casa o tomar unas vacaciones, es posible o si, por el contrario, son gastos superfluos incompatibles con los fines supremos de la revolución -esto, de paso, es otro negocito para los portadores de la antorcha de la corrupción. Para ponerlo en perspectiva, el fondo equivale a que existiera un único banco que le exigiera a sus clientes probar que necesitan el dinero que tienen en sus cuentas para poderlo retirar, siendo el banco quien decide si usted merece o no usar su propio dinero cuando lo desee.
Esta posición implica el más escandaloso desprecio por el trabajador y en definitiva por el ser humano. El Gobierno asume que los trabajadores son una especie de menores no emancipados que no tienen capacidad para discernir qué deben hacer con su dinero y para asumir responsablemente las consecuencias de sus buenas o malas decisiones. El Estado pretende ser el tutor de un trabajador sometido a interdicción, de un individuo cuyos derechos están conculcados parcialmente por un gobierno (en oposición a Estado) que asume que el ciudadano tiene que estar subordinado -más bien sometido- a lo que el propio gobierno considere es lo que se debe hacer.
Todo este despropósito se fundamenta en la insufrible posición de superioridad moral que asumen todos los que se autodenominan revolucionarios. Son ellos los dueños de la verdad y la vida, son ellos quienes definen el bien y el mal y lo que es mejor para cada quien, son ellos los únicos que tienen la integridad para administrar no solo la cosa pública sino el patrimonio personal de todos y cada uno de los ciudadanos, en este caso en forma de prestaciones. Esta pretendida superioridad moral, crea un doble estándar en el que aquellos no revolucionarios son seres viciosos, inferiores e indignos de la tierra prometida que fraudulentamente ofertan; en consecuencia, son merecedores de castigos, infamias y demás ingenios infernales.
La explosiva mezcla del ultraje generalizado al ser humano y la pretendida superioridad moral es el motor de todos los gobiernos discriminadores y violadores de derechos humanos. Estos dos elementos han justificado desde el apartheid sudafricano hasta el nazismo y el estalinismo más atroz. No solo es un error práctico poner las prestaciones de los trabajadores en manos de un gobierno reconocidamente corrupto y sin controles institucionales; es mucho peor que eso: robar las prestaciones de este modo es el paso más categórico que el Gobierno pretende dar hacia el totalitarismo definitivo, hacia la esclavitud irreversible del ciudadano al Estado. La expropiación de las prestaciones es, en definitiva, la expropiación de la libertad.
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