Por: Macky Arenas - mackyar@gmail.com - Durante este asueto de Semana Santa, nuestros pasos nos llevaron a poblaciones casi contiguas a Caracas. El deterioro es evidente. Las carreteras están en el dolor. Las colas, muchas veces no provocadas por el volumen de vehículos sino por el pésimo estado de las vías, son incrementadas por el irrespeto de los “operativos de seguridad”. Estos consisten en colocar conos rojos a cada paso, acompañados de un puñado de efectivos que se limitan a conversar, a ratos entre sí, a ratos con los conductores que pasan, retrasando el tráfico de una manera absolutamente injustificada. No se busca ser eficientes, sino hacer creer a la gente que se está trabajando. Deplorable. No cuentan –en la gran mayoría de esas llamadas alcabalas- con unidades equipadas para auxiliar personas, mucho menos transportes. No se les observa ocupados en ninguna tarea. Simplemente están allí, viendo pasar el día, haciendo lento y penoso el trayecto de la gente de un lado a otro. Qué decir de las carreteras y autopistas! Mi experiencia –por sólo mencionar un tramo- en la Cortada del Guayabo me permite afirmar, sin temor a equivocarme, que pronto esa ruta estará incomunicada, tales son las peligrosísimas fallas de borde que amenazan la estabilidad de la carretera, sin contar las verdaderas montañas de basura que se acumulan, en muchos casos, inhabilitando todo un canal. Viviendas situadas casi sobre esas fallas colocan a la desgracia en puertas. Todo esto ocurre ante la mirada indiferente de quienes deben ocuparse del mantenimiento de esas vías y el aparente conformismo de los afectados. Ciertamente que más allá de los males y penurias que trae un gobierno indolente; más allá de las molestias que todo esto comporta y sin mencionar la corrupción que se queda con los recursos que debían estar destinados a mejorar la infraestructura y, por supuesto, mucho más allá de la larga lista de razones para la protesta que tendría esta sociedad, está la amarga experiencia del constatar que nuestro pueblo parece haber perdido el sentido del derecho. Ni siquiera nos referimos al derecho a disfrutar de una buena administración y utilización de los bienes nacionales. Nos referimos al derecho que, como ciudadanos de un país cuyo gobierno dispone de bienes que pertenecen a todos, tenemos a una vida digna, cómoda, a no amanecer cada día al borde del abismo. El deterioro físico de la nación revela un declive mucho peor, el del abandono gubernamental que degrada al ciudadano y el que refleja la pasiva aceptación de esa situación, que lo degrada aún más. Estamos llegando, casi sin percatarnos, a los niveles de dificultad para el discernimiento entre el bien y el mal que se apoderó de pueblos sometidos a los mayores vejámenes a lo largo de la historia. Gentes que perdían la capacidad de reclamo, de lucha y hasta olvidaban qué era lo que les confería estatura moral para exigir, literalmente tragados por el abandono y la desmoralización. Ese es un riego que el liderazgo –que como tal debe ser preclaro- debe calcular, no sea que se les oxiden ante sus ojos los mecanismos de la legítima reacción. Erigirse contra el atropello triunfante y alinearse de parte de quienes han sido afectados por el desprecio del derecho no es, sin más, ceder al aullido de las masas. Antes bien, es manera de colocar la patria como ara y no como pedestal. Porque la pérdida del sentido del derecho está convirtiéndose en la más amarga experiencia de nuestro tiempo. Y la más peligrosa.
Tomado de: http://www.gentiuno.com
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