sábado, 12 de febrero de 2011

Alicia


Por: Milagros Socorro - Solitaria y encogida, casi como un grano de maíz en una bandeja, la niña extiende sus brazos en un gesto aéreo para colocar sus manos sobre el instrumento. El público, muy circunspecto ante la ocasión que se le ofrece de atestiguar los talentos de una pequeña de buena estirpe, deja escuchar los carraspeos de rigor. Una tenue nube de perfumes y polvos de olor se cierne sobre el patio del Teatro Municipal que esa noche abre sus puertas para recibir en el escenario a la precoz arpista Alicia Pietri de Montemayor, quien sin sospecharlo ofrecerá a la concurrencia el esbozo de lo que será su imagen pública; una postal que cruzará el siglo XX venezolano: la musa que tañe una lira a la vera del poder.

Aunque la singular personalidad de su madre, Luisa Teresa de Montemayor Núñez, es de fijo conocida entre los asistentes por su inusual talante intelectual y actualización en materia de educación de los hijos, pocos sospechan que la escuchimizada ejecutante lejos de andar desnutrida —como conmovedor tributo al arte— lleva un buen forraje de proteínas y vitaminas. No por nada la madre le ha hecho tomar en la víspera una colación donde se mezclan el sedimento de un espeso caldo de carne con trozos de remolacha, algunas legumbres y quién sabe si un huevo crudo. Esa estampa delicada y en apariencia vulnerable confundirá a muchos en el futuro: si bien la niña Alicia es tan delgada que pareciera a punto de levitar en medio del proscenio, lo cierto es que su carácter ha sido templado en la disciplina religiosa impartida por su madre y en las constantes sesiones de ejercicio físico que las tres hijas comparten con las clases de ballet, piano, violín, dibujo e idiomas. Corren los años 30, la modernidad venezolana se anuncia por las esquinas y el país que viene va a requerir el concurso de las hordas de desheredados que esperan su parte del botín, pero también un buen contingente de damas, mujeres bien criadas que pongan la mesa en su santo lugar y que permanezcan firmes ante el embate democratizador que todo lo iguala y todo lo empareja con el rasero de la plebeyez.

Alicia y sus dos hermanas han sido formadas para hacer de cariátides de un orden venidero, en el que por fuerza han de convivir las buenas maneras con las apetencias más desbocadas. Ellas y sus hermanas de clase habrán de sostener sobre la nuca el dintel del hogar, la fachada de la institucionalidad, la leyenda de la gran mujer que hay siempre detrás de un gran hombre. Por eso alternan las lecciones de inglés y francés con sesiones de equitación, gimnasia y muchas horas de barra bajo la mirada vigilante de la maitresse de ballet, Gaby de Mamai, tutora que será del vientre sumido, las nalgas apretadas y la columna derecha, como un junco erecto y flexible para no quebrarse ante el halago ni la adversidad.

Provenientes de Río Caribe, estado Sucre, los Pietri se han instalado en Caracas a fines del siglo pasado. Son descendientes de corsos y cuentan en su linaje con la figura del general Juan Pietri Pietri, médico, militar, diplomático y político, quien alguna vez, por enfermedad del general Crespo, ocupara interinamente la presidencia de la República (en 1893). En línea directa le sigue Andrés Pietri, médico otorrinolaringólogo que contraería nupcias con la curiosa joven Luisa Teresa de Montemayor Núñez, educada en Inglaterra y dada a los placeres de la lectura, la lidia intelectual y la observancia religiosa sin caer, según sus contemporáneos, en la ñoñería de las beatas. En este hogar nacerían las tres chicas Pietri: Corina, la mayor, conocida en algunos ámbitos por su afición a la pintura; Alicia Antonia, la hija sandwich, tímida y recoleta, irremisiblemente melómana; y la bella Andreína, que encumbraría el nombre de su país en contiendas internacionales de tennis mucho antes de morir de cirrosis hepática, con su célebre hermosura estropeada.

Alicia nacería el 14 de octubre de 1923, bajo el signo de Libra, circunstancia que ella asoma para rubricar el hecho de que es «muy equilibrada». Su formación académica la completó en el Colegio San José de Tarbes, en el Paraíso, donde, según recuerda su prima Esther Pietri Lavié, Alicia era tan buena y observaba un comportamiento tan idóneo que siempre salía elegida para vestirse de angelito en la fiesta de Corpus Christi y lanzarle pétalos de rosa al Santísimo desde una cestica que portaba, medio oculta entre las anchas mangas del traje. «Alicia era una fija en ese papel porque era muy obediente y tranquila». No es de extrañar pues que tan seráfica criatura destacara en las clases de arpa que dictaba Ana María Cabrera frente al Colegio Chávez; y que tal fuera su competencia al pulsar las cuerdas que sus padres le procuraran la preceptoría del famoso Nicanor Zabaleta.

«No hay duda», establece Esther Pietri, «de que Alicia tuvo los mejores profesores de que podía disponerse entonces en Caracas, pero su formación debe atribuírsele a su madre, una mujer maravillosa, del todo excepcional, que se expresaba perfectamente en inglés y francés, lenguas cuyas obras maestras leía sin cansancio. Era una mujer tan estudiosa que a su muerte, cuando ya pasaba de los setenta años, estaba aprendiendo mandarín. Tenía un gusto exquisito y convertía los pequeños detalles domésticos en auténticas ceremonias, cosa que Alicia ha heredado. Como había vivido mucho en el extranjero había adquirido la costumbre de celebrar la navidad de una manera más vistosa de lo que era común en Caracas por aquella época; solía contratar a Edgar Anzola para que viniera en Nochebuena vestido de San Nicolás a repartir los regalos».

«En una época en que nadie se preocupaba especialmente por su alimentación, ella era una abanderada de las virtudes de la espinaca, por ejemplo. La nutrición de sus hijas era un aspecto que ella vigilaba muy atentamente; y siendo como era una mujer dada a los rituales, cada comida era una sucesión de platos que incluía un zumo de frutas, una sopa gruesa, algo de legumbres porque contenían tales o cuales vitaminas, algo de zanahoria porque había que agregarle algo amarillo a la dieta; todo en platos de preciosa porcelana en cuyos fondos estaban dibujadas distintas alegorías a los antiguos cuentos y canciones ingleses para niños, como Jack and Jill... en fin, era perfecta. La estricta e integral formación de Alicia es obra de la tía Luisa. Mi tío Andrés, bueno, era médico y se ocupaba de sus enfermos, de sus gargantas y sus agallas, desde luego que no estaba pendiente de sus hijas como lo hacía su esposa».

Desde la cuna Alicia aprendería pues que las virtudes del hogar son empuñadas por una mujer culta, vigilante y discreta mientras el marido se afana fuera en asuntos que requieren agallas, muchas agallas.

Lo que es Rafael, quien habría de ser por dos veces presidente había nacido en San Felipe, la capital yaracuyana, el 24 de enero de 1916. Llegado al mundo en hermoso valle donde impera la reina María Lionza, deidad del deleite sensual y la fertilidad, el recién nacido estaría orientado por los astros hacia muy distinto destino. Por malhadada fortuna su madre moriría poco después del alumbramiento, lo que sumió al padre en un abatimiento tal que renunció al ejercicio de su profesión de abogado y para alejarse del escenario de su perdida felicidad y de su tragedia se fue al Guárico, dejando al bebé con una hermana de la esposa muerta, doña Eva Rodríguez Rivero de Liscano, consorte del eminente jurista y escritor Tomás Liscano. Esta pareja, carente de descendencia, se convertiría en padres adoptivos del chiquillo huérfano quien crecería en ese hogar como el más amado de los hijos. Una vez concluida la escuela primaria en San Felipe, la familia se instala en Caracas donde el muchacho es inscrito en el Colegio San Ignacio, de los jesuitas, y a partir de entonces puede decirse que inicia su carrera puesto que su notable desempeño estudiantil lo hizo visible para sus educadores quienes vieron en él al futuro líder del pensamiento católico. En los primeros años 30 ya el bisoño Caldera era señalado como el hombre necesario para el país que resonaba desde lo profundo. Estaba, como se ve, pintado el galán para la ninfa que suspiraba junto a un piano.

Cuando Alicia tenía quince años llamaba la atención de sus padres por su carácter reservado, «ya entonces era muy callada, no creo que haya tenido nunca una confidente», observa su prima Esther; y por la severidad con que las gripes sacudían su organismo. «Estaba muy flaquita», sigue Esther, «y se resfriaba a cada rato con grandes consecuencias, fue por eso que mi tío Andrés decidió mandarla a temperar a Los Teques y con ese propósito alquilaron una casa allá para que Alicia se instalara con su madre por un tiempo».

Mientras la muchacha respiraba las frescas brisas mirandinas, el que estaba a punto de convertirse en su novio —el primero, el único— encabezaba el grupo de estudiantes que organizaría la Unión Nacional Estudiantil (UNE) que ha sido calificada como matriz del futuro movimiento social cristiano nacional. Es la época en que el mozo exhibía sus simpatías por Franco y la causa de la Falange. Los días, también, en que participó (cita del Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar) «en la agresión al periodista y caricaturista Leoncio Martínez (Leo) (9.10.37) quien había, en repetidas oportunidades, atacado a los miembros de la nueva organización estudiantil en las páginas del semanario humorístico Fantoches». Pocos meses después de haber salido de la cárcel, donde fue retenido por escasas semanas, Caldera —cabe suponer que bajo un fuerte estado de contrición— coincide con Alicia en un almuerzo al que ni siquiera había sido invitada sino que asistió, medio forzada por la madre, en sustitución de su hermana Corina, amiga de Caldera, que no podía atender a la convocatoria. Es del conocimiento público que cuando Rafael la vio muy canchoso le espetó: y tú, ¿dónde estabas metida? ¿acaso Corina te tenía escondida? Cómo no relamerse al imaginar el rubor que cubrió a la doncella y al descubrir en nuestro mandatario esas dotes de conquistador tan al estilo gardeliano. Es de figurarse la escena en blanco y negro con saltos en el sonido.

Antes de cumplir los diecisiete hubo Alicia de cambiarse las medias tobilleras por luengas piezas de seda que cubrieran sus piernas de ballerina. Ahora tenía pretendiente y debía recibirlo por las tardes en la residencia de la familia. «El noviazgo», acota Esther Pietri, casamentera, «fue muy bien visto por los padres de ella porque Caldera era un joven muy correcto y estudioso, que se había ganado todas las medallas del colegio San Ignacio». Miel sobre hojuelas. Se casaron en la Iglesia Santa Teresa, en el centro de Caracas, y de seguidas emprendieron el viaje con tórrida ruta hacia Washington... y las cataratas del Niágara, voluptuosa meca de los recién casados norteamericanos que van allí a pegar grititos ante la violenta majestuosidad de los saltos de agua y a guarecerse de tanta intemperie en recámaras decoradas con camas en forma de corazón y otras fruslerías de la pasión de estreno. Era, asimismo, la primera vez que Alicia salía del país; curiosamente su padre opinaba que cualquier incursión al extranjero antes de los dieciocho constituía una experiencia desaprovechada. Quién sabe si de tanto posponer la aventura que entraña la transposición de las fronteras le quedó a la señora Caldera ese arraigo a su tierra, ese desgano a la hora de viajar, esa parva disposición a hacer maletas y acompañar al marido en el trasiego de los puertos lejanos, el pesado equipaje y los saludos oficiales. Nada, que era una esposa para quedarse en casa mientras no fuera imprescindible su presencia sobre las alfombras tendidas al pie de la escalerilla del avión y en las fotografías oficiales con parejas presidenciales como anfitriones. El hombre, como tantas veces, había tenido suerte: Alicia sería su talismán, su madonna, su camafeo... quién sabe si su principal lazo con la realidad.

Dama gentil de débil apetito para fortalecer una enjuta contextura que, sin embargo, habría de dar a luz los seis hijos del presidente (tres varones, tres niñas), doña Alicia se plantaría en la historia contemporánea de Venezuela ostentando una terca indiferencia por la política. Lo suyo es su marido y lo demás, apenas circunstancias aledañas. «Es que yo no soy copeyana», afirmó cuando el aserto podía caer como una blasfemia, «no soy política, nunca he pertenecido a un partido. Soy la mujer de un gran político y me siento muy orgullosa de serlo». A nadie le falta Dios y la prueba es que Rafael Caldera, el doctor Caldera, tiene una mujer —nótese que ella dice mujer, no esposa ocompañera— que lo ama y se lo cala completo.

«Ellos han sido una pareja muy bien avenida», refuerza Esther Pietri, «no pelean nunca; y si lo hacen será en la habitación donde nadie los oiga, pero en público jamás. Claro que tampoco se prodigan manifestaciones de cariño delante de nadie. Los Pietri no somos muy dados a las zalamerías; somos gente de carácter que cuando tomamos una decisión no nos echamos para atrás. Y Alicia tomó hace mucho tiempo la decisión de acompañar a su marido contra viento y marea. Ella no quería que Caldera fuera presidente la segunda vez pero no pudo hacer nada para disuadirlo y optó, como siempre, por apoyarlo. Me parece que está un poco cansada de vivir como en una vitrina, hay que ver lo que es eso, no poder hacer lo que a uno le venga en gana porque siempre hay alguien observándote; es una lata».

Y aunque la señora Caldera jamás se expresaría de esa manera con respecto a su investidura, está claro que ser la Primera Dama es un engorro para ella, quien, sin embargo, no ha eludido las muchas responsabilidades de un cargo que ni siquiera tiene asignado un salario. La limitada inclinación de las esposas presidenciales al fragor político ha sido tradición en Venezuela, con muy escasas excepciones. La señora del primer presidente de Venezuela, Dominga Ortiz, esposa de José Antonio Páez, ni siquiera llegó a pisar Caracas, prefirió permanecer en su hato en los Llanos (hay que decir que para entonces el general Páez estaba unido en concubinato con la valenciana Bárbara Nieves a quien el mandatario llamaba mi estrella y había instalado en La Viñeta y en su mansión de Maracay). En el siglo pasado están también Olaya Hernáiz, esposa de Carlos Soublette; Ana Teresa Ibarra Urbaneja, la esposa deGuzmán Blanco; y doña Jacinta Parejo, consorte de Joaquín Crespo. Las dos primeras provenían de familias encumbradas y nunca se ocuparon de asuntos políticos; la excepción la constituye doña Jacinta, una mujer del Llano, una intuitiva de la política, con una gran capacidad para tomar parte en las conspiraciones de su marido. Pero su ejemplo no sería seguido por las primeras damas de este siglo, entre las cuales aparecen Zoila Martínez, la esposa de Cipriano Castro; Regina Gómez, hermana del Benemérito, quien no tuvo Primera Dama y delegó algunas veces esas funciones en Regina; María Teresa López Núñez e Irma Felizola, las esposas de López Contreras y Medina Angarita, respectivamente, ambas descendientes de grandes familias locales; Carmen Valverde de Betancourt; Flor Chalbaud de Pérez Jiménez; Menca de Leoni, Blanca Rodríguez de Pérez; Betty Urdaneta de Herrera Campins y la muy maltratada doctora Gladys de Lusinchi. Que se diga una personalidad política, aunque careciera de formación, la única ha sido doña Jacinta de Crespo; las demás no han tenido intervención en la vida política y se han dedicado a programas sociales como la Fundación del Niño —creada como Fundación Bolivariana en el año 36 por López Contreras y manejada por su esposa María Teresa en lo que sería la primera intervención pública de la mujer de un mandatario—; la realización de matrimonios masivos, como hiciera doña Menca; y las muchas actividades que desarrollara Alicia en el primer periodo de Caldera (1969-1974), cuando llevó a cabo aquel agotador programa del Plan Vacacional que consistía en llevar los niños del Zulia para Ciudad Bolívar; los andinos para Margarita; los orientales para los Llanos y así en un tráfago por el territorio nacional que llegó a movilizar a más de veinticinco mil muchachitos de un lado a otro. Era otra época, las arcas del Estado daban para eso y la salud de doña Alicia le permitía organizar conciertos de Cámara en La Casona, carretear miles de niños por todo el país, auspiciar el programa televisivo Sopotocientos, terminar de criar sus propios hijos y mantenerse perfecta para cumplir con el protocolo.

Ya para el segundo mandato del hombre de la casa algunas cosas habían cambiado: los hijos habían crecido y, como de raza le viene al galgo, algunos querían hacer sus pinitos en funciones de gobierno y otras reclamaban su derecho a divorciarse para gran fisura del sobado catecismo familiar; las arcas del erario público estaban arrasadas y lucían más bien incapaces de satisfacer la demanda de un país que en el interín había duplicado su población al tiempo que extraía la raíz cuadrada a su ingreso per cápita; Caldera no contaba con el apoyo de Copei —o mejor, con ningún apoyo—; y Alicia ya no exhibía el mismo brillo verdoso en sus ojos moros. Las articulaciones de sus caderas —puestas a prueba cada madrugada del primer periodo, cuando hacía su jornada matinal de equitación en los alrededores del Fuerte Tiuna— estaban dando muestras de estar vencidas y la señora se desplazaba con dificultad, víctima de tremendos dolores que inútilmente intentaba paliar con un rosario de calmantes. Definitivamente, no era lo mismo. No era lo mismo en los intersticios del hogar y no era lo mismo en la vastedad venezolana donde el título de doctor había perdido prestigio y un fiero pragmatismo hervía en el fondo del desolado puchero nacional.

Con el viento en contra pero favorecidos por la caprichosa voluntad de un electorado hormonal, los Caldera regresaron a La Casona para encontrarse, según sus allegados, «con una casa ranchificada». Un par de amigas de la Primera Dama —que rehusaron entregar su identidad con la misma determinación con que se negaron a declarar la señora Caldera y sus hijos— contaron que al trasponer las puertas de La Casona a la muy perfeccionista y pulquérrima Alicia por poco le da un soponcio. «Aquello era un desastre», comentó una amiga, «la cocina estaba en el suelo. No sé qué habían asado allí, quizá una vaca, un cochino, algo muy grande y grasoso porque los estropicios eran enormes. Los estantes estaban pringados de toda clase de pegotes. Los techos de la cocina estaban destrozados y el cielorraso, caído a pedazos, dejaba ver el entramado de tubos. El refrigerador tenía restos de carne en mal estado y al abrirlo dejó escapar un vaho como del infierno. La grifería de los baños estaba oxidada. Las alfombres persas tenían los bordes carcomidos. Detrás del bowling, cerca de la piscina, hay un depósito donde se guardan las mesas que sacan para los grandes banquetes, allí había cuadros de grandes firmas arrumbados de cualquier manera. Alicia llegó y puso manos a la obra. A la habitación presidencial que estaba deteriorada se le puso parquet. Se ocupó de los jardines, que estaban acabados. Ahora el depósito sigue siendo un depósito pero está en orden; y la piscina, las canchas de bowling y los muebles de jardín parecen haber revivido. La grifería fue cambiada; las cortinas y alfombras, remozadas. Los jardines son una belleza. Y todo eso lo ha hecho sin contar con un presupuesto. Más que perfeccionista, Alicia es impresionante en cuanto al orden, a la pulcritud, al arreglo de sus cosas personales. Dice que no ve bien pero es capaz de percibir un milímetro torcido en el cauce de una costura, por ejemplo; y como es tan ahorrativa es capaz de arreglar diez veces el mismo traje antes de botarlo».

El retrato elaborado por sus allegadas compone el perfil de una mujer conservadora; poco proclive a los dispendios; alérgica a las fiestas; coqueta en el sentido más tradicional del término —y también en el más contemporáneo puesto que a alguien que goza de sus confianzas se le salió comentar que una vez pasó por el quirófano del cirujano plástico Roger Galindo para corregirse un defecto en la nariz «porque la tenía idéntica a la de su hijo Andrés»; muy carismática, abierta a la comunicación con personas de cualquier clase y rango sobre quienes oficia una fina seducción que le gana adeptos incluso entre los enemigos del marido. «Es una gran seductora», confirma una amiga, «ejerce un gran magnetismo sobre hombres y mujeres por igual. Después del primer período, cuando era aún más tímida, desarrolló esa capacidad para fascinar a gente de cualquier condición; es como si hubiera adquirido mayor confianza en sí misma y hubiera controlado el temor a ser agredida». Una matrona empeñada en mantener la unidad familiar contra los embates más arduos. Dicen que uno de los golpes más duros que ha debido enfrentar en este segundo periodo gubernamental ha sido la expatriación de su hija menor, Alicia Elena, casada con Fernando Araujo, quien fuera abogado del Banco Metropolitano (del grupo Brillembourg) y quien saliera huyendo del país con cargos en su contra. «Alicia Elena», se conduele una allegada, «es una muchacha muy inteligente y sensible; muy metida en su concha porque teme, como todos ellos, ser herida. Ha sufrido mucho con lo de su marido, a quien ha acompañado primero a Canadá y ahora a Madrid, a donde tuvieron que mudarse porque no tenían la visa canadiense. Hace como ocho meses la operaron de un cáncer de mama y se ha negado a recibir ningún tratamiento posterior. No pueden entrar al país y, para colmo, sólo uno de sus cuatro hijos está con ellos porque los otros se quedaron en Venezuela para continuar sus estudios. Alicia Elena la ha pasado muy pero muy mal y permanece entera, como espartana. Tengo la impresión de que es la más Caldera de todos».

En medio de los sobresaltos, doña Alicia ha conservado su apostura de gran señora, esa sobriedad que la coloca en la proa de las figuras públicas de la democracia venezolana. Y nadie discute la gracia y sencillez con que ha asumido sus funciones. «Todas las semanas», lleva la cuenta una amiga, «va a la peluquería; no tiene la costumbre de recibir al peluquero en La Casona. Su vestuario, que apenas si cambia con los años, se compone de chaquetas, pantalones, faldas y blusas. Inclusive prefiere los trajes largos de dos piezas porque permiten la transformación de la tenida. Sus colores favoritos son los distintos tonos de amarillo, verde oliva, beige, marrones y el negro. A veces algo de rojo. Pero jamás la verías de fucsia y muy rara vez en tonos pasteles. Es capaz de usar un traje por décadas porque como su peso no ha variado puede usar la ropa por mucho tiempo. Ella dice que no hace dieta, pero la verdad es que se cuida mucho y por las noches apenas se permite un plato de frutas. Cuando van a restoranes el presidente suele pedirle que espere a que ordenen los demás comensales porque éstos podrían inhibirse ante sus escuetas demandas, generalmente ensaladas. Lo que le gusta son los dulces: chocolates y helados, que consume en desmedro de otros alimentos para mantener su figura. No se rige por la moda sino por su estilo, muy clásico y recatado. Le encantan las prendas, eso sí. Tiene muchas joyas que viene atesorando de toda la vida, muchas de ellas piezas de familia. Adora los prendedores. Y entre todas, prefiere las perlas».

La ausencia de Alicia en algunos compromisos oficiales movilizó la especie según la cual la señora estaba aquejada de una grave enfermedad. La verdad, aseguran fuentes cercanas, es que la primera dama se encuentra ya repuesta de las dos intervenciones quirúrgicas a que fuera sometida en la ciudad de Boston para insertarle sendas prótesis metálicas en las articulaciones de la cadera, con diferencia de un año entre ambas. «En la primera sufrió mucho porque la operación, que fue muy prolongada, le dejó fuertes dolores. Después tuvo un periodo de muletas y luego de bastón. Ahora está muy bien pero no puede usar tacones de más de dos dedos de altura».

Las mortificaciones propias de una operación delicada se acrecentaron en aquella primera ocasión cuando una radiografía de tórax evidenció la presencia de un tumor «del tamaño de la goma de borrar de un lápiz» encapsulado en un pulmón. Una amiga la llamó por teléfono en el momento en que el médico había entrado a la habitación de la enferma para comunicarle el hallazgo y ésta le dijo, muy alarmada, que tenía un cáncer. «No se lo habían explicado bien y ella estaba asustada. Finalmente se lo extrajeron y después de eso se ha chequeado varias veces y todo está bien. Por suerte, la malformación no era de origen maligno». La prima Esther, por su parte, se ha preguntado —y le ha preguntado: «Chica, ese puntico no tendrá que ver con esos gripones que a ti te daban».

El ribete final de la semblanza bordada por las amigas nos presenta a una mujer solitaria. Una viuda del poder. «Cualquiera de nosotras puede luchar contra sus rivales como gata boca arriba pero ella... quién puede contra la política cuando el hombre que está en juego se llama Rafael Caldera». Lo más probable es que nada más al regresar de Niágara la joven desposada se haya visto de frente con lo que sería una vida en competencia con la más desconsiderada de las rivales: el poder y, cuando no, su dolorosa nostalgia. Es mucho. Sin embargo, con todo lo absorto que ha podido estar el marido en todos estos años, cuentan que en los días del palo de Boston «él estaba contra el suelo. Alguien lo encontró llorando y cuando trataron de animarlo, él dijo que ‘ella es lo único que yo tengo’. En esos días el presidente se dedicó a consentirla en su convalecencia».

Fueron los mismos días en que Alicia, contrariando sus hábitos, se mantuvo ausente del Museo de los Niños, su gran creación y su «séptimo hijo», como ella misma ha dicho delante de los periodistas. El Museo de los Niños, ubicado en Parque Central, muy cerca de la sede de los poderes, fue inaugurado en noviembre de 1981, de manera que el mayor logro de la señora Caldera fue alcanzado cuando no ocupaba el despacho de la Primera Dama. «Alicia tiene poca curiosidad por el gran mundo. Nunca se entusiasma con las grandes personalidades que ha conocido dentro y fuera de Venezuela; sólo la he oído embullarse con el Museo de los Niños. Esa es su locura. El Museo es su gran pasión porque es creación de ella, no de él».

Puestos a inventariar las pasiones de la señora no puede dejarse por fuera su amor por los animales. Durante el primer periodo tenía en La Casona una pareja de venados, entrenados parece, que venían a saludar a las visitas lamiendo el cuenco de las manos. Y ahora tiene una gran jaula donde se pavonean hermosas aves multicolores traídas del sur del país. Pero nada como sus dos perros yorkshire, Tommy y Jerry, «que reciben todos sus mimos, ella los trata como a príncipes. Duermen al pie de la cama del matrimonio. Cuando eran cachorros a veces dejaba de salir para educarlos correctamente. Con decirte que los perros van más perfumados que tú y que yo».

En un mes concluirá el actual —el último— gobierno de Rafael Caldera y la remota Alicia podrá, por fin, regresar a Tinajero. Si alguien recibirá aplausos a la caída del telón será ella y su mutis dejará una estela de respeto; algún ciudadano conservará la instantánea tomada en alguno de los parques rehabilitados dentro de su programa de rescate urbano Un cariño para mi ciudad. Y mientras dure la memoria, en Venezuela alguien se quitará el sombrero por la Primera Dama que se toma un vodka al mediodía, sólo uno, y siempre vodka porque no deja rastros comprometedores en el aliento; alguien recordará que a la secreta Alicia le encanta el flamenco; y alguien tratará, infructuosamente, de sacarle información privilegiada a las indígenas del Amazonas que siempre ha tenido a su servicio como un híbrido entre camareras y ahijadas, enigmáticas mujeres bilingües que la tratan de señora y de , que la ayudan con la amorosa canastilla de los perros, que le sacan la ropa del closet y a quienes se cuida de poner a dormir en las dependencias del resto del servicio «porque tú sabes, chica, hay mucho guardia, es mejor evitar el peligro». Y nadie podrá hacerlas hablar porque esas muchachas yanomamis, guahibas, yekuanas, venezolanas que no son de este mundo, ignoraron siempre que la señora, , era la mujer de un cacique. Para ellas doña Alicia no es más que la gran madre que sabe coser, que sabe bordar... y ellas morirán calladas porque son como el mudo que le anuda la carpa al Zorro, las únicas que conocen las horas de melancolía, las pestañas sin la máscara, la desvalida traza sin el caballo, el silencio tras la refriega. Y eso no lo interesa a nadie.

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