miércoles, 16 de septiembre de 2009

Visitantes incómodos


Por: J.A. Gundín - La diplomacia, sea del país que sea, tiene que lidiar con todo tipo de mandatarios, la mayoría de ellos dignos representantes de sus pueblos. Pero otros son unos sátrapas que tiranizan a sus súbditos y pisotean los derechos humanos más elementales. En estos casos, suele aducirse que los intereses del Estado y el pragmatismo económico obligan a recibir a esos dictadores, aunque sea tapándose la nariz. España no es una excepción a una regla universalmente aceptada y durante estos días ha pasado por aquí lo mejor de cada casa, del mismo modo que nuestros gobernantes han sido huéspedes de personajes cuando menos pintorescos. En todos los casos, no puede reprocharse a Zapatero que reciba a unos o que se muestre cortés con otros pese a sus extravagancias. Sin embargo, no sin motivo ha llovido sobre el Gobierno un aguacero de críticas por su familiaridad con déspotas de la acreditada ganadería bolivariana. Zalemas, palmaditas en la espalda y «zeroladas» que una diplomacia prudente y hábil habría evitado con destreza. Es posible actuar con sensatez y preservar los intereses de las empresas y de los ciudadanos españoles sin caer en la indignidad o incurrir en conductas bochornosas. El Gobierno no tenía necesidad de humillar a los exiliados venezolanos, prohibiéndoles manifestarse o despreciando sus sufrimientos, para agradar a Hugo Chávez. Tampoco era necesario sobreactuar con Evo Morales ni enviar a Rosa Regás o a Zerolo disfrazado de indígena a su mitin electoral en Leganés. El problema no es extender la alfombra roja al espadón venezolano o al cocalero boliviano, sino jalearles sus delirios y sus empanadas ideológicas. El verdadero problema es que los dirigentes socialistas de aquí y los tiranuelos de allá compartan la misma liturgia del puño en alto como miembros de una misma familia y un mismo credo. No es así como mejor se defienden los derechos comerciales de España; otros países protegen muy eficazmente los suyos sin necesidad de rebajarse a la adulación ni caer rendidos ante los herederos del castrismo. El punto de equilibrio se llama dignidad democrática.

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