miércoles, 10 de enero de 2018

Un cuento con camellos












Ellos no sabían qué estaba sucediendo. Preparando los regalos y manteniendo a dieta a los camellos para que pudieran volar sin riesgo sobre el océano, no habían tenido tiempo de leer un solo diario en los últimos meses.

—Paren, paren, paren… —les dijo un minúsculo señor que agitaba los bracitos como si quisiera empujarlos para atrás con camellos y todo—. No pueden pasar. Se los ordena el Veedor Espacial de esta benemérita Estación. O sea —agregó, sacando pecho—, yo.


—Pero… ¿por qué?


—Porque vienen con animales. Por eso.


—¿Y?


El Veedor se llevó las manos a la cabeza. Tenía el pelo reluciente y negro. Uno de los camellos por poco le atrapa un mechón entre sus dientes.


—¿Ustedes viven en otro mundo? —dijo el funcionario, molesto, al borde de la indignación—. ¿No se enteraron de que Europa prohibió la entrada de animales en su territorio? Todo chancho, vaca, burro, caballo, gallina, perro, ardilla, piojo y/o garrapata tienen impedido el paso. Ni las moscas pueden pasar.


—¿Y eso a qué se debe, si se puede saber?


—¡Control de aftosa, señores!


—Mire, caballero —dijo el más morocho de los tres personajes señalando a sus fieles y jorobados animales de carga—, estos son camellos ¿entiende?


—¡Bien dicho, Baltazar! —dijo el más viejo, que, por la exaltación, casi se le cae la corona—. Ni nuestro amigo Melchor hubiera podido decirlo con más claridad.


—Yo agregaría algo más, mi querido Gaspar —respondió el aludido—. Diría que este… este señor —miró al Veedor de arriba a abajo— me está resultando muy pero muy antipático.


—Eso —dijo Baltazar—. Debe hacer mucho tiempo que este… este señor no pone sus zapatos en la víspera de un seis de enero.


—No le veo tierrita en las uñas, seguro que ni se acordó de cortar el pasto.


—¿Pasto? —dijo el Veedor abriendo los ojos.


—Sí, para nuestros camellos. ¿O no recuerda que estos animales se llaman camellos?


Una de las tres bestias sonrió mostrando sus dientes amarillos.


—Perfectamente —dijo el Veedor, después de una pausa. Tenía una expresión malévola, y el pelo parecía relucirle más que nunca—. Voy a agregarlos a la lista —escribió un par de líneas—. Ya está, ¿ven? Tampoco pueden entrar camellos ni acompañantes de camellos —y sonrió satisfecho exhibiendo el papel como si fuese un trofeo.


Entonces habló el más joven de los tres, que se había quedado pensativo:


—Perdón, ¿usted acaba de decir, si no me equivoco, que nosotros tampoco podemos entrar?


En seguida el Veedor Espacial buscó un papel en el bolsillo. Parecía un ave de rapiña; más precisamente un cuervo, de tanta negrura.


—“Los seres humanos (es decir, mujeres y/o hombres) —leyó con tono de director de colegio— que intenten atravesar el espacio aéreo de Europa con cualquier intención, y vengan acompañados o acompañando a cuadrúpedos, plantígrados, primates o cualquier otra clase de insectos o mamíferos, deberán permanecer en cuarentena en un cuartito preparado especialmente en esta Estación.” ¿Clarito, no? —sonrió, jadeante y relamiéndose como un gato.


—¡Pero si la aftosa no afecta a los humanos! —dijo Gaspar.


—¡Por las dudas! —contestó el veedor.


—¿Cuarentena —preguntó cauteloso Melchor— quiere decir cuarenta días?


—¡Usted lo ha dicho! —expresó triunfante aquel burócrata del espacio.


—Y dígame una cosa, señor Aguafiestas —la negra piel de Baltazar se había puesto roja de tanto contener la furia—: ¿quién va a explicarles a los chicos que nosotros tres nos hemos quedado varados por cuarenta días en una mísera Estación Espacial?


—Ese no es mi problema, señor mío.


—¡“Rey mío”, si no le molesta!


—Tranquilo, Baltazar —intervino Melchor—. Hay cosas más importantes. Ya casi es seis de enero. Los chicos esperan los regalos esta noche.


—Y además, ya deben haber puesto los zapatos en la ventana.


—Y el pasto y el agua.


—Ya dije —confirmó el veedor— que ese no es mi problema.
De golpe los tres Reyes Magos empezaron a vaciar su equipaje. Formaron pilas enormes con paquetes. Era imposible imaginar que tantos regalos entraran en apenas tres bolsas.


—¡Por favor guarden eso! ¡No me desordenen la estación!


—Dígame otra cosa —se le acercó Melchor—: ¿usted nunca fue chico?


—Sí, claro. Como todo el mundo. ¿O usted qué se cree? ¿Que nací de un huevo?


De un huevo no, pensó Baltazar. Nació de una máquina. Pero se contuvo.


—Entonces —dijo, un poco triste—, ¿cómo es que no nos reconoce?


—No me pagan por reconocer a la gente —al hablar, se mordía los labios, era como si triturase cada palabra—. No me pagan por reconocer a la gente —repitió—, sino para impedirles el ingreso.


—¡Esto es increíble! —dijo Melchor, llevándose las manos a la corona.


—¡No lo puedo creer! —agregó Gaspar.


—¿En serio no nos reconoce? —susurró Baltazar.


—¡A ver! —gritó el veedor, furibundo, dirigiéndose a la fila—. ¡A ver si alguno de ustedes reconoce a estos tres payasos que montan caballos deformados!


Los viajeros que esperaban con paciencia su turno se acercaron.


Muchos se quedaron tiesos en cuanto los vieron, varios los tocaban para comprobar que realmente se trataba de ellos. 


Y otros —da pena contarlo— no les llevaron el apunte.

—Pero si son nada menos que… —empezó a decir un señor, emocionado.


—… basta —interrumpió el veedor—, ya es suficiente. Cada uno a su sitio. Y ustedes tres circulen, que tengo mucha gente que atender.


—Perfecto —dijo Baltazar en un tono fuerte como una orden, y los regalos se metieron solos en las bolsas—. Nos vamos. Pero conste que usted será el único culpable del seis de enero más triste de la historia.


—¡¡¡Circulen!!! —otra orden los alejaba de los chicos, de las caras de felicidad—. ¡Se me van para allá derecho! —el funcionario estiró el brazo señalando un cartelito que, por la distancia, casi ni se veía.


Melchor agudizó la vista y alcanzó a leer la palabra infractores. Levantó una de las bolsas, y los otros hicieron lo mismo. Empezaron a caminar, seguidos por tres camellos desganados, tan apenados como ellos mismos.


Melchor giró la cabeza para ver al funcionario: sonriendo, ya llamaba al siguiente de la fila.


Antes de llegar al cuartucho al que los habían confinado, los tres Reyes Magos oyeron gritos. Y se detuvieron.


La fila se había convertido en una marejada de gente discutiendo y arremetiendo contra el veedor. Cuando el maldito pudo liberarse, apareció totalmente despeinado.


Gaspar miró su reloj y después a sus compañeros.


Nadie lo dijo, pero sabían que estaban teniendo la misma idea: de ahora en más, los chicos no les escribirían cartas. Ni una sola. Desilusionados, desparramarían por toda la Tierra un único pensamiento: los tres Reyes Magos ya no existen.


En medio del griterío se les acercó una mujer pequeña, de mirada dulce, como de maestra jardinera.


—Tenemos una solución —dijo.


—Dígala rápido —se impacientó Baltazar—, antes de que llegue la mañana.


—Es sencillo —la mujer sonreía—. Existe una prohibición de ingreso a Europa para cualquier acompañante de animal.


—¡Qué novedad!


—Eso ya lo sabemos…


—¿Y para esto nos molestó?


—Bueno —siguió diciendo la señora, ahora en puntas de pie—. En el pliego de prohibición no dice que los acompañantes no puedan recibir visitas en la Estación Espacial durante la cuarentena.


—¿Entonces? —dijeron a trío.


—Entonces, los chicos pueden venir a la Estación a recibir sus regalos.


—Pero… ¿cómo?


—Nosotros —y señaló a algunos compañeros de fila que se acercaban, solícitos— podemos ayudarlos.


—Vamos a dejar cartas de invitación en sus zapatos —interrumpió un señor muy gordo, ansioso, con expresión infantil.


Los tres Reyes Magos se miraron interrogantes.


—En los zapatos de los chicos, quise decir —aclaró la mujer, feliz.


Las caras de los tres se transformaron. Fue tanta la emoción, que soltaron las bolsas llenas de paquetes. Pero no cayeron, quedaron suspendidas en el aire.


Volvieron a la entrada de la Estación acompañados por sus nuevos amigos. Ahí encontraron al veedor. Lo vieron distinto. Ahora los miraba asombrado, como si los descubriera por primera vez. Al parecer, la mujer pequeña y el gordo le habían aclarado quiénes eran ellos.


—Está bien —dijo el veedor, intentando acomodarse aquella maraña negra y pegajosa en que se había convertido su pelo—, pero aclaren en la invitación que es por única vez. No quiero que se les haga costumbre. Ya me imagino lo que va a ser este lugar cuando se llene de chicos… —y siguió hablando pero nadie lo escuchaba.


Todo el mundo se había puesto en movimiento. Algunos escribieron las cartas y otros las separaron para la distribución.


—Y antes quiero leer una de esas invitaciones —dijo el veedor con un dedo en alto—. Yo todavía soy la autoridad en este lugar.


Se tomó su tiempo para estudiarla.


—Bien —dijo al fin—. Corta y concisa.


Baltazar lo miró fijo y, sin que él lo notara, le arregló un poco el pelo para que no asustara a los invitados.


Poco después, los chicos empezaron a llegar.


Algunos venían en pijama con los zapatos en la mano, otros se habían vestido tan apurados que tenían una media de cada color o la remera de atrás para adelante.


No importaba cómo estaban vestidos, ni su color de piel, ni su idioma. Todos, sin excepción, traían pasto, pan dulce y agua para los camellos.


Tomado de: https://debeleer.com

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