En el campo de la filosofía práctica, la heteronomía indica la condición de un sujeto que ha sido sometido a un poder supremo, impuesto desde afuera, externo, ubicado por encima del ser social; un poder que, abstractamente, le dicta –al sujeto– normas o reglas que obligatoriamente tiene que cumplir y que le impiden desarrollarse como ser autónomo, libre, activo, racional, reduciéndolo a cosa, o en todo caso, a ser genérico, dependiente e indeterminado. Heteronomía es, pues, la condición sine qua non de la voluntad de uno –o de unos– sobre otros, no de la propia. El “yo quiero” dominado por un imperativo que le resulta ajeno y hostil. Como diría Marx: es la más nítida expresión del ser enajenado.
La
justificación de la cual surge la heteronomía tiene su punto de partida
en la presunción de que los individuos que componen todo posible cuerpo
social, en general, no son lo suficientemente maduros para tomar
decisiones por cuenta propia, por lo que deben necesariamente ser
guiados, orientados y conducidos por quienes se autoconciben como los
más capacitados, los más preparados, en fin, por quienes entienden más
del discurrir moral, social o político que el resto de la población. Son
ellos los más “maduros”, los bien formados, los guías materiales y
espirituales de aquellos que se comportan como niños, carentes como son
de adultez y, en consecuencia, de toda responsabilidad. Son ellos los
auténticos pastores de este rebaño de ovejas descarriadas, los
iluminados profetas, las muletas del inválido, los llamados a canalizar
las desbordadas pasiones de los menos formados y más inconscientes, a
objeto de que no desvíen el camino recto, el orden establecido y sus tradiciones; orden que no es otro que el que ellos mismos,
los chamanes de la tribu, sabiamente han definido, colocando, además,
los controles de rigor. De ahí que las sociedades donde impera la
heteronomía sean, justamente, las sociedades en los que imperan todo
tipo de controles.
Frente
a aquella conocida expresión: “El cielo es el límite”, cuya sola idea
exhorta al sujeto a llevar sus conquistas más allá de toda posibilidad,
el promotor de la heteronomía responderá, no sin cierta –y siempre
sentenciosa– solemnidad, que, más bien, “el límite es el único cielo
permitido”. Cuestiones del poner, del fijar: una
característica esencial de la mera “reflexión del entendimiento
abstracto”, como la denominara Hegel. Los miembros de las sociedades
heterónomas terminan así atribuyéndole su propia institucionalidad y
ordenamiento social a una incuestionable autoridad, a un “taita” vivo o
muerto, pero ubicado por encima del resto. No importa el nombre que
reciba el “ser supremo”, tampoco el nombre que reciba, a lo largo de la
historia, esa sociedad. Los resultados siempre son los mismos:
autoritarismo, dependencia, manipulación, explotación, degradación,
corrupción.
Las
sociedades sometidas al imperio heterónomo son, pues, sociedades
barbáricas. Los griegos empleaban la expresión “bárbaro” para definir a
todo aquel que “balbucea” como un “menor de edad”, un niño “mal
educado”. Decía Aristóteles que bárbaro es el que se encuentra gobernado
por tiranías o despotismos en sentido estricto, lo que lo convierte en
un esclavo. De hecho, según Aristóteles, el bárbaro erige a sus
gobernantes con el fin de cubrir sus necesidades básicas, a diferencia
de las sociedades constituidas por ciudadanos libres, cuya meta es la de
vivir en y para la autonomía.
Es
cuestión de vocación militarista la obsesiva promoción de la
heteronomía. No hay un fenómeno más afín a los regímenes totalitarios o
autocráticos que su institucionalización. “No razones: adiéstrate”.
Pronto las sociedades se transforman en inmensos cuarteles o en
gigantescos campos de concentración en los cuales se “administran” o
“controlan” la alimentación, la salud, la educación y la cultura, la
vivienda, las finanzas y la industria, pero, sobre todo, la violencia,
por un lado, y los medios informativos y comunicacionales, por el otro.
En fin, todo tiene que ser controlado, siempre en función de garantizar
“el orden”, “la paz” y “el progreso”. La humillación llega, de este
modo, al máximo. La objeción, la duda, el pensamiento en cuanto tal, el
derecho a la diferencia o a la protesta, quedan fuera, están
sancionados, y son concebidos como claras manifestaciones de alta
traición a la patria y a los intereses del llamado “colectivo”, es
decir, del cártel que sostiene los hilos del poder.
La
consigna y la etiqueta sustituyen al pensamiento para dar paso al
servilismo, al ser pasivo y resignado que espera pacientemente el
crucial momento de la llegada de la leche, el papel higiénico o el
aceite al centro debidamente “controlado” de suministros. La educación
abandona los contenidos para dar paso a las formas vacías, a las
búsquedas formales, a los “métodos” que trastocan la construcción de la
verdad en banal instrumento de medición. La salud deviene ejemplo de la
más indigna de las miserias humanas. La empresa no produce, porque lo
importante no es producir –¡oh, contradicción!– sino obtener un ruin
aumento salarial. Entre tanto, las calles se cubren de la más salvaje
violencia, en manos de squadre o falanges o comités de defensa
–es igual– de un “proceso” que ni lo es ni lo puede ser. El objetivo
sigue siendo el mismo: mantenerse en el poder por el poder, única fuente
posible para el triste y grotesco espectáculo del enriquecimiento
ilícito. Entre tanto, la heteronomía se hace carne y sangre de las
mayorías, pues “el modelo” comporta mecanismos para su reproducción
continua: no se educa para la libertad y la autonomía, se “educa” para
la vil sumisión.
Kant fue el primero
de los filósofos modernos en advertir acerca de los perjuicios de una
sociedad carente de autonomía: “Es difícil para todo individuo lograr
salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya.
Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse
por su propio intelecto, porque nunca se le ha dejado hacer dicho
ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional –o
más bien abuso– de sus dotes naturales, son los grilletes de una
permanente minoría de edad”.
Para salir de la heteronomía Kant recomendaba tan solo una exigencia: la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón.
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