Por: Armando Martiní - @ArmandoMartini
Está despertando, y con mucha fuerza, en
los más diversos sectores de la sociedad, la posibilidad y necesidad de
explorar nuevas vías de participación ciudadana. Una posición nueva que
se abre paso entre los dos extremos que se han estado batiendo por años
en un campo de batalla en el cual, la principal
consecuencia de ese enfrentamiento, es que el país cada día funciona
menos. Obviamente con más responsabilidad del chavismo por ser Gobierno.
Pero hay también una responsabilidad de
la oposición. Serlo, y no lo que ha sido. Año tras año, la oposición se
ha distraído, se ha equivocado, se ha dividido; los partidos con los
cuales crecieron los hombres y mujeres que insurgieron contra el
Gobierno de Carlos Andrés Pérez, los dos partidos tradicionales que
detentaron el poder durante las vidas de los padres de esos hombres y
mujeres, y las de ellos mismos, se estaban desmoronando cuando se
produce el período crítico y frustrante de Caldera, el último de los
fundadores del siglo XX.
Al menos desde casi veinte años antes
del 4 de febrero, en la década de los 70, esos dos grandes partidos se
habían dejado arrastrar por uno de los sentimientos más riesgosos para
cualquier político: creyeron que el poder eran ellos y que lo que
decidieran y dijeran eran las decisiones del poder. En la década de los
70 esos políticos que empezaban a relevar a los padres de la democracia
olvidaron lo que los fundadores, aunque envejecían, nunca borraron de la
memoria: que el poder viene de abajo, se entrega al dirigente y éste
conduce. Sólo uno se confundió en sus últimos años, y le tocó gobernar
para cerrar su siglo.
Los herederos de los años 70 y 80
creyeron que la tarea básica estaba hecha, creyeron que habían heredado
el poder, que bastaba con luchar entre ellos mismos, dentro de sus
partidos o formando otros propios, para ejercerlo siempre. Así, fueron
dejando cada vez más de lado a la fuente real generadora de poder: el
pueblo, la gente.
Como una epidemia, el fenómeno se fue
expandiendo, penetró sectores socioeconómicos y se fue creando un
archipiélago de grupos de dirigentes partidistas, empresarios y gerentes, militares, intelectuales que además se sentían jueces y conciencia de todos los demás.
Y por debajo, siempre en lo suyo, eso que llaman pueblo.
Obreros, desempleados, buhoneros, pobres
de solemnidad. Pero también los sectores medios de bajos recursos,
empleados, ejecutivos y profesionales de niveles intermedios y bajos,
cajeros y gerentes bancarios, maestros, técnicos, jefes de departamentos
de base, periodistas, abogados, médicos –los médicos ricos tienen 40
años o más, habitualmente, los médicos, odontólogos, etc., empleados
públicos no siempre son ricos- biólogos, químicos y el amplísimo
etcétera de la Venezuela del último tercio del siglo XX y lo que va del
XXI, toda esa variedad es la clase media. La clase media de verdad, ésa
que no tiene ayudas, becas ni programas sociales, para ellos no hay misiones.
Todos ellos, esa enorme mayoría de
pueblo y clase media, fue siendo dejada de lado por la dirigencia
política y la dirigencia empresarial e intelectual.
Hasta que aparecieron Hugo Chávez y los comandantes –por cierto, un
rango militar romántico desde las comandancias de la revolución cubana,
desde el comandante Fidel.
No los salieron a apoyar a la calle el 4
de febrero ni el 27 de noviembre, pero al no salir tampoco defendieron a
los partidos y a las diversas dirigencias. Sentían que esa pelea no era
suya. Pero pasando el tiempo, inmutables los partidos, los bancos en
crisis, los intelectuales divagando, frustrado el sueño del anciano que
resultó menos sabio y eficiente que lo que muchos esperaron, el
comandante se inventó su leyenda de Maisanta y llano adentro, habló con
sobriedad y por ahí se fue colando.
Después vino lo que todos sabemos, la
indudable extrema, explosiva, popularidad de Hugo Chávez, impulsada
primero por los que después fueron apartados de un par de manotazos,
ampliada por el primer gigantesco fracaso de la oposición, abril de
2002, el paro comercial a medias, el paro fracasado que Chávez les
arrancó de las manos. Luego el
desconcierto, nuevos errores hasta que, mucho después, los numerosos
partidos de oposición pasando por la Coordinadora Democrática se
inventaron la Unidad. Chávez y sus votos los convencieron, finalmente,
que los tiempos habían cambiado y que ninguno de ellos, solo, podría
jamás ganarle al comandante.
Con la muerte de Chávez, y especialmente desde el desplome de Nicolás Maduro, vuelven nuevamente
los extremos, otra vez el mayor sector poblacional que ya no encuentra
eco propio. Una oposición que habla y actúa pero no atrae, un chavismo
que gobierna y no logra solucionar nada, al contrario.
Y vuelve a surgir una amplia y creciente
mayoría silenciosa, incómoda, frustrada y, gracias a las grandes
torpezas económicas del Gobierno de Nicolás Maduro, cada día más
molesta.
Hoy está clarísimo que la mayoría no
está ni en el PSUV ni en la MUD, ni juntos ni separados. Pensar lo
contrario, es engañarse. Ambos perdieron la confianza y seguridad de sus
simpatizantes y amigos cercanos. El ciudadano les pide a ambos con
insistencia obstinada que cambien, que modifiquen sus conductas
políticas y económicas y se conecten con la necesidad y carencias del
pueblo, pero los ciudadanos, todo eso que es de verdad el pueblo, son
desoídos e ignorados. Mas grave aun, ni siquiera tomados en cuenta.
En un país polarizado y que insiste en
votar, ellos –PSUV y MUD- tienen esa ventaja, hay que reconocerlo. Pero
es una ventaja que podría tener patas cortas. Es hora de comenzar a explorar nuevas vías de participación ciudadana. Y aunque parezca inconveniente y los interesados
de ambos bandos la rechacen, confiamos que en Venezuela se impondrá la
mayoría como es la regla de oro en la democracia. Difícil tarea pero no
imposible.
Sabemos que lo planteado es
controversial y riesgoso pero Venezuela merece mejor, y ahora más que
nunca, aquello que proclamaba Cipriano Castro: nuevos hombres (y
mujeres, claro), nuevas ideas.