Interrumpir de vez en cuando el flujo de atención sobre el área de pensamiento en la que estamos centrados es esencial para no padecer estrés. Somos más eficaces en el trabajo cuando no estamos estresados, y para eso necesitamos desconectar: tener una afición completamente distinta a nuestro mundo laboral es la mejor forma de conseguirlo.
Este verano, mientras la nave New Horizons sobrevolaba Plutón, unos científicos de la Universidad de Stanford publicaban los impactantes datos del estudio que acababan de completar. La conclusión a la que habían llegado es que el estrés laboral tiene consecuencias tan dañinas para la salud como ser fumador pasivo, uno de los mayores problemas sanitarios en el ámbito del trabajo. Las cifras, recopiladas de cientos de investigaciones anteriores, mostraban que la tensión profesional aumenta en un 35 % las probabilidades de caer enfermo y en un 20 % las de muerte prematura.
La mala noticia es que el estrés puede producir consecuencias devastadoras como estas para el organismo. La buena es que la cantidad de efectos secundarios físicos depende en gran medida de la forma en que afrontemos este sobresfuerzo al que obliga el mundo actual. El psicólogo Richard Lazarus, de la Universidad de California en Berkeley, fue pionero en el estudio de estas estrategias cognitivas de minimización del estrés. Sus investigaciones le llevaron a la conclusión de que es más importante la valoración que hace el individuo de la situación que las características objetivas de esta.
El estrés surge como consecuencia de la puesta en marcha de ciertos procesos mentales. Si interpretamos lo que está ocurriendo como peligroso o consideramos que nuestros medios son insuficientes a la hora de afrontarlo, pondremos en marcha los mecanismos de alarma. De lo contrario, permaneceremos estables. Los problemas surgen, según Lazarus, cuando hay “una relación concreta entre la persona y el ambiente que es estimada por el individuo como impositiva o que supera sus recursos y pone en peligro su bienestar”. De hecho, en opinión de este investigador, la tendencia a un determinado modo de reaccionar es constante.
En torno a cierta edad, que suele situarse en la adolescencia, se produce un punto de inflexión a partir del cual el estilo psicológico de afrontamiento del estrés se hace automático. Cuando ponemos en marcha nuestro mecanismo mental de alarma, reaccionamos de forma idiosincrática: cada cual a su manera. Existen individuos que aprenden desde jóvenes a enfrentarse a lo que les estresa.
Otros se distancian emocionalmente. Hay quien pone en marcha mecanismos de autocontrol, hay quien busca apoyo social y hay quien activa estrategias de huida o evitación del estímulo.
Estas estratagemas resultan adaptativas en ciertas ocasiones, pero en otras nos llevan a resultados indeseados como los mencionados. Cuando las consecuencias son excesivas, podemos cambiar nuestro estilo de afrontamiento del estrés si sabemos hacerlo de forma consciente. Para decidir si queremos variar la estrategia con que respondemos ante las tensiones, debemos evaluar si nuestra forma inconsciente de responder a las demandas está haciéndonos felices. El modelo actual propone, para realizar este test, dividir nuestras sensaciones internas en dos tipos: el estrés bueno o eustrés; y el estrés malo o distrés.
El primero se produciría cuando nuestros estados de alarma se acompañan de la impresión de que el sobresfuerzo es voluntario (elegido) y tenemos recursos (aptitudes, capacidad psicológica, etc.) para afrontarlo. Un examen de una carrera que hemos elegido por vocación y que sabemos que podemos aprobar si estudiamos sería un buen ejemplo de eustrés. Por su parte, el distrésse experimenta al sentirnos obligados a afrontar un estado de alarma –por lo tanto, sin sentido para nosotros– o al creernos indefensos ante una circunstancia angustiante. Siguiendo con el ejemplo, los estudios son distresantes si cursamos materias que no hemos elegido o si son tan difíciles que nos vemos incapaces de aprobar.
Además de sensaciones internas, existen consecuencias externas de la sobreactivación. En los momentos de alarma tendemos a estar más susceptibles, a reaccionar con una gran labilidad emocional: lloramos o gritamos con facilidad, nos comunicamos peor, nos distraemos… Esa forma de comportarse es lo que podríamos denominar estrés feo o exoestrés, porque afecta a las personas que queremos y las aleja de nosotros. Es feo en el sentido de que después nos solemos avergonzar de nuestros actos.
Para decidir si nos conviene continuar con nuestro estilo de afrontamiento, hay que tener en cuenta los tres tipos de estrés. Por ejemplo: hay personas más impulsivas que tienden a intentar resolver todos los problemas inmediatamente, intentando coger las riendas de la situación. Son aquellas que, cuando sienten que tienen que hacer algo, lo ejecutan aunque no sea lo que hay que hacer.
Este estilo de afrontamiento del estrés suele funcionar muy bien en las ocasiones en que el individuo tiene posibilidad de control sobre la situación. En ese caso, siente eustrés: coge el toro por los cuernos y se pone manos a la obra. Cuando acaba, se siente satisfecho. Pero ¿qué ocurre en los momentos de indefensión vital, como la enfermedad de una persona cercana o un ascenso laboral que depende de la suerte o de enchufes familiares? En dichos supuestos, el individuo es víctima del distrés. Y, además, suele pagar la frustración con los que le rodean, aumentando el citado estrés feo.
La eficacia de nuestra forma de luchar contra este fenómeno actual varía: no hay una técnica universal, una estrategia de afrontamiento que funcione toda nuestra vida y en cualquier circunstancia. Lo peor que podemos hacer ante este fenómeno es confiarnos: la reacción de alarma del organismo incluye mecanismos para evitar sentirnos mal. Por eso tardamos tanto en darnos cuenta de que estamos estresados: son las personas que nos rodean las que primero lo aprecian. Pero sí hay algunas reglas que cualquier modo de sobrellevar el estrés debe cumplir. Los científicos destacan tres como una especie de triada básica esencial.
En primer lugar, debemos elegir qué batallas nos conviene librar y cuándo es mejor permanecer tranquilos. A finales de los años 50 del siglo pasado, dos cardiólogos de San Francisco, Meyer Friedman y Ray H. Rosenman, advirtieron una relación entre el riesgo de enfermedades cardiacas y el patrón de comportamiento de ciertos individuos. A partir de sus investigaciones desarrollaron un modelo del patrón de personalidad –el tipo A– que predispone a los problemas de corazón. Los individuos que la tienen manifiestan un alto sentido de urgencia y son muy impacientes. Se mueven, caminan y comen rápidamente; hablan deprisa y explosivamente y son muy conscientes del tiempo, esto es, les gusta fijarse plazos y cumplirlos. Y quizá lo más importante de todo es que son muy competitivos y siempre intentan ganar.
En el trabajo, en las relaciones y en las actividades recreativas, las personas con patrón de personalidad de tipo A tienden a percibir el entorno como opuesto a sus objetivos vitales y amenazante para su autoestima. No llegan a valorar si les merece la pena una batalla vital: entran siempre en todas y eso las lleva a la permanente activación. Desde entonces, muchos estudios han encontrado esta correlación entre personas altamente competitivas, estrés y riesgos cardiacos. Una vez establecida la asociación, los científicos han intentado establecer cuál es el factor que lleva a las personas que tienen este patrón de personalidad a sufrir más problemas físicos que el resto de la gente.
Redford B. Williams, neurólogo de la Universidad Duke, en Carolina del Norte, es uno de los expertos que más vueltas le ha dado a ese tema. Su conclusión es que las personas de tipo A son más propensas al ataque cardiaco por dos razones. La primera, sus hábitos: entre otras conductas tóxicas, fuman más, duermen menos, toman más bebidas con cafeína y comen de forma menos saludable. La segunda razón es que su temperamento contribuye directamente a la enfermedad. Los individuos con este patrón, afirma Williams, están constantemente secretando una gran cantidad de hormonas del estrés, y su presión arterial y número de pulsaciones ascienden a menudo a lo largo del día.
Un reciente estudio de la Universidad de Míchigan mostraba, por ejemplo, que aquellas personas que experimentan ira con frecuencia tienen tres veces más riesgo de morir de forma temprana. Por eso muchos investigadores aconsejan abandonar esa percepción subjetiva de lucha continua contra el mundo. Los individuos que exhiben mayor tolerancia al estrés tienen reglas sencillas –¿me concierne?, ¿puedo hacer realmente algo?, ¿me compensa el resultado?– para decidir qué problemas resolver y cuáles disolver.
La segunda recomendación para librarse del estrés es llevar las riendas de la propia vida. A finales de los años 60, los psiquiatras Thomas Holmes y Richard Rahe, de la Universidad de Washington, en Seattle, elaboraron una lista con decenas de acontecimientos estresantes que podemos haber vivido en el último año –la ilustración de abajo incluye los veinticinco más agobiantes de esa escala– y le asignaron una puntuación a cada uno de ellos. Intentaban con ello dar el peso real a las circunstancias, variables que los seres humanos tendemos a minusvalorar. En situaciones de tensión, es bueno saber a qué nos enfrentamos.
Su propuesta era simple: a partir de análisis estadísticos, calcularon que si la suma de todas las situaciones de estrés se halla por debajo de 150, el riesgo de estrés resulta mínimo. Si se encuentra entre 150 y 300 puntos, la probabilidad de que un individuo sufra este síndrome durante los próximos meses supera el 50 %. Y si supera los 300 puntos, las circunstancias son críticas, ya que la probabilidad de sufrirlo después de esa suma de acontecimientos sube a un 90 %.
Desde entonces, el test de Holmes-Rahe se usa como la primera aproximación tentativa para saber si la persona ha vivido eventos objetivamente estresantes en el último año. Sin embargo, se ha comprobado que las circunstancias externas no explican la percepción subjetiva: muchas personas que no las han vivido están estresadas y, al contrario, hay individuos que puntúan por encima de trescientos y se sienten muy tranquilos.
Un factor explicativo de estas diferencias que muchos científicos han encontrado en sus estudios es la sensación de control. Michael Scheier, profesor de la Universidad Carnegie Mellon, es uno de los investigadores que más ha profundizado en esta idea. Él nos recuerda que las personas que han sufrido cambios radicales en su vida, conflictos e incluso catástrofes y sucesos traumáticos solo los sienten como distresantes cuando los consideran incontrolables.
Hay numerosos estudios que muestran el peso de esta variable. Uno de ellos –quizá de los más citados– es aquel que mostró que los ancianos que viven en una residencia y sienten poca percepción de control sobre sus actividades –ritmos vitales, toma de medicación, etcétera– tienden a deteriorarse más rápidamente y mueren antes que aquellos a los que se les permite llevar las riendas de sus propias actividades.
Experimentos como este llevan a los investigadores a sugerir como positiva cualquier estrategia de afrontamiento que aumente la sensación de control del individuo. Es la razón por la que, por ejemplo, las rutinas y la recuperación de ritmos vitales –alimentación, sueño, higiene– ayudan a combatir el distrés: nos hacen recuperar el control de nuestro tiempo. También es importante, en situaciones desbordantes, centrarse en aquello que sí podemos hacer, aunque nos parezca una parte muy pequeña de la solución. Como nos recuerda Stanley C. Allyn: “No tiene sentido preocuparse por las cosas sobre las que no tienes control, y si tienes el control, puedes hacer algo al respecto en lugar de preocuparte”.
Hay un tercer y último lema contra el agobio vital: ¡relájese y desconecte! En este sentido, una peculiar investigación de la Universidad Witten-Herdecke, en Alemania, mostró un efecto que en realidad todos sospechamos: si se pide a las personas que caminen arrastrando los pies y mostrando su agotamiento –hombros caídos, falta de gesticulación–, empeora su estado de ánimo.